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Philip Pullman: La maldición del rubí

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Philip Pullman La maldición del rubí

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La maldición del rubí es el primer número de Sally en donde se nos presenta a una chica de 16 educada para ser una mujer independiente, en un siglo donde la mujer no lo era tanto. Sus conocimientos en economía, finanzas e inversiones igualan y superan a los mejores en su tiempo, como lo fué su padre. En fin. Sally no será lo mejor del mundo, sin embargo logra conjugar aventuras infantiles y una trama un tanto detectivesca.

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– La señora Rees está en el salón, señorita -le dijo recatadamente-. Dice que la vaya a ver tan pronto como llegue.

Sally encontró a la mujer sentada delante de un fuego casi extinto, leyendo un tomo de sermones de su difunto esposo. No levantó la mirada cuando Sally entró, y la chica, de pie, miró detenidamente su cabello pelirrojo, desteñido, y su piel blanda y blanca como la de un muerto. La odiaba.

La señora Rees aún no había alcanzado la cincuentena, pero pronto había descubierto que el papel de vieja tirana le iba de perilla y representaba ese papel a la perfección. Se comportaba como si fuera una frágil señora de setenta años; nunca en toda su vida había movido un dedo ni había tenido el menor gesto de amabilidad con los demás, y si había aceptado la presencia de Sally era únicamente porque eso le daba la posibilidad de dominarla.

Sally se acercó al fuego y esperó, y finalmente habló:

– Perdone por haber llegado tarde, señora Rees, pero yo…

– Oh, llámame tía Caroline, tía Caroline -dijo la mujer, con rabia contenida-. He sido informada por mi abogado de que soy tu tía. No lo esperaba; ni tampoco lo había pedido; pero no renegaré de ello.

Su voz sonaba desafinada, y hablaba tan lentamente…

– La sirvienta me ha dicho que deseaba verme, tía Caroline.

– He estado pensando mucho sobre tu futuro, y la verdad es que no he llegado muy lejos. Me parece que tienes la intención de permanecer bajo mi tutela para siempre, ¿no es verdad? ¿O quizá cinco años serán suficientes, o diez? Sólo intento dejar las cosas bien claras. Es evidente que no tienes porvenir, Verónica. Me pregunto si lo has pensado alguna vez. ¿Qué sabes hacer?

Sally odiaba el nombre de Verónica, pero la señora Rees consideraba que Sally era nombre de criada y se negaba a usarlo. En ese instante se quedó muda, incapaz de hallar una respuesta educada, y vio que sus manos empezaban a temblar.

– La señorita Lockhart se está esforzando en comunicarse conmigo por telepatía, Ellen -dijo la señora Rees a la sirvienta, que permanecía de pie en la puerta, sumisa, con las manos entrelazadas y los ojos muy abiertos, dejando entrever su inocencia-. Supongo que debo entenderla sin la intervención del lenguaje. Mi educación, desgraciadamente, no me preparó para esta tarea; en mi época, utilizábamos las palabras con bastante frecuencia. Hablábamos cuando se nos hablaba, por ejemplo.

– Me temo que no sé hacer… nada, tía Caroline -dijo Sally en voz baja.

– ¿Insinúas que no tienes ninguna preparación? ¿O es que la modestia simplemente es una cualidad más de las muchas que reúnes? No puedo creer que un caballero de la talla de tu difunto padre te haya dejado tan poco preparada para la vida… ¿De veras no tienes ninguna formación?

Sally movió la cabeza en señal de impotencia. La muerte de Higgs, y ahora esto…

– ¡Vaya! -dijo la señora Rees, radiante por la humillación que le infligía-. Ya veo que incluso el modesto objetivo de institutriz no es válido para ti. Tendremos que pensar en algo aún más modesto. Posiblemente alguna de mis amigas (la señorita Tullett, quizá, o la señora Ringwood) podría, por caridad, encontrar a alguna señora que necesite una dama de compañía. Lo consultaré. Ellen, ya puedes traer el té, por favor.

La sirvienta hizo una reverencia y se retiró. Sally se sentó, apesadumbrada, dispuesta a aguantar otra noche de sarcasmo e insinuaciones, sabiendo que ahí fuera la esperaban peligros y misterios por resolver.

