Notó un contacto frío sobre su cabeza y se estremeció. Las manos de los muertos estaban acariciando sus cabellos con lentitud, con delectación.
– Tu vida, Anaíd -susurró una voz inteligente.
A punto estuvo de levantar su cabeza, pero la mano de un muerto se lo impidió con firmeza.
– Queremos tu vida -repitió una voz dulce.
Anaíd supo que esa dulzura encubría una firmeza más peligrosa que la agresividad. Querían su vida y ella no podía defenderse.
– La vida de la elegida nos pertenece.
– ¿Por qué? -preguntó con un hilillo de voz.
– Infringiste las leyes de los muertos retornando la Dácil.
– Yo no quería -se lamentó Anaíd.
– Lo hiciste -replicó una voz más gruesa.
– Os suplico perdón -musitó arrepentida.
– La vida y la muerte no entienden de perdón. Estás aquí, entre nosotros, y ya no te irás. Has venido por tu propia voluntad al lugar donde te corresponde quedarte.
– Sólo pagarás tu deuda con tu vida, tal y como la maldición de Odi estableció.
Anaíd notó que la luz se hacía más y más y más intensa y comenzaba a lamer sus manos y sus pies como las llamas de una hoguera. Sabía que esa luz la atraparía y que perdería la vida.
Un grito desesperado se escapó de su garganta todavía viva.
– ¡No quiero morir!
* * *
– ¡No quiero morir! -gritaba la joven inuit retorciéndose desesperadamente sobre la litera de la enfermería.
– ¡Sujetadla! -ordenó Ismael Morales, el capitán del carguero, molesto.
Hacía una semana que había sorprendido a la muchacha de polizón en la bodega junto a su perro y su mirada suplicante le recordó a su sobrina. Se compadeció de ambos, hizo la vista gorda a las ordenanzas y les permitió continuar su viaje hasta el puerto de Veracruz, pero ahora esa decisión, motivada por su exceso de sentimentalismo, le traería problemas con la policía.
Al poco de atracar en puerto y antes de poder desembarcar, la chica había comenzado a gritar como una posesa y los dos miembros de la tripulación que acudieron a sujetarla y a trasladarla a la enfermería no bastaban para reducirla. Había tenido que acudir él mismo en persona para comprobar la fuerza sobrenatural de la pequeña inuit. Llegó con el médico de a bordo, más acostumbrado a desinfectar heridas o hacer pasar borracheras que a tratar el ataque de nervios de una chica. Y ahora, el médico, un inglés de Yorkshire, ni tan siquiera podía clavarle la inyección que pretendía. ¿Quién le pedía que se metiese en semejantes líos?
– ¡¡¡No quiero morir!!! -gritaba la muchacha retorciéndose y llevándose la mano al cuello como si intentase desprenderse de algún garrote que la atenazase.
– Sujetadla -ordenó el capitán Morales de nuevo.
Pero quizá el médico también hubiese tomado una copa de brandy de más, porque no acertaba con la aguja y, en lugar de clavarla en el brazo blanco y suave de la inuit, lo que hizo fue lastimarse con los dientes del collar de oso que adornaban el cuello de la chica.
– ¡Quitadle ese collar! -mandó furioso el médico.
El capitán Morales transfirió la orden a un mulato de Santo Domingo aficionado a la salsa y devoto de la Virgen de Guadalupe por parte de abuela, oriunda de Puebla. Pero el muchacho rozó un diente de oso, quedó inmóvil y negó con la cabeza.
– Me ha echado mal de ojo, capitán.
– Quítaselo te digo -exigió el médico.
– Es una bruja -afirmó el chico soltándola asustado.
El médico estaba furioso.
– ¡Maldita sea! Quitadle ese collar o mando que os cuelguen del palo mayor.
El otro marinero, un coreano, también se echó atrás. Compartía las mismas sensaciones que el marinero mulato.
– Malos espíritus.
