Maite Carranza - La Maldición De Odi

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La guerra de las brujas está próxima y la elegida no puede posponer más el momento de empuñar el cetro y destruir a las temibles Odish. Pero Anaíd, que anhela el amor de Roc y del padre que nunca tuvo, que confía en llevar la paz definitiva a las Omar, tendrá que enfrentarse a la traición, al rechazo de los suyos y a la soledad. La maldición de Odi se ha cumplido: la elegida ha incurrido en los errores, ha sucumbido al poder del cetro y hasta los muertos reclaman su tributo. Es el momento de la verdad, de la batalla definitiva entre Omar y Odish.

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¿Y si simplemente no había nadie? Era una posibilidad en la que no había querido pensar. Toda aventura precipitada conlleva un riesgo. Su riesgo era regresar a Taormina con las manos vacías y la tarjeta de su madre en números rojos. Quizá eran dos riesgos: tendría que enfrentarse a su fracaso y a su madre. ¿Y Mauro? Tendría que sumar un tercer riesgo. Perder a Mauro.

Dejó de pensar para no añadir más madera. Siempre que se ponía a ello era tan capaz de acumular ideas maravillosas como problemas horrendos. Era simplemente excesiva.

Estudió la situación con calma. Puesto que había viajado desde tan lejos, sería una estupidez quedarse en la puerta. Entraría. Con o sin llaves. Y entró a tientas. Una vez dentro conjuró una linterna y avanzó paso a paso rogando no quedar atrapada en ninguna telaraña pegajosa. A buen seguro que el grito se oiría en Varsovia. Los bichos que le daban más asco del planeta Tierra eran esas repugnantes arañas peludas montañesas de muchas patas con los ojillos colgando y la boca babeante de hilo y repleta de sierras tremebundas para despedazar a sus víctimas. Y eso que no eran insectos. Lo tenía claro porque siendo niña su profesor de naturales le metió un rollo insoportable corrigiéndola por llamar insecto a una araña. Era cosa de patas. Que si seis, que si ocho. ¿Y qué importaba si un bicho de ésos tenía seis u ocho patas? Fuesen las que fuesen, así, a simple vista, parecían un montón. Y ya podían llamarlas insectos, arácnidos o bestias. Le continuarían dando el mismo asquito.

Y de pronto la vio. Estaba ahí, esperándola a ella. Una inmensa araña. Clodia estaba convencida de que así era y en ningún caso se le ocurrió que ella fuera algo paranoica. Era una sombra de un bicho gigantesco compuesta por unos tentáculos largos, muchos -no los contó, claro-, más o menos a bulto, los que tiene una araña.

Clodia no gritó con un grito espeluznante. Clodia no se desmayó ni echó a correr. Clodia sacó arrestos de su sangre siciliana y, saltando como hicieron sus antepasadas sobre los primeros romanos que cayeron en su isla, arreó un buen porrazo con la linterna a la supuesta araña.

Enseguida se dio cuenta de dos cosas.

De que las arañas no gritan y de que no era tan cobarde como creía.

Recogió la linterna del suelo y enfocó a su víctima. Era ni más ni menos que la mano larga y esbelta, con sus cinco dedos, de una chiquilla con cara asustada. Clodia se disculpó como pudo.

– Lo siento, creía que eras una araña.

En cuanto lo hubo dicho, le pareció la excusa más absurda del mundo. Pero la niña sonrió y a Clodia le pareció ver una preciosa mariposa volando sobre su rostro. Era una sonrisa amable, cariñosa. Le tendió la mano y la ayudó a levantarse.

Congeniaron enseguida. Dácil y Clodia hicieron buenas migas en cuestión de minutos. A su manera, a su estilo, ambas compartían la misma preocupación: Anaíd. Y de forma tácita y sin confesárselo, tenían el mismo propósito: ayudarla.

Sin embargo, Dácil tenía muchísima más información que Clodia. La puso al corriente en la cocina, mientras comían unos deliciosos espaguetis a la carbonara cocinados con un hechizo prohibido. Clodia masticaba ansiosa.

– Entonces, ¿Anaíd ofreció el filtro de amor bebió de la copa prohibida y formuló el conjuro de vida?

Dácil la defendió.

– La condesa la engañó y me salvó la vida a mí.

– Qué horror.

– Ella no quería…

– Pero lo hizo -afirmó Clodia, práctica.

Dácil se estremeció.

– Está maldita y morirá.

Clodia no lo entendió bien.

