Philip Pullman
La maldición del rubí
Título original: The Ruby in the Smoke
© 2001, Oscar Vendrell e Imma Lizondo para NouText, por la traducción
Era una tarde fría y obscura de principios de octubre, en 1872. Un cabriolé se acercaba a las oficinas de Lockhart y Selby, Agentes Marítimos, en Cheapside. La ciudad estaba en plena efervescencia, y el viento, que soplaba con fuerza, contribuía a esa frenética actividad. Los carruajes colapsaban las calles. El ruido constante, monótono, del ir y venir de las pesadas ruedas de los carruajes, el repiqueteo de los cascos de los caballos y el tintineo de los arreos mostraban perfectamente la agitación reinante. A cada instante morían y nacían grandes negocios…, el preludio de inmensas fortunas. Los mensajeros, empapados de sudor y extenuados, más que correr volaban de un lado a otro, entre el banco y la compañía naviera, el agente de seguros y la Bolsa, el abogado y el financiero; casi tan rápido como las bolsas de cuero, bien cerradas y llenas de billetes, que salían succionadas por los tubos neumáticos que acababan de instalar en las paredes de Crouch's Emporium, La-Tienda-que-lo-Vende-Todo, en la esquina de Holborn y Chancery Lane.
Mientras un viento artificial recorría esos tubos metálicos, el viento del exterior, bajo el cielo gris, hacía ondear las banderas situadas en los edificios más altos, sedes de las empresas más importantes de la ciudad. De vez en cuando, pequeñas ráfagas juguetonas descendían en forma de remolinos para hacer volar y dejar caer, una y otra vez, los papeles y la suciedad esparcidos por el suelo. En toda la calle, la calma sólo existía en los ojos de la muchacha que salía del cabriolé.
Tenía unos dieciséis años, estaba sola y era extraordinariamente hermosa: delgada y pálida, con ojos de un marrón obscuro que contrastaba con el color de los suaves y dispersos mechones de cabello rubio que se escapaban de su gorra negra. Iba de luto. Se llamaba Sally Lockhart, y al cabo de quince minutos, ¡iba a matar a un hombre!
Observó el edificio durante unos instantes; luego subió tres escalones y entró. Atravesó un obscuro pasillo y vio la conserjería a su derecha, donde un anciano estaba sentado delante del fuego leyendo la revista Penny Dreadful. Sally dio unos golpecitos en el cristal, y el hombre se incorporó consciente de su negligencia, lanzando la revista a un lado.
– Discúlpeme, señorita -dijo-. No la he visto llegar.
– He venido a ver al señor Selby -dijo ella-. Pero no me está esperando.
– ¿Su nombre, por favor, señorita?
– Me llamo Lockhart. Mi padre era… el señor Lockhart.
De repente la actitud del conserje cambió y se tornó mucho más amable.
– La señorita Sally, ¿verdad? ¡Ya estuvo usted antes aquí, señorita!
– ¿Sí? Lo siento, no me acuerdo…
– Debe de hacer por lo menos diez años. Se sentó al lado del fuego y me contó cosas sobre su pony. ¿No se acuerda? Claro, ha pasado mucho tiempo… Siento mucho lo de su padre, señorita. Fue algo terrible, hundirse el barco de esa forma. Él era un auténtico caballero, señorita.
– Sí…, gracias. En parte es por mi padre que he venido. ¿Está el señor Selby? ¿Puedo verle?
– Bueno, siento tener que decirle que no está, señorita. Está en el Muelle de las Indias Occidentales por negocios. Pero el señor Higgs sí que está; es el secretario de la empresa, señorita. Estará encantado de hablar con usted.
– Gracias. Será mejor que lo vea, entonces.
El conserje hizo sonar una campana y apareció un muchacho bajito, con un aspecto desaliñado, que parecía acumular toda la suciedad que flotaba en el aire de Cheapside. Su chaqueta estaba llena de agujeros, le colgaba el cuello de la camisa y tenía el cabello erizado como si hubiera sufrido una descarga eléctrica.
