Maite Carranza - La Maldición De Odi

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La guerra de las brujas está próxima y la elegida no puede posponer más el momento de empuñar el cetro y destruir a las temibles Odish. Pero Anaíd, que anhela el amor de Roc y del padre que nunca tuvo, que confía en llevar la paz definitiva a las Omar, tendrá que enfrentarse a la traición, al rechazo de los suyos y a la soledad. La maldición de Odi se ha cumplido: la elegida ha incurrido en los errores, ha sucumbido al poder del cetro y hasta los muertos reclaman su tributo. Es el momento de la verdad, de la batalla definitiva entre Omar y Odish.

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– Lo siento -se disculpó Anaíd-. A veces tengo miedo.

Metztli y Coatlicue, las dos, le cogieron la mano, comprensivas. Anaíd notó cómo el bienestar de su energía volvía a invadirla.

El rugido atronó de nuevo la cañada. Metztli señaló con la cabeza. Ahí, muy cerca, como un coloso en llamas, el gran volcán Popocatepetl, de blancas cumbres, ardía y lanzaba una columna de humo poderosa.

– Está inquieto. Tendremos que aplacarlo con un sacrificio -comentó Coatlicue.

– Hace mucho tiempo que está inquieto -le respondió su sobrina.

Su tía se ratificó.

– Por eso. Está esperando a su víctima.

– Ya pasaron esos tiempos, tía.

– Hay cosas que nunca pasan Meztli, hay cosas eternas y una de ellas es el hambre de don Goyo. Yo sé lo que pide.

Metztli calló y en lugar de contradecirla, como era su estilo, contempló a su tía con respeto y comentó a Anaíd:

– Es una guardiana del fuego, una granicera .

– ¿Una qué?

– La tocó el rayo y quedó ciega. Por eso el volcán y ella platican.

Anaíd se estremeció y Coatlicue lo notó.

– ¿Tienes miedo, m'hijita?

Anaíd lo admitió.

– ¿Qué dice el Popo?

– Don Goyo dice que esperará nomás un día y luego los muertos se cobrarán su deuda.

Un día. Un solo día para recuperar su cetro, destruir a Cristine, eliminar a las Odish y luego sacrificarse para cumplir con su promesa. No podía perder el tiempo.

Se escabulló sin que ninguna de las dos serpientes advirtiera su desaparición. No tenía que preocuparse por la dirección que seguir. Su mano ardiendo era su brújula.

* * *

El husky de ojos azules corría montaña arriba con determinación. Su correa estaba mordida y se enredó entre unos matorrales produciéndole un súbito tirón. Pero el perro no se amilanó. De una arremetida se desprendió del obstáculo y continuó trepando por la ladera del volcán.

Hasta que la encontró.

Ella caminaba paso a paso con la cabeza baja y la respiración jadeante. Era pequeña y de apariencia frágil, como una muñeca de porcelana, pero engañaba. Tenía las piernas fuertes, los pulmones anchos y los dientes de acero. Sin embargo, comenzaba a acusar la falta de oxígeno. Estaba casi a cinco mil metros y el esfuerzo de la ascensión se complicaba por la altura, el viento gélido y las piedras volcánicas agudas y lacerantes que se clavaban en sus pies a través de las suelas de las botas.

Estaba a punto de alcanzar Las Cruces cuando el perro dio un salto y se lanzó encima de ella. Cayeron los dos al suelo, como un gigantesco monstruo que se revolvía y giraba sobre sí mismo en una batalla desigual. Los gritos de la chica fueron silenciados por los fuertes ladridos del animal que, feroz y resoluto, con el instinto de sus antepasados los lobos, la inmovilizó con sus cuatro patas y acercó peligrosamente su morro al cuello de la chica.

– ¡Noooo! -gritó la muchacha temiendo lo que se le avecinaba.

Pero el husky no le hizo caso y con su lengua áspera lamió sus orejas, su naricilla, su cara de porcelana y sus ojos rasgados una y otra vez agitando la cola.

– Teo, déjame, déjame te digo -ordenó Sarmik intentando en vano ponerse en pie y liberarse de su peso-. ¡Teo, uk ! -ordenó con la autoridad del conductor de trineo.

Teo respondió a la orden, se echó a un lado con mansedumbre y le permitió incorporarse.

Sarmik se quedó contemplándolo con ojos hoscos. Estaba contrariada.

– Muy mal, Teo, muy mal. Sabías que no podías venir. ¿Lo sabías, verdad?

El husky emitió un gemido y bajó la cabeza hasta hundirla entre sus patas delanteras. Había desobedecido a su ama.

