– ¿Y dices que cuando conjuraste el Etna para provocar la erupción lo escupió la tierra?
– Y Salma se apropió de él. Luego lo recuperó mi madre. Ahora es mío.
Clodia se acercó ensimismada con la mano extendida dispuesta a acariciarlo, pero Anaíd retiró la caja con rapidez.
– No, no lo toques.
– ¿Por qué?
– Es muy poderoso y puede torcer la voluntad de quien lo posea.
Clodia se lo quedó mirando fijamente.
– La profecía de Trébora.
Anaíd recitó:
– Oro noble de sabias palabras labrado, destinado a las manos que aún no han nacido, triste exiliado del mundo por la madre O.
Clodia se sumó a los versos:
– Ella así lo quiso. Ella así lo decidió. Permanecerás, pues, oculto en las profundidades de la tierra, hasta que los cielos refuljan y los astros inicien su camino celeste. Entonces, sólo entonces, la tierra te escupirá de sus entrañas, acudirás obediente a su mano blanca y la ungirás de rojo.
Anaíd finalizó:
– Fuego y sangre, inseparables, en el cetro de poder de la madre O. Fuego y sangre para la elegida que poseerá el cetro. Fuego y sangre para la elegida que será poseída por el cetro.
Anaíd no pudo evitar un escalofrío. Clodia pronunció el último verso:
– El cetro de O gobernará a las descendientes de O.
Y se echó a reír.
– No te lo tomes muy en serio. Cuando te pones seria pareces mayor.
Pero Anaíd estaba seria.
– Se ha cumplido todo. En el momento en que se produjo la conjunción tomé el cetro y destruí a Salma. Me ensucié las manos de sangre.
Clodia la abrazó.
– Olvídalo y diviértete, esta noche diviértete mucho y olvida todo lo que has pasado.
Anaíd se repuso. Guardó la caja, cerró el armario con cuidado y se dio cuenta de que Clodia se había dejado caer en la cama muerta de sueño.
– Despiértame a las diez. No me quiero perder la fiesta -suspiró antes de quedarse frita.
Anaíd la cubrió con la colcha y salió de puntillas hacia la sala.
En la sala, Anaíd cortaba panecillos barajando todas las posibilidades sobre lo que podría suceder durante la fiesta. ¿Se pasaría la noche sentada en una silla comiéndose las uñas? ¿Se pasaría la noche sirviendo bebidas y bocatas y poniendo música en plan Cenicienta sin importarle un pepino a nadie? ¿Se pasaría la noche charlando con Roc en plan amigos de la infancia sin rozarse ni un milímetro de la piel? ¿Se pasaría la noche muerta de celos, cotilleando con Clodia sobre los magreos de Roc y Marion? ¿Se pasaría la noche intentando bailar sin dar pena? ¿Se pasaría la noche suspirando por un beso de amor sin conseguirlo?
Y tanto barajar situaciones estresantes acabó por ponerse tan nerviosa que se cortó un dedo. Selene acudió enseguida a su lado y la ayudó a vendarse y a detener la hemorragia.
– Dame el cuchillo. Será mejor que tú sólo untes el tomate en el pan.
Selene acarreó el cesto con tomates y se colocó junto a Anaíd trabajando codo con codo como en una cadena de montaje. Selene cortaba el pan a rebanadas, Anaíd lo untaba de tomate y luego lo aliñaba con aceite y sal, como le había enseñado su madre desde niña para hacer más sabrosos los bocadillos. Por último, lo colocaba sobre la bandeja.
– ¿Estoy guapa? -se atrevió a preguntar Anaíd de pronto.
– Te veo diferente.
– Me he pintado. Mejor dicho, me ha pintado Clodia, pero me siento rarísima con esta raya negra y los párpados brillantes.
– Pues quítatelo.
– ¿No te gusta entonces?
– A ti no te tiene que importar lo que me guste a mí o no. Eres tú quien tienes que gustarte a ti misma. Los demás descubrirán tu belleza aunque no vayas pintada.
– No es fácil.
– Ya lo sé. Se trata de ir probando.
Anaíd, siempre tan conformista, se sublevó con la familiaridad con que su madre trataba su problema. Era algo así como subestimarlo.
