El tercero de nuestros nuevos amigos se llamaba Matthew Bedwell. Había sido el segundo de a bordo de un carguero en el Extremo Oriente, pero de eso ya hacía un año o más. En ese momento no tenía ni trabajo ni dinero.
Vagaba por el laberinto de obscuras calles detrás del Muelle de las indias Occidentales, con un petate colgado de un hombro y una delgada chaqueta bien ceñida para protegerse del frío, aunque de hecho estaba helado y no tenía ánimos suficientes para buscar algo más cálido que ponerse.
Tenía un trozo de papel en el bolsillo con una dirección escrita. De vez en cuando, lo sacaba para verificar el nombre de la calle donde estaba, antes de volver a guardarlo en el bolsillo y avanzar un poco más. Cualquiera que lo viera podría pensar que estaba borracho; pero no olía a alcohol, hablaba correctamente y sus movimientos no eran torpes. Una mirada más compasiva llegaría a la conclusión de que estaba enfermo o herido, y eso ya se acercaría más a la verdad. Pero si alguien hubiese podido leer sus pensamientos y hubiese sentido el caos que reinaba en ese obscuro lugar, habría pensado que era extraordinario que pudiera seguir adelante. Tenía dos ideas fijas en su mente: una de ellas era la que lo había traído a Londres después de recorrer más de 20.000 Km., y la otra, en conflicto con la anterior, la que lo había atormentado durante todo el camino. Por tanto, la segunda idea logró vencer a la primera.
Bedwell estaba atravesando un callejón en Limehouse, un lugar adoquinado y estrecho, con las paredes de ladrillos ennegrecidas por el hollín y agrietadas por la humedad, cuando vio una puerta abierta y a un hombre mayor que estaba en cuclillas, inmóvil, sobre un escalón. El viejo era chino. Estaba mirando a Bedwell, y cuando el marinero pasó por delante de él, volvió la cabeza ligeramente y dijo:
– ¿Quieres fumar?
Bedwell sintió que cada célula de su cuerpo tiraba de él hacia esa puerta. Se tambaleó y cerró los ojos; y entonces dijo:
– No, no quiero.
– Es opio de primera -dijo el chino.
– No, no -repitió Bedwell, y se obligó a seguir caminando para salir del callejón. Consultó de nuevo el trozo de papel; y otra vez avanzó no más de cien metros antes de volver a hacerlo. Lentamente pero con seguridad consiguió orientarse y encontrar el camino hacia el oeste, a través de Limehouse y Shadwell, hasta llegar a Wapping, Volvió a mirar el papelito e hizo una pausa. Estaba anocheciendo y se sentía bastante cansado. Cerca de allí había un pub, anunciado por un cartel de color amarillo estridente, que era lo único que alegraba la acera gris y que lo atrajo como una luz a una polilla.
Pagó por un vaso de ginebra y se la bebió a sorbos como si fuera una medicina, desagradable pero necesaria. No, decidió que esa noche no debía llegar más lejos.
– Estoy buscando una pensión -le dijo a la camarera-. ¿Crees que puedo encontrar una por aquí cerca?
– Dos puertas más abajo -respondió la camarera-. La pensión de la señora Holland. Pero…
– Da igual -dijo Bedwell-. Holland. Señora Holland. Me acordaré.
Se echó el petate al hombro otra vez.
– ¿Te encuentras bien, cariño? -dijo la camarera-. No parece que estés muy fino. Venga, hombre, tómate otra copa.
Bedwell movió la cabeza negativamente, como un autómata, y se fue.
Adelaide le abrió la puerta y le condujo en silencio a una habitación en la parte trasera de la casa, que daba al río. Las paredes estaban saturadas de humedad; la cama, sucia, pero él no se dio cuenta de nada. Adelaide le dio un trozo de vela y lo dejó solo; y tan pronto como la puerta se cerró, se puso de rodillas y abrió su petate muy bruscamente. Al cabo de un minuto más o menos, sus manos temblorosas se movieron con afán; luego se tendió en la cama, respiró profundamente y sintió que todo desaparecía y se empapaba de olvido. Al cabo de muy poco rato ya había caído en un profundo sueño. Nada le podría despertar durante al menos veinticuatro horas. Estaba a salvo.