– Es una Odish. No puede morir.

Dácil se empecinó.

– Oí a Selene perfectamente. La maldición de Odi la condena a morir.

Clodia se atragantó. Una cosa era matar a un conejo, otra era hablar de la muerte de una amiga.

– ¿Pero cuándo? ¿Cómo? ¿Dónde?

– En el Camino de Om, en el reino de los muertos. Si entra, no podrá salir.

Clodia estaba horrorizada.

– ¿Quieres decir que Anaíd iba a emprender el camino ella sola?

Dácil asintió. Estaba familiarizada desde muy joven con ello y no le producía miedo, pero era comprensible que la sola mención del camino de los muertos helase la sangre a los vivos.

– Pero no lo hará.

– ¿Cómo puedes estar tan segura?

– Ariminda se lo impedirá.

– ¿Quién es Ariminda?

– Mi maestra, la encargada de abrir la puerta a la elegida y conducirla a la morada de los muertos.

Clodia sintió frío.

– ¿Y por qué se lo impedirá?

– Yo misma la avisé de su llegada. Yo le pedí que la capturase y que no la dejase entrar en el reino de los muertos.

Clodia se tranquilizó.

– Y si no entra en el camino, ¿adónde se dirigirá?

Dácil se encogió de hombros.

– Se supone que donde esté el cetro de poder. El cetro la atrae, ella irá donde esté el cetro.

Clodia se frotó las manos. Llegados a ese punto podría ser útil. Se quedó mirando a Dácil.

– ¿En este pueblo hay conejos o gallinas?

Dácil abrió los ojos asombrada.

– ¿Te has quedado con hambre?

La risa de Clodia sí que se oyó hasta en Varsovia, pero era tan fresca y natural que fue un magnífico augurio, como la gallina sacrificada que Dácil consiguió con mucha maña.

Las vísceras, esa vez, hablaban claro, pero aunque Clodia se esforzase en enseñar a Dácil a desentrañar el misterio de los surcos y los signos que escondían, la niña guanche sólo veía pedazos sanguinolentos de hígado, riñones, pulmones y corazón. Atendió con ganas de vomitar a los vaticinios de Clodia.

– ¿Ves este reguero de aquí? Significa una humareda, y este espacio es agua, y esta vena, fuego. Sólo puede ser un volcán, un volcán en erupción cerca del mar.

Dácil se llevó la mano a la boca.

– El Teide.

– O el Etna, o el Vesubio, o el Snaefellsjökull . Hay muchos volcanes en islas o cerca del mar. Pero el corazón nos indica otra cosa. ¿Ves este surco tan pronunciado? Es un arma. Y la mano que la sostiene indica un guerrero. Y esta curva dulce indica mujer, y esta señal… puede ser aburrimiento…

Clodia comenzó a barajar hipótesis.

– El guerrero aburrido y su mujer. El aburrimiento de la lucha de las mujeres. La guerra de las aburridas mujeres. Los aburridos guerreando ante sus mujeres…

Dácil se estaba durmiendo. Y Clodia la zarandeó.

– Ayúdame, por favor, piensa.

Dácil se inclinó y bostezó.

– Lo siento, pero cuando me da el sueño…

Clodia abrió los ojos y aplaudió.

– ¡Sueño! Eso es. Tedio, aburrimiento, sueño. Son sinónimos.

Dácil se asombró.

– ¿El guerrero con sueño?

– O el sueño del guerrero.

Ninguno de los dos enunciados le sugería nada. Pero Clodia no se dio por vencida.

– El guerrero somnoliento.

– O dormido.

– ¿Y por qué el guerrero siempre? ¿No has dicho que había una mujer?

Clodia se avergonzó de su pensamiento misógino. La aplaudió.

– ¡Eso es! ¡La mujer dormida! ¡Ya lo tengo!

– ¿Y el guerrero humeante?

– Es el que sostiene la antorcha. Es la montaña humeante, el guerrero que veló el sueño de su amada, la doncella blanca, dormida. Muerta.

– ¿Y qué significa?

– El nombre con el que se conoce al volcán Popocatepetl y a la montaña Iztaccíhuatl.

Las dos callaron. Dácil se frotó los ojos. Se había despertado de golpe.

– ¿Y dónde están?

– En México. En América.

Dácil se ilusionó.

– Mi madre también está en América. Vive en Nueva York.

– ¿Sabes qué hora es allí?

– Como unas siete horas más temprano.

Clodia estaba haciendo sus propias elucubraciones.

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