– Por favor, mamá, tú no tienes ni idea.
– ¿De qué?
– De lo que siento, de mi nerviosismo.
– ¿Por el cetro?
– Sssí.
– Ya lo sé, la responsabilidad es muy grande, pero yo no te dejaré sola.
– ¿Dónde iremos?
– No te lo puedo decir. Emprenderemos un camino las dos y no sé cuánto tiempo nos llevará.
– Pero yo querría quedarme aquí, con mis amigos. ¿De verdad tenemos que irnos? ¿No bastaría con un conjuro de protección del valle?
Selene calló. La frase de Anaíd le reportaba un doloroso recuerdo.
– Entiendo lo que te pasa. Entiendo que te cueste aceptar que a tu edad tienes que sacrificar tus intereses por el bien de la comunidad.
Anaíd asintió. Lo había resumido perfectamente.
– Y no sólo es eso. Esta noche es una noche muy importante y tengo miedo a hacer el ridículo.
– ¡Bah! -minimizó Selene-. Menuda tontería.
– ¿Tontería? -se ofendió Anaíd-. No sabes lo que es tener quince años y debutar en la vida social.
Selene se puso en jarras. Era espléndida y muy joven para ser madre de Anaíd.
– ¿Te crees que siempre he tenido treinta y tres años?
Y Anaíd cayó en la cuenta de que estaba diciendo una sandez.
– Perdona. Quería decir que yo he sido siempre una chica rara, diferente.
– Yo también lo fui.
Anaíd no daba crédito. Selene era atrevida, lanzada, seductora, segura de sí misma. No podía meterse en su mismo saco.
– ¿Tú? Eso sí que no.
– Pues claro, todas las brujas Omar hemos tenido una infancia vigilada, una adolescencia traumática y una juventud difícil. No hemos sido mortales libres.
Anaíd quitó mentalmente un puñado de años a su madre y, sin costarle excesivamente, la vio joven, inconsciente y atrevida.
– Somos muy diferentes tú y yo.
– Puede, pero eso no quiere decir que yo no sepa lo que es enamorarse, odiar a una madre, sentir miedo por la responsabilidad, desear no ser una bruja o querer morir de pena. Siempre soñé con ser una mortal.
Anaíd, de pronto, sintió una gran curiosidad por esa Selene que no conoció nunca, pero que podía intuir e imaginar.
– ¿Querías ser una mortal libre?
– Ése fue mi drama… o mi suerte.
– Mamá, y ¿cuándo fue tu primera fiesta?
Selene se mordió los labios.
– Hace mucho tiempo, pero me acuerdo como si fuese ayer.
– ¿Fue importante para ti?
Selene se restregó los ojos con la manga de la camisa, levemente. Había sentido un escozor repentino.
– Ahí empezó todo, con esa fiesta se decidieron muchas cosas importantes y trascendentes para mi vida.
– ¿Cuántos años tenías?
– Tenía diecisiete años y había empezado a vivir sola en la ciudad y a estudiar Periodismo.
– ¡Jo! Hay muchas cosas que no sé de ti.
– Las sabrás todas, tengo intención de explicártelas.
– ¿Cuándo?
– Durante este viaje. Tendremos mucho tiempo para hablar.
– Empieza ahora, por favor.
– ¿Ahora?
– Por favor, tenemos tiempo, Clodia está durmiendo y Roc está ayudando a su padre.
Selene dudó unos instantes. Miró su reloj y accedió. Había tiempo de sobras hasta la noche.
– ¿Por dónde quieres que empiece?
– Por esa fiesta.
Selene parpadeó levemente y se limpió las manos en el delantal.
– ¿Estás dispuesta realmente a escuchar nuestra historia? ¿La tuya y la mía?
– Sí. Estoy segurísima.
– A lo mejor hay muchas cosas que te sorprenderán, otras que te dolerán, otras que habrías querido no llegar a saber nunca… Porque te lo advierto, no te ahorraré ningún detalle. O todo o nada. Ésa es mi propuesta.
Anaíd no podía dar crédito a lo que oía.
– ¿En serio?
– Estoy hablando completamente en serio -aseveró Selene.
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