Pero casi se había rendido en Limehouse; el viejo chino, el humo…, el fumadero de opio, claro. Y Bedwell era esclavo de esa potente droga.
Él durmió, y algo de gran importancia para Sally durmió con él.
Tres noches más tarde, Sally tuvo la Pesadilla otra vez.
Pero eso ya no era una pesadilla, se dijo para sí misma indignada; era demasiado real…
El terrible calor. No podía moverse; estaba atada de pies y manos en la obscuridad…
Se oían pasos. Y los gritos, ¡empezaron tan de repente y tan cerca de ella! Unos gritos interminables, una y otra vez…
La luz. Una luz temblorosa que se acercaba a ella. Una cara detrás de esa luz, dos rostros blancos como la cera, sin expresión, con las bocas abiertas de horror, nada más…
Voces nacidas de la obscuridad: «¡Mira! ¡Mírale! ¡Dios mío!».
Y entonces la chica se despertó. O mejor, salió a la superficie como un nadador en peligro de morir ahogado. Sally escuchó sus propios sollozos y sus gritos sofocados, y recordó: «Ya no tienes padre. Estás sola. Debes continuar sin él. Debes ser fuerte».
Con gran esfuerzo, consiguió reprimir su llanto. Apartó la ropa de cama que la asfixiaba y se entregó al aire frío de la noche. Sólo después de recuperarse, ya tiritando intensamente, se tapó de nuevo, aunque le costó volver a conciliar el sueño.
A la mañana siguiente llegó otra carta. Logró escabullirse de la señora Rees después del desayuno y abrió la carta ya en su habitación.
La había enviado el abogado, igual que la anterior, pero el sello era británico esta vez, y estaba escrita muy correctamente. La chica sacó la única hoja de papel barato que había dentro y se incorporó con cierta brusquedad para leerla.
Foreland House
Swaleness
Kent
10 de octubre de 1872
Estimada señorita Lockhart:
No nos conocemos -usted nunca ha oído mencionar mi nombre- sólo el hecho de que, hace muchos años, conociera bien a su padre, puede justificar que le esté escribiendo. Leí en el periódico el desagradable suceso de Cheapside y recordé que el señor Temple de Lincoln's Inn solía ser el abogado de su padre. Espero que esta carta llegue a sus manos. Sé que su padre ya no está con nosotros; le ruego que acepte mi más sincero pésame.
Pero el hecho de su muerte, y determinadas circunstancias que últimamente han afectado a mis propios asuntos, me obligan a hablar con usted urgentemente. Por el momento solamente puedo explicarle tres hechos: el primero, que hay una relación con el Sitio de Lucknow; el segundo, que un objeto de incalculable valor está involucrado en el asunto; y finalmente, que su vida corre un gran peligro.
Le ruego, señorita Lockhart, que vaya con cuidado, y haga caso de esta advertencia. Por la amistad que me unía a su padre -por su propio bien- venga lo antes posible y escuche lo que tengo que decirle. Hay razones por las cuales me es imposible ir a verla. Déjeme firmar como lo que he sido, sin usted saberlo, durante toda su vida.
Su buen amigo,
George Marchbanks
Sally leyó la carta dos veces, atónita. Si su padre y el señor Marchbanks habían sido amigos, ¿por qué nunca había oído mencionar su nombre hasta la carta procedente del Extremo Oriente? ¿Y a qué peligro se refería?
Las Siete Bendiciones…
¡Claro que sí! Él debía de saber lo que su padre había descubierto. Su padre le había escrito sabiendo que una carta estaría segura allí.
Sally tenía un poco de dinero en el monedero. Se puso la capa, bajó las escaleras sin armar alboroto y salió de la casa.
Se sentó en el tren, con una sensación semejante a la de empezar una campaña militar. Estaba segura de que su padre lo habría planeado todo con la máxima frialdad, creando líneas de comunicación y centros de operaciones y forjando alianzas; pues bien, ella debía hacer lo mismo.
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