La red

Pasaron algunos días. Se inició una investigación, en la que Sally fue interrogada. La señora Rees había concertado una visita con su gran amiga, la señorita Tullett, justamente esa misma mañana, y pensó que ese inconveniente en sus planes era de lo más fastidioso, sobre todo porque era su última oportunidad de colocar a la muchacha. Sally respondió a las preguntas del juez con absoluta sinceridad: había estado hablando con el señor Higgs sobre su padre, explicó, cuando de repente murió. Nadie la presionó excesivamente. Estaba aprendiendo que, si fingía fragilidad y se mostraba asustada, enjugándose de vez en cuando los ojos con un pañuelo de encaje, podía evitar que le hicieran cualquier pregunta que la obligara a revelar cierta información. Detestaba tener que actuar de ese modo, pero no tenía otras armas, aparte de su pistola. Aunque ésta no tenía ninguna utilidad ante un enemigo desconocido.

En todo caso, nadie pareció sorprenderse por la muerte del señor Higgs. Se dictaminó que la defunción se había producido por causas naturales; las pruebas médicas habían confirmado la debilidad del corazón de aquel hombre y el caso se resolvió en menos de media hora. Sally volvió a Islington; todo volvió a la normalidad.

Pero algo sí había cambiado. Sin saberlo, Sally había sacudido el extremo de una red, y la araña que había en el centro se había despertado. Ahora, ajena a esa realidad, mientras estaba sentada en el incómodo salón de la señorita Tullett y escuchaba a la señora Rees hablando de sus defectos como si se tratara de un gato, tuvieron lugar tres hechos, cada uno de los cuales iba a sacudir la red un poco más y a dirigir los ojos fríos de la araña hacia Londres y hacia Sally.

En primer lugar, un caballero en una fría casa leía un periódico.

En segundo lugar, una anciana… -¿cómo debemos llamarla? Hasta que la conozcamos lo mejor será que le concedamos el beneficio de la duda y que la llamemos unadama anciana, invitó a tomar el té a un abogado.

En tercer lugar, un marinero desembarcó en circunstancias desafortunadas en el Muelle de las Indias Orientales y buscó una pensión.

El caballero en cuestión (sus sirvientes, en la época en que tenía una plantilla completa de empleados, le llamaban Comandante) vivía cerca de la costa, en una casa con vistas a una triste extensión de tierra que se inundaba cuando subía la marea y que parecía un pantano cuando bajaba; un paisaje siempre desolador. En la casa sólo se podía encontrar lo necesario para satisfacer las necesidades básicas, ya que la fortuna del Comandante había sufrido una importante merma y estaba ahora a punto de extinguirse.

Esa tarde, el Comandante se sentó frente a la ventana que daba a la bahía, en el gélido salón. La habitación miraba hacia el norte y se divisaba desde ella aquel monótono paisaje acuífero; aunque era una estancia gris y fría, algo le llevaba siempre a esa parte de la casa, para observar las olas y los barcos que pasaban a lo lejos. Pero en ese instante no estaba mirando el mar; leía un periódico que le había prestado el único sirviente que quedaba, una cocinera y ama de llaves tan afectada por la bebida y la mala reputación que sin duda nadie más se atrevería a darle empleo.

Pasó las páginas lánguidamente, encarando el papel hacia la tenue luz del día que aún entraba en la casa, con la intención de no encender las luces hasta el último momento para ahorrar gastos. Sus ojos recorrían las columnas de letras sin muestras de interés ni ilusión, hasta que le llamó la atención una historia, situada en una página interior, que le hizo incorporarse súbitamente.

El párrafo que más despertó su interés decía:

El único testigo de este triste suceso fue la señorita Verónica Lockhart, hija del difunto señor Matthew Lockhart, que había sido uno de los socios de la empresa. La propia muerte del señor Lockhart, en el naufragio de la goleta Lavinia, fue ampliamente descrita en estas páginas el pasado mes de agosto.

Lo leyó dos veces y se frotó los ojos. Entonces se levantó y empezó a escribir una carta.

Más allá de la Torre de Londres, entre el Muelle de Santa Catalina y la Nueva Cuenca de Shadwell, se extiende la zona conocida como Wapping: un barrio de muelles y almacenes; de edificios que se desmoronan y callejones infestados de ratas; de calles estrechas con construcciones inacabadas, donde las únicas puertas que existen llegan solamente a un primer piso, coronado éste por feas vigas salientes, cuerdas y poleas. Los muros de ladrillos construidos sobre las aceras quitan visibilidad a todos lados, y la brutal aparatosidad de todo lo que hay por encima causa la sensación de estar en una horrible mazmorra, propia de una pesadilla, mientras que la tenue luz que se filtra a través de la suciedad del aire, parece provenir de algún lugar muy lejano, como si atravesara una elevada ventana enrejada.

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