Ismael Morales decidió actuar él mismo. A sus cincuenta y seis años sabía por experiencia que las tripulaciones podían ser obtusas y terriblemente supersticiosas, y que a veces era mejor pasar por encima de esas minucias. Así pues, acercó su mano al bonito collar dispuesto a arrancarlo, pero en cuanto lo tocó fue sacudido por un potente calambrazo. Levantó la mirada y recibió el impacto de la mirada oblicua y tremebunda de la chica, una mirada inhumana, poderosa. No lo reconocería jamás, pero había sentido miedo de verdad.
– ¡Capitán! ¡Capitán! -entró un chaval jadeando-. Los de aduanas, que le reclaman para la carga.
Una excusa magnífica, se dijo levantándose de un salto y escabullándose de colaborar con la orden que él mismo había dado de hacer callar a la chica.
– Ahora vuelvo -musitó avergonzado, sin mirar atrás y dejando al médico al mando de semejante panorama.
En su descarga se justificó aduciendo que los médicos estaban más acostumbrados a bregar con locos.
El capitán Ismael Morales regresó unas horas más tarde y de bastante mejor humor. Había compartido risas, puros y copas con los de aduanas y les había llenado los bolsillos para que le permitiesen pasar su carga sin más contratiempos. Ya se había olvidado del incidente de la muchacha esquimal y abrió la puerta de la enfermería. No estaba preparado para enfrentarse al espectáculo dantesco con el que topó.
Los muebles estaban esparcidos, arrancados, troceados y astillados; las paredes, manchadas de sangre, y en una litera yacía el cuerpo del médico.
El capitán Morales acudió a su lado y revisó su cuerpo para hallar su herida, pero pronto notó cómo su pecho subía y bajaba acompasadamente. Estaba vivo, sólo que tenía su propia jeringa clavada en su brazo. Estaba anestesiado.
Un gemido llamó su atención.
Le había pasado inadvertido el otro cuerpo. Pablo, el dominicano, estaba acurrucado contra una esquina del camarote, en posición fetal, protegiendo su cabeza y balanceándose de atrás adelante.
– Pablo, Pablo, ¿qué ha pasado? El capitán le zarandeó por los hombros y finalmente le sostuvo la cabeza para interrogarlo, pero lanzó un grito. El chico tenía el rostro pintado de sangre y una expresión de horror grabada en la retina. Era incapaz de razonar o responder a sus preguntas.
– ¿Y la chica?
Pablo comenzó a llorar y a repetir:
– El demonio, el demonio, el demonio.
Del coreano nunca más se supo nada.
La conjura de la amistad
Había anochecido ya y soplaba viento del Norte. Clodia lo notaba en sus piernas y en sus brazos, tenía carne de gallina y eso quería decir que estaba helada de frío. Lo suyo no era el clima pirenaico. Caminaba por las callejuelas empedradas procurando pasar inadvertida, con su mochila a la espalda, comprada en el aeropuerto con la tarjeta de su madre, y un bonito sombrero de fieltro azul turquesa de alas anchas que le tapaba media cara. Se había encaprichado de él y se lo había permitido. ¿Por qué no? Como Mauro, como el bocadillo de chorizo que se comió nada más poner los pies en España, como el lujoso hotel donde había dormido y donde había desayunado en Madrid. Carpe diem. ¿Qué más daba un kilo de más, o un curo de menos, o un beso de más o menos? Lo importante era disfrutarlo y no posponerlo.
Pero ahora, en ese pueblucho helado, ventoso y vacio, aunque lleno a rebosar de perros ruidosos que ladraban a su paso, no estaba disfrutando nada. Y menos al plantarse ante la casa de Anaíd y darse cuenta de que no había ni una sola señal de estar habitada. Las puertas y ventanas estaban cerradas a cal y canto, las persianas echadas y las luces apagadas. Parecía bastante evidente que sus moradoras no habían salido a tomar una pizza y que no estaban a punto de regresar. El silencio era demasiado obvio. Se acercó a la pared y puso en juego sus poderes. No se oía ni una risa, ni un paso ni un… Le pareció oír un roce.
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