– Te até con la correa para que no me siguieras y tú la mordiste, eso está muy mal.

El perro la escuchaba con la cabeza gacha.

– Tendría que castigarte…

Teo, esa vez, asumió su falta y la miró con la inocente honradez con la que sólo son capaces de mirar los perros, los caballos y los niños. Su fidelidad estaba fuera de dudas y Sarmik alargó la mano y le agarró el morro; pero en lugar de azotarlo, lo acarició cariñosamente.

– Teo, Teo, eres imposible…

Teo lamió su mano y agitó de nuevo la cola.

– Es que no quiero que te expongas. Tienes que regresar. ¿Me has oído?

Teo la oía, pero no estaba dispuesto a abandonarla de nuevo.

– Va a ser muy difícil, Teo, es mi última prueba y no sé si seré capaz de superarla.

Teo la escuchaba con devoción. Sarmik cosquilleó su testuz y señaló su collar de dientes de osa.

– La madre osa me protege y con ella estoy segura. No me haces falta.

Teo, como si la comprendiera, se entristeció.

Sarmik se puso en pie, abrió su zurrón y sacó sus últimas provisiones. Un pedazo de pescado en salazón que volvía loco al husky . Se lo mostró, permitió que lo olisqueara y luego lo lanzó con fuerza al fondo del barranco.

– Anda, ve, ve a buscarlo Teo.

Teo dudó unos instantes y Sarmik insistió.

– A por él, Teo, a por él…

Teo se lanzó en pos de la presa siguiendo a su instinto, a su estómago y a su cadena de mando. Pero el impulso le duró apenas unos metros. Algo más profundo, quizá el amor, lo hizo detenerse, dar media vuelta y seguir de nuevo a la pequeña figura que ascendía hacia la cumbre.

Esa vez, Sarmik fue incapaz de desprenderse de su fiel husky .

CAPÍTULO XXVII

El pacto de sangre

Selene estaba sentada en posición de loto, la columna erguida, la respiración pausada, los brazos majestuosamente recogidos tras su espalda y los párpados entornados. Aparentemente, su concentración era óptima, pero no tenía la mente en blanco. Por mucho que lo intentase, era incapaz de dejar de pensar y relajar el torbellino de sensaciones que acudían en tropel para mezclarse en un cóctel explosivo familiar: las emociones. Las malditas emociones habían secuestrado su voluntad otra vez y no podía sobreponerse a las noticias que acababa de recibir de sus acólitas.

Hacía tan sólo unas horas se había enterado de que Anaíd había regresado con vida del Camino de Om. Anaíd, su pequeña, su niña, estaba viva. Ésa fue la primera noticia que recibió y se sintió estallar de alegría cuando la joven Metztli le relató la aparición casi milagrosa de una joven loba en la cueva de su tía, la serpiente Coatlicue, en la falda del Iztaccíhuatl. Le explicó que tenía los ojos azules como el mar, la piel blanca y la marca de la gran madre loba en el dorso de su mano; que había recorrido un largo viaje y estaba exhausta, pero que había desaparecido como por ensalmo.

Selene la esperó con ansiedad durante horas. Por fuerza tendría que acudir a su lado para pedirle ayuda. No sólo era su madre, ahora también se había convertido en la gran matriarca, puesto que se había visto obligada a asumir el mando de la guerra y el falso papel de elegida para no dejar huérfanas de liderazgo a las Omar. Las matriarcas que conocían su secreto guardaron silencio al descubrir el poder de la fe en el mito, y la confusión creada en torno a las identidades. Sólo unas pocas conocían el nombre de Anaíd, la elegida maldita, pero callaban porque su naturaleza Odish era un secreto ominoso. Además, fue el azar el que la eligió un día en que una joven ardilla visionaria se arrodilló ante la pelirroja Selene, a orillas del lago Nahualac, cuando se disponía a organizar un batallón, y la aclamó como a la elegida. Muchas otras la imitaron, el rumor creció y, en lugar de desmentirlo, las matriarcas pidieron a Selene que asumiese ese nuevo papel. Hasta que finalmente acabó por instalarse en el ánimo de todas que Selene era la elegida de la profecía. La profecía estaba demasiado arraigada en las creencias de las Omar y no podían defraudarlas. Durante generaciones hablaron de la loba del cabello de fuego que empuñaría el cetro con su fuerza sobrenatural y se enfrentaría con su magia a las temidas Odish liberándolas de milenios de opresión. Y Selene estaba espléndida en su papel. Había iniciado una revuelta y había levantado el clamor de guerra de las gargantas de los clanes.

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