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Philip Pullman: La maldición del rubí

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Philip Pullman La maldición del rubí

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La maldición del rubí es el primer número de Sally en donde se nos presenta a una chica de 16 educada para ser una mujer independiente, en un siglo donde la mujer no lo era tanto. Sus conocimientos en economía, finanzas e inversiones igualan y superan a los mejores en su tiempo, como lo fué su padre. En fin. Sally no será lo mejor del mundo, sin embargo logra conjugar aventuras infantiles y una trama un tanto detectivesca.

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El señor Marchbanks afirmaba que era un aliado. Como mínimo podría contarle algo; nada era peor que no saber de qué se trataba esa amenaza que se cernía sobre ella…

Se fijó en los límites grises de la ciudad que daban paso a los límites también grises del campo, y contempló el mar a su izquierda. En ningún momento se divisaban menos de cinco o seis barcos deslizándose por el estuario del Támesis, algunos aprovechando el fuerte viento del este, mientras otros bajaban a toda máquina con el viento en contra.

El pueblo de Swaleness no era muy grande. Prefirió ir caminando y no coger ningún taxi desde la estación para ahorrar dinero, ya que el mozo de la estación de Foreland House le había dicho que no estaba muy lejos: a menos de dos kilómetros; «Tomando el camino que bordea el mar y después el del río», le dijo el chico. Se puso en marcha enseguida. El pueblo era triste y frío, y el río, un turbio riachuelo que serpenteaba entre las salinas antes de llegar a una lejana línea grisácea: el mar. Había marea baja; y en todo aquel panorama desolador sólo pudo ver a un ser humano.

Era un fotógrafo. Había preparado la cámara, junto con una tienda de campaña, una especie de laboratorio portátil que le servía para revelar las fotografías y que era necesaria para cualquier fotógrafo en esa época, justo en el centro de un estrecho camino al lado del río. Parecía un joven simpático, y como nada le indicaba el final del camino y no podía ver ninguna casa, decidió preguntarle qué dirección debía seguir.

– Es la segunda persona que ha pasado por aquí preguntándome lo mismo -dijo él-. La casa está allí; es una casa baja y alargada.

Le indicó el camino, señalando hacia un bosquecillo de árboles esmirriados a menos de un kilómetro más allá.

– ¿Quién era la otra persona? -preguntó Sally.

– Una señora mayor que tenía el mismo aspecto que una de las brujas de Macbeth -dijo el chico. Sally no entendió esta alusión y, viendo su perplejidad, el fotógrafo prosiguió-: Con la cara arrugada, ¿sabe? Y espantosa y todo eso.

– Ah, ya entiendo -contestó la chica.

– Mi tarjeta -dijo el joven.

Sacó una especie de papel de la nada, como si fuera un mago. Decía: «Frederick Garland, Artista Fotográfico», y le dio su dirección de Londres. Lo volvió a mirar; le gustaba ese chico; su rostro era divertido, tenía el pelo espeso, rubio, y estaba despeinado; su expresión era despierta e inteligente.

– Perdone que le pregunte -dijo ella-, pero ¿qué está fotografiando?

– El paisaje -respondió él-. No es gran cosa, ¿verdad? Quería algo tétrico, ¿sabe? Estoy probando una nueva combinación de productos químicos. Creo que será más sensible para captar este tipo de luz que los productos habituales.

– ¿Colodión? -dijo ella.

– Exacto. ¿Es fotógrafa?

– No, pero a mi padre le interesaba la fotografía… Bueno, debo seguir. Gracias, señor Garland.

El chico sonrió alegremente y volvió con su cámara.

El sendero describía una curva, siguiendo la orilla fangosa del río, y finalmente la condujo hacia la arboleda. Allí, tal como el fotógrafo le había indicado, estaba la casa, revestida de estuco desconchado y con algunas tejas del techo esparcidas por el suelo; el jardín estaba cubierto de maleza, totalmente descuidado.

Era el lugar más triste que había visto nunca. Sintió un leve escalofrío.

Se dirigió a la entrada y, justo cuando iba a llamar al timbre, se abrió la puerta y salió un hombre.

Se puso el dedo en los labios, pidiéndole que permaneciera en silencio, y cerró la puerta, esmerándose en no hacer ningún ruido.

– Por favor -dijo en voz baja-. No hable. Venga por aquí, rápido.

