Bridget, a su vez, la reconoció.
– ¿Eres tú la elegida? ¿La elegida de la profecía?
Anaíd supo que en ese momento su pelo era completamente rojo tal y como la profecía anunciaba.
– En efecto, soy la elegida, Anaíd Tsinoulis, hija de Selene, nieta de Deméter, del clan de la loba, y deseo pedirte a ti, el espíritu de Bridget, un gran favor…
Y Bridget, la bruja indomable del monte Domen, que no se amilanó ante los soldados ni la hoguera, y que mientras moría pronunció la maldición que condenaba a los amantes del monte Domen a vivir en desgracia el resto de sus días, se arrodilló humildemente ante la elegida.
– Todos los favores que te pueda conceder serán tuyos.
* * *
La muchacha avanzaba por las calles de la ciudad de Veracruz con su fiero perro husky firmemente sujeto de la correa. A nadie llamaba la atención su pelo largo y enmarañado, su exótico collar de dientes de oso y su aspecto desaliñado. Muchos peregrinos venían desde muy lejos para encomendarse al saber de las brujas. Muchos arrastraban consigo penas y enfermedades que sólo la sabiduría ancestral de la magia era capaz de sanar.
A aquella hora fronteriza entre los últimos noctámbulos y los primeros madrugadores, ninguna guitarra rasgaba la noche y alegraba el cuerpo con ritmos de bambas y huapangos. Las arcadas bajo las que se refugiaban los viejos cafés y las orquestinas estaban vacías, y las blancas fachadas solitarias de sus edificios recibían la luz fantasmagórica del amanecer sin las sombras de los paseantes.
Por eso nadie se fijó en ella ni se sorprendió de su extraño comportamiento cuando se arrodilló junto al perro y lo besó antes de atar su correa firmemente; tres vueltas dio, una detrás de otra, a una farola parpadeante.
Luego, la muchacha se alejó del hermoso animal que, al comprender que lo abandonaba, luchó denodadamente con su correa para liberarse y correr tras su dueña. Fue en vano.
Y mientras la figura de la chica se perdía entre las callejuelas sucias de la ciudad portuaria, el husky elevaba su hocico triste a la luna aturdida de luz matutina y aullaba largamente con un aullido desgarrador. Una bruja Omar del clan del colibrí despertó de su duermevela y formuló un conjuro rápidamente. Era un mal presagio.
En la falda del Iztaccíhuatl
Anaíd se sintió cálidamente acogida. Unas manos amorosas, acostumbradas a traer niños al mundo y masajear pieles sin estrenar, amasaban sus músculos cansados uno a uno, con profesionalidad, como si su cuerpo fuese la masa dulce y esponjosa de un pastel de manzana a punto de meter en el horno. Le retornaron la sensibilidad, el tacto y las cosquillas.
– No, por favor, no aquí no.
Tenía unas terribles cosquillas en la planta de los pies y las manos mágicas se habían empeñado en descubrir los recovecos de su talón y su puente, arrancándole enormes carcajadas.
– ¡Ahí, no, no que me muero!
Las manos se detuvieron inmediatamente.
– No, mi amor, no se me muera. Acaba de regresar de la muerte, que yo la encontré medio muerta.
Esa voz cálida, su propia risa, las cosquillas, el frío que sentía en las piernas y una ligera pero pertinaz sensación de hambre le permitieron deducir una cosa sencilla: estaba viva. ¡Qué maravilla!
Abrió los ojos inmediatamente y contempló a la espléndida mujer que la acunaba en su regazo como si fuera una niña. Y así se sentía Anaíd con su cara hundida en el mullido pecho de una matrona de piel cobriza con rasgos indígenas, ataviada con un ornamento peculiar, una media luna de plata suspendida del tabique nasal.
– ¿Dónde estoy?
– Bienvenida al mundo de los vivos, mi niña. Está usted en la cueva de Mipulco, en la cañada de Mipulco, a los pies de Rosita.
Anaíd no comprendió bien.
– ¿Te llamas Rosita?
La risa fresca y desenfadada de la mujer la convenció de que efectivamente la mujer también estaba bien viva.
– Mi nombre es Coatlicue Yacametztli, hija de Xóchiltl y nieta de Cuauhtli, del clan de la serpiente de la tribu azteca. Rosita es el nombre de nuestra montaña, la mujer blanca, la hermosa Iztaccíhuatl.
