Maite Carranza - La Maldición De Odi

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La guerra de las brujas está próxima y la elegida no puede posponer más el momento de empuñar el cetro y destruir a las temibles Odish. Pero Anaíd, que anhela el amor de Roc y del padre que nunca tuvo, que confía en llevar la paz definitiva a las Omar, tendrá que enfrentarse a la traición, al rechazo de los suyos y a la soledad. La maldición de Odi se ha cumplido: la elegida ha incurrido en los errores, ha sucumbido al poder del cetro y hasta los muertos reclaman su tributo. Es el momento de la verdad, de la batalla definitiva entre Omar y Odish.

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– ¿Y qué le dirás a Valeria? ¿Que cambias la vida de su hija por la de la tuya?

Selene estaba fuera de sí.

– Anaíd es la elegida, ella nos salvará, no puede morir.

Pero Karen era médico y tenía un sentido estricto de la muerte por muy injusta que pareciese a veces.

– ¿Cómo se te ocurre intercambiar vidas ajenas? Cálmate de una vez y actúa con sensatez.

Selene reaccionó. Karen tenía razón, estaba desvariando. Es que se sentía tan desesperada, que cualquier idea que supusiese una esperanza de mantener a Anaíd con vida, por descabellada que fuese, era un clavo ardiendo al que agarrarse.

Valeria se les unió silenciosamente; había hecho sus pesquisas.

– Me he conectado a Internet y he estado consultando las últimas visitas que han hecho desde casa. He descubierto dos cosas. Que tengo una tarjeta en números rojos y que Clodia, Dácil y Roc estan camino de México.

Una nueva idea bulló en la cabeza alocada dé Selene. Se puso en pie.

– Rápido, vamos.

Valeria se sorprendió.

– ¿A México?

Selene reaccionó.

– Claro. Ahí están las Odish, tienen el cetro de poder; si arrebatamos el cetro a Cristine, volveremos a ser poderosas. Somos muchas Omar.

Karen suspiró, por fin Selene entraba en razón.

– Y entonces ofreceré el cetro a Anaíd y será su salvación -añadió.

Karen intentó hacerla regresar a la realidad.

– Selene, no vuelvas a las andadas. No puedes hacer nada para modificar el destino de Anaíd.

Selene apretó los puños.

– Sí puedo y voy a hacerlo.

Y ante la sorpresa de Karen y Valeria, se arrodilló en el suelo frío del zaguán y rozó los labios contra las baldosas mientras hilaba una súplica confusa.

– Señores de la muerte que reináis sobre los vivos, soy Selene Tsinoulis, a quien escuchasteis con vuestra infinita bondad años atrás y me concedisteis vuestra justa sentencia.

La tierra tembló bajo los pies de las Omar y Karen sintió cómo el miedo se adueñaba de ella.

Selene, sabiéndose escuchada, continuó.

– Oh, señores poderosos, desde la humildad de mi cuerpo mortal os suplico el perdón de mi hija Anaíd, cuya vida vosotros mismos me concedisteis.

Selene calló y el silencio se adueñó del zaguán. No había suficiente. Selene sabía cuál era el precio que los muertos aceptarían.

– Os ofrezco a cambio mi vida, grandes y generosos señores. Si Anaíd regresa al mundo de los vivos para empuñar el cetro y cumplir con su destino, acudiré hasta vosotros y me ofrendaré.

El suelo tembló de nuevo y a lo lejos se oyó el aullido solemne de la loba. Esta vez, hasta la valiente Valeria se estremeció.

– Deméter, te lo ruego, intercede por mí y por mi hija y consigue salvar su vida.

Valeria y Karen sintieron un escalofrío en su espalda al percibir la caricia de una mano fría que rozaba sus rostros y se detenía en la mano de Selene estrechándola a modo de pacto.

¿Acaso los muertos aceptaban su sacrificio?

CAPÍTULO XXV

La justicia de los muertos

La luz que envolvía a Anaíd y que amenazaba con desintegrarla parpadeó levemente. Una voz que provenía de la oscuridad circundante la había interceptado.

– Esperad, os lo ruego.

La luz disminuyó su intensidad y se alejó de ella. Los muertos atendieron al ruego y Anaíd reconoció la voz de su abuela Deméter.

– Esperad, por favor, y escuchadme. Soy Deméter Tsinoulis. Mi hija Selene y mi nieta Anaíd, de mi propia sangre, se han inclinado ante vosotros. Deseo interceder por ellas.

– Te escuchamos, gran Deméter.

Anaíd contuvo la respiración.