Sally le siguió, asombrada, mientras el hombre la conducía con rapidez hacia uno de los extremos de la casa, hasta llegar a una pequeña galería de cristal. Cerró la puerta después de que ella entrara, escuchó con atención y entonces alargó la mano.

– Señorita Lockhart -dijo él-. Soy el comandante Marchbanks.

Ella le dio la mano para saludarle. Ya era mayor, pensó, debía de tener unos sesenta años; tenía la tez amarillenta y la piel le colgaba por todas partes. Sus ojos eran obscuros y bonitos, aunque los tenía muy hundidos. Su voz le parecía curiosamente familiar y había una intensidad tan grande en su expresión que sintió cierto miedo, hasta que se dio cuenta de que él mismo también estaba asustado, mucho más que ella.

– He recibido su carta esta mañana -dijo Sally-. ¿Le escribió mi padre pidiéndole que me viera?

– No… -El hombre parecía sorprendido.

– Entonces… ¿le dice algo la frase «Las Siete Bendiciones»?

No tuvo ningún efecto. El comandante Marchbanks permaneció impasible.

– Lo siento -dijo él-. ¿Ha venido aquí para preguntarme eso? Lo siento muchísimo. El, su padre…

Ella le contó rápidamente el último viaje de su padre, y la carta que había recibido de Oriente, y la muerte del señor Higgs. Marchbanks se puso una mano en la cabeza en señal de preocupación; parecía terriblemente desconcertado y confundido.

Había una pequeña mesa de pino en la galería y una silla de madera junto a la puerta. Le ofreció la silla, y entonces habló en voz baja:

– Tengo un enemigo, señorita Lockhart, y ahora es también su enemigo. Ella (es una mujer) es muy, muy malvada. Está en esta casa ahora, por eso nos hemos tenido que esconder aquí fuera, y debe marcharse usted enseguida. Su padre…

– Pero ¿por qué?… ¿Qué le he hecho yo a esa mujer? ¿Quién es?

– Por favor…, ahora no se lo puedo explicar. Lo haré, créame. No sé nada sobre las causas de la muerte de su padre, nada de Las Siete Bendiciones, nada de los mares del sur de China, nada del comercio marítimo. Y quizá él no sabía nada de la desgracia que me ha caído encima y que ahora… No puedo ayudarla. No puedo hacer nada. Su padre se equivocó al confiar en mí…, una vez más…

– ¿Una vez más?

Vio una mirada de profunda amargura atravesando su rostro. Era la mirada de un hombre desesperado, y eso la asustaba.

Sally no podía dejar de pensar en la carta procedente de Oriente.

– ¿Ha vivido alguna vez en Chatham? -dijo ella.

– Sí. Hace mucho. Pero, por favor…, no tenemos más tiempo. Llévese esto…

Abrió un cajón de la mesa y sacó un paquete envuelto con un papel de color marrón. Medía unos quince centímetros de largo y estaba atado con una cuerda y sellado con lacre.

– Aquí podrá encontrar las respuestas que busca. Quizá, si él no le dijo nada sobre esto, yo tampoco debería… Se llevará una sorpresa cuando lo lea. Le ruego que esté preparada. Su vida corre peligro tanto si lo sabe como si no, así que al menos descubrirá el porqué.

La chica cogió el paquete. Sus manos temblaban exageradamente; él lo vio y durante un instante que resultó extraño las cogió entre las suyas e inclinó la cabeza hacia ellas.

Entonces una puerta se abrió.

El hombre se separó de un salto de la puerta, con la cara pálida, y una mujer de mediana edad los miró.

– Comandante…, está aquí, señor -dijo-. En el jardín.

La mujer tenía el mismo aspecto desdichado que él, y emanaba un fuerte olor a alcohol. El comandante Marchbanks hizo señas a Sally.

– Por la puerta -dijo él-. Gracias, señora Thorpe. Deprisa, ahora…

La mujer se apartó con cierta torpeza e intentó sonreír, mientras Sally pasaba no sin dificultades por delante de ella. El Comandante y Sally recorrieron con rapidez la casa; la chica quedó impregnada del triste sentimiento que surgía de las habitaciones vacías, de los suelos sin alfombras, de los ecos del pasado, la humedad y la desolación. El miedo del Comandante se contagiaba.

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