Una Omar. ¿La había reconocido?
– ¿Y el Popocatepetl?
– El Popo está aquí mismo, don Goyo está en la esquina velando a Rosita.
Vaya. Eso quería decir que había salido en el lugar adecuado. ¿La estarían esperando las Omar? ¿No sería una trampa? O a lo mejor no sabían quién era ella.
Anaíd quiso presentarse, pero tenía la boca seca y las palabras se le encallaban en el paladar.
– Soy Ana… noulis…
– No hable, m'hijita, y beba, que tiene la garganta seca, y coma también unas migajas para reponer fuerzas. Y escúcheme bien que tengo que platicar con usted seriamente.
Le ofreció un cuenco con una bebida blanca y se lo acercó a la boca ayudándola a beber. Era una bebida alcohólica y se atragantó, pero la buena mujer insistió.
– Beba, m'hijita, es pulque, aguamiel fermentado del maguey, bebida sagrada que sana a los enfermos.
Anaíd obedeció y sintió un agradable cosquilleo que retornó el calor a su cuerpo.
– Y ahora, m'hijita, usted y yo haremos una linda plática a solas.
Anaíd la escuchó atentamente.
– Sepa que todas se han vuelto locas y que en su mano he detectado el signo de la cordura de las lobas, la señal de los dientes de la gran loba madre. Y mis manos descubrieron su energía. Si es usted poderosa, m'hijita, ayúdeme a que recuperen la sensatez.
Anaíd no la comprendía.
– ¿Quiénes se han vuelto locas?
– Las jaguar, las colibrí, las serpientes emplumadas… Andan como gallos peleoneros lanzando bravatas y consignas de guerra y diciéndose unas a otras que vencerán a las Odish.
Anaíd continuaba sin entender muy bien. ¿Los clanes jaguar, colibrí…? ¿Las Omar se estaban armando? Anaíd sonrió. ¿Era posible que por fin las Omar hubieran abandonado su actitud victimista?
La matrona de grandes pechos tomó delicadamente entre sus dedos unas pastitas fritas del tamaño de un dedo meñique, las metió dentro del pan, le hizo una torta, las untó con un poco de chile y se lo ofreció a Anaíd.
– Coma, m'hijita, que quedó muy débil. ¿De dónde vino? ¿Hizo un largo viaje?
Anaíd asintió para darle a entender que su viaje había sido fatigoso y largo, pero la mujer pareció no verla. Anaíd masticó con hambre, era muy sabroso.
– En cuanto recupere sus fuerzas me ayudará a poner orden. Parece muy joven, pero con su marca y su carisma la respetarán. Mi sobrina ya no me escucha ni me obedece, está aprendiendo a luchar con una serpiente etrusca descarada de pelo corto que se desdobla ante las Odish con su atame y salta como una pulga -alzó la cabeza hacia el techo de la cueva y juntó las manos en una plegaria-. ¿Acaso la madrecita O se largó y nos abandonó?
– ¿Aurelia? -se sobresaltó Anaíd.
– ¿La conoce?
– Oí hablar de ella; es la nieta de Lucrecia.
La serpiente se lamentó.
– La gran serpiente Lucrecia matriarca de la tribu etrusca fue una dama respetada, pero su nieta se chaló nomás.
Anaíd se sintió animada.
– ¿Aurelia está aquí?
– Pues claro, m'hijita, llegaron las serpientes, las lobas, las tortugas, las águilas, las osas… Llegaron por los aires a miles, las escupieron las panzas de los aviones y cayeron sobre las cañadas como una plaga.
Era extraño. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que Anaíd se hundió en las profundidades del Camino de Om?
– ¿Qué día es?
– Para ustedes día 20.
– ¿De qué mes?
– De septiembre.
Anaíd se atragantó. Habían pasado tres largos meses desde que desapareció en las profundidades del Teide. ¿Qué había sucedido en ese tiempo? Dio un enorme mordisco a su deliciosa tortita. Bebió un poco más de pulque y tragó los últimos restos del manjar chupándose los dedos. Las Omar habían decidido actuar y aquella matriarca no la había reconocido. Creía que era una de tantas. ¿Tal vez su pelo estuviese tan sucio que no se reflejase su color rojo?
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