– ¿Qué quieres? -dijo el chico, cuyo nombre era Jim.
– Compórtate -dijo el conserje. Lleva a esta señorita a ver al señor Higgs, y rápido. Es la señorita Lockhart.
Los penetrantes ojos del chico la inspeccionaron durante un instante, y luego se volvió, amenazante, hacia el portero.
– Tienes mi revista -dijo-. He visto que la escondías cuando el viejo Higgsy ha entrado antes.
– Yo no -dijo el conserje, sin convicción. Muévete y haz lo que se te manda.
– Ya la conseguiré, ya -dijo el chico-. Tú espera; no te creas que me vas a robar lo que es mío. Venga, vámonos -añadió, dirigiéndose a Sally, y se adelantó a ella sin apenas esperarla.
– Tendrá que perdonarle, señorita Lockhart -dijo el conserje-. No lo cogimos lo suficientemente joven como para domarlo a ése.
– Da igual -dijo Sally-. Gracias. Miraré dentro y me despediré antes de irme.
El chico la estaba aguardando al pie de la escalera.
– ¿El jefe Lockhart era su viejo? -dijo mientras subían por la escalera.
– Sí -dijo intentando decir más, pero sin encontrar las palabras.
– Era un buen tipo.
Fue un gesto de simpatía, pensó, y se sintió agradecida.
– ¿Conoces a alguien que se llame Marchbanks? -dijo la chica-. ¿Hay alguien que trabaje aquí que se llame Marchbanks?
– No. Nunca he oído ese nombre.
– Y… has oído hablar alguna vez de… -Ya estaban cerca del final de la escalera y ella se detuvo para acabar la pregunta-: ¿Has oído hablar alguna vez de Las Siete Bendiciones?
– ¿Eh?
– Por favor -dijo la chica-. Es importante.
– No, pues no -dijo él-. Suena como a un pub o algo así, ¿no? ¿Qué es?
– Sólo es algo que he oído. No es nada. Olvídalo, por favor -dijo la chica, y acabó de subir las escaleras-. ¿Dónde puedo encontrar al señor Higgs?
– Aquí -dijo mientras llamaba a la puerta de una forma exagerada. Sin esperar respuesta, el chico abrió la puerta y anunció la visita-: Una señora le viene a ver. Se llama Señorita Lockhart.
Sally entró y la puerta se cerró tras de sí. En la habitación se respiraba un aire enrarecido por el humo de un buen puro, y una elegancia excesiva, cargante, por las lujosas butacas de piel, el mobiliario de caoba, los tinteros de plata, los cajones con tiradores dorados y los pisapapeles de cristal.
Un hombre gordo, bien cebado, estaba intentando enrollar, haciendo esfuerzos casi sobrehumanos, un enorme mapa colgado de la pared.
Le brillaba la calva, sus botas relucían, y también la cadena de oro del pesado reloj que colgaba sobre su barriga. Su cara brillaba por el sudor, roja de tantos años de buen vino y abundante comida.
Acabó de enrollar el mapa y alzó la mirada. Su expresión era solemne y piadosa.
– ¿La señorita Lockhart? ¿La hija del difunto Matthew Lockhart?
– Sí -dijo Sally.
Extendió sus manos.
– Mi querida señorita Lockhart -dijo-, sólo puedo decirle lo mucho, lo muchísimo que lo sentimos todos nosotros cuando nos enteramos de su triste pérdida. Era un buen hombre; un empresario generoso; un caballero cristiano; un soldado valiente…, un…, hum…, una enorme pérdida, una triste y trágica pérdida.
Sally inclinó la cabeza con un gesto de agradecimiento. -Es usted muy amable -dijo la chica-. Pero me gustaría saber si le podría preguntar algo.
– ¡Mi querida chica! -Se había transformado en un ser afectuoso y simpático. Le acercó una silla y puso su amplio trasero encarado hacia el fuego, sonriendo alegremente como si se conocieran de toda la vida-. ¡Haré por usted cualquier cosa que esté a mi alcance, se lo aseguro!
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