– Anaíd, la elegida, ha transgredido las leyes de los muertos y os ha arrebatado un cuerpo que era vuestro, el de la pequeña Dácil. Pero si bien es cierto que actuó hechizada por la maldición de Odi, y que estáis en vuestro derecho de cobraros esa vida, ella bajó hasta aquí para pediros justicia y rigor sobre la nigromante Baalat. No podéis desatender su petición. Por vuestra piedad y bondad, os conmino a destruir a Baalat.

Los murmullos sustituyeron al silencio y una voz del Consejo de los Muertos respondió a Deméter.

– Tu ruego es razonable. Antes de ofrecernos su vida, Anaíd tiene derecho a saber si su petición es atendida. Deliberaremos.

Deméter les interrumpió.

– Os suplico que deliberéis también sobre la misión de la elegida. Debe destruir a las Odish para que de una vez para siempre vuestras leyes sobre la vida y la muerte sean obedecidas. Por ello debe regresar al mundo de los vivos y eliminar todo vestigio de inmortalidad. Os suplico, gran Consejo de los Muertos, vuestra generosidad y sabiduría para que las profecías puedan hacerse realidad. Una vida ha sido ofrecida en su lugar. Os ruego que la aceptéis.

Anaíd sintió cómo las palabras de su abuela le hacían recuperar la esperanza perdida y, cuando los muertos se retiraron a deliberar y a su alrededor sintió un enorme vacío rodeándola, se atrevió a levantar levemente la cabeza.

– ¿Abuela? -preguntó con cautela reconociendo sus elegantes pies.

– Anaíd, cariño, has sido muy valiente.

Anaíd se sintió pequeña.

– Abuela, ¿puedo mirarte?

– Sí, preciosa.

Anaíd levantó los ojos y se extasió en la contemplación de la imagen serena de su abuela Deméter. Sus ojos grises, su largo pelo trenzado hasta la espalda, sus facciones generosas, sus poderosas manos. Sonreía con severidad. En esos momentos era todo lo que necesitaba: una rectitud condescendiente, un amor recto.

Se puso en pie lentamente y tendió sus manos hacia ella. Aunque su tacto fuese frío, irradiaba fuerza.

– Abrázame, abuela, abrázame.

Los brazos de Deméter la rodearon y le infundieron tranquilidad. Ya no estaba sola. Su respiración se acompasó y sus pensamientos confusos cobraron orden y forma.

– Abuela, no quería ser una Odish, no quería pertenecerles a ellas.

Deméter la consoló.

– Lo sé.

– No quería sentirme atraída por la sangre ni por el poder.

– Lo sé.

– A lo mejor…, a lo mejor sería preferible que muriese.

– No, Anaíd.

– ¿Y si regreso al mundo de los vivos y mi sangre Odish me impulsa a atacar a las Omar? Me volvería loca.

– Ahora ya eres consciente de ello, puedes luchar en contra.

– ¿Cómo?

– Dominándote. Sintiéndote arropada en el amor ajeno.

Anaíd suspiró.

– Me odian: Elena, Karen, Criselda, Selene, Roc. Todos me odian, hasta Dácil me traicionó.

Deméter la calmó.

– No es cierto. Dácil quería impedir que murieses; por eso avisó a Ariminda de tu llegada y le rogó que te salvase la vida.

Anaíd sintió que esta nueva información le daba el valor que había perdido.

– ¿Dácil sufría por mí?

– Y Selene.

Anaíd notó cómo se le calentaba el corazón.

– ¿Selene también?

– Ha ofrecido su vida por la tuya.

Anaíd sintió que la sangre se le paralizaba en el cuerpo.

– No puede ser.

– Lo es. Casi todas las madres estarían dispuestas a hacerlo por sus hijos.

Anaíd sintió un ahogo.

– ¿Tanto me quiere, entonces?

– Claro que te quiere, con locura.

– ¿Y Gunnar?

Deméter calló unos instantes.

– Anaíd, el gran Consejo de los Muertos está aquí.

En efecto, los muertos la rodearon y el haz de luz que la había deslumbrado unos minutos antes volvió a herir sus retinas. Inclinó inmediatamente su cabeza y se dispuso a escuchar su sentencia con resignación.

– Gran Deméter, el Consejo de los Muertos ha deliberado y ha tenido en cuenta tus ruegos. Atendiendo a vuestra petición de impedir que la nigromancia de Baalat subvierta más las leyes de los vivos, hemos decidido que Baalat debe morir. Le negamos su posibilidad de reencarnarse eternamente y jugar con la vida para arrebatar la ajena.

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