Así pues los rebasó. Avanzó junto a ellos, por la linde del camino, a su vera. Ninguno levantó la mirada para verla pasar. Ninguno se quejó porque no aguardase su turno o no se resignase a esperar. Anaíd fue caminando, caminando, caminando hasta que, al girar un recodo, en lontananza, adivinó el motivo de la larga cola. Una laguna se extendía a sus pies y una única barca realizaba el trayecto hasta la otra orilla. Miró a lo lejos siguiendo la trayectoria de la barca y distinguió las murallas de una enorme fortaleza que se alzaba en el otro lado de la laguna.
Ése era por fin el reino de los muertos.
Avanzó presurosa. Su objetivo estaba cerca. Podía verlo. Llegó hasta el embarcadero y se colocó en primer lugar, junto a los afortunados que tal vez llevaban años esperando a ser embarcados. Esa vez la espera no se le hizo tan larga. Podía tocar su meta.
Y cuando el barquero lanzó su cuerda y amarró la barca al muelle para recibir al nuevo pasaje, Anaíd se dio cuenta de que todos los que estaban a su lado llevaban en la mano una moneda. No importaba el tamaño, la antigüedad ni el valor. Las había de cobre, de cinc, de plata, de oro. Todos tenían una moneda. Ella no. Esperó a observar qué sucedía y vio que uno a uno los pasajeros entregaban la moneda al barquero, un siniestro personaje vestido ion harapos y tocado con un sombrero de ala ancha que, antes de permitirles la entrada, extendía la palma de su mano, recogía la moneda y, únicamente entonces, autorizaba su paso.
Anaíd se armó de valor y avanzó a sabiendas de que el barquero le exigiría el pago del transporte. Y así fue.
Anaíd se disculpó con un gesto. Un gesto de estupor o de desconcierto que quería decir: nadie me dijo que tenía que traer una moneda.
El barquero se la quedó mirando.
– Tu moneda -le pidió.
Anaíd tembló levemente.
– La olvidé -se disculpó.
El barquero la empujó a un lado.
– En ese caso no puedes subir.
Anaíd, atónita, vio cómo los muertos que estaban tras ella pasaban delante y, silenciosamente, subían de uno en uno en la barca. No, no podía quedarse en tierra. Pronto la barca se llenaría y partiría otra vez. Intentó pasar de nuevo pero el barquero la rechazó con una fuerza inaudita.
– No puedes subir.
Anaíd contempló la barca casi llena. Su última escala para llegar a su destino. ¿No podría subir? ¿Ahí se acababa su odisea? ¿Tendría que permanecer para siempre en la orilla de la laguna por carecer de una moneda?
– Tengo que subir a la barca, me están esperando.
El barquero la miró fijamente.
– Sin moneda, imposible.
– ¿Y cómo puedo conseguir una moneda?
– Pregunta, tal vez alguien lleve dos y te regale una.
Anaíd, perpleja, miró a su alrededor. Todos adelantaban su mano, pero sólo tenían una moneda.
– ¿Y si no…?
– Tendrás que quedarte con ellos -y señaló a sus espaldas.
Anaíd se giró y topó con una multitud de muertos sentados en el suelo mirando el agua en calma de la laguna. Eran los que no llevaban dinero para el pasaje que esperaban a algún familiar o algún amigo que les facilitase el paso. Ése era su destino.
– No puedo quedarme aquí eternamente. ¡No puedo! -gritó.
Pero ya era demasiado tarde. El barquero acababa de soltar amarras y los difuntos remaban hacia la otra orilla.
Anaíd se sentó en el suelo y contempló cómo se iba alejando su esperanza. ¿Qué podía hacer? ¿Pasar nadando? ¿Intentar esquivar la vigilancia del barquero? ¿Suplicar por una moneda a cada uno de los miles y miles de muertos que había en la larga fila? ¿O intentar canjear el precio de la barca por algo que no fuera una moneda?
Eso era. Llevaba joyas. Las joyas siempre eran apreciadas, tenían un gran valor. Ofrecería ese tesoro al barquero.
Conformada con esta idea esperó el regreso de la barca. Estaba ansiosa y en cuanto amarró se acercó la primera al malcarado barquero.
– Tu moneda -le pidió extendiendo la mano.
Anaíd sonrió con su mejor sonrisa y se llevó la mano al cuello.
– Te ofrezco mi collar de zafiros.
Pero el barquero la rechazó con un gesto y la apartó a un lado. Ante ella comenzaron a desfilar los mismos rostros macilentos y los mismos cuerpos cansinos que la vez anterior. Anaíd volvió a intentarlo.
– Te ofrezco mi pulsera de turquesas.
Obtuvo la misma negativa.
Con el ánimo cada vez más bajo, observó cómo la barca se iba llenando de difuntos. Tenía que intentarlo de nuevo.
– Mi broche de amatistas. Míralo, es hermoso, resplandece.
– Aparta.
Anaíd, desesperada, no quiso apartarse.
– Mis pendientes de rubíes -probó todavía.
Y en ese momento una mano fría se posó en su hombro.
– Te los compro.
Anaíd se dio la vuelta y vio a una mujer hermosa que contemplaba arrobada sus lágrimas de rubíes. En su palma extendida brillaba una moneda, la moneda mágica que le permitiría pasar al otro lado. Pero algo parecido a la conciencia la detuvo y le impidió aceptar la moneda inmediatamente.
– ¿Y tú? ¿Cómo pasarás?
La mujer señaló sus pendientes, los tocó y le volvió a enseñar la moneda.
– Los quiero.
Anaíd tragó saliva.
– ¿Tienes otra moneda?
– No -respondió la mujer indiferente.
– Entonces, te quedarás aquí, por siempre jamás.
La mujer afirmó sin dejar de contemplar los rubíes de Anaíd.
– Sí -y era un sí valiente.
Anaíd no sabía qué hacer. Su misión la empujaba a aceptar aquella moneda, pero su molesta conciencia humana no se lo permitía.
– Por toda la eternidad, ¿sabes? Te quedarás en esta orilla por toda la eternidad.
La mujer se dio la vuelta y señaló una pequeña figura inmóvil.
– Con mi hija. No tiene moneda.
Anaíd lo comprendió. Se quitó los pendientes y se los ofreció a la mujer. Aceptó su moneda y sin mirar atrás la puso en la palma del barquero y subió a la barca. La muerta prefería pasar la eternidad junto a su hija antes que conseguir la paz en el reino de los muertos. La muerta prefería desprenderse de la moneda para no caer en la tentación de abandonar a su hija. La muerta todavía conservaba un destello de vida en ese deseo de poseer la belleza de los rubíes y de compartir la suerte de su niña. Se prometió que, si alguien moría, le encargaría llevar a la mujer dos monedas para que ella y su hija pudieran cruzar con la barca.
– ¿Cómo te llamas? -le preguntó ya a lo lejos, para recordar su nombre.
– Manuela Sagarra, hija de Manuela y nieta de Manuela, del clan del águila. Suerte, Anaíd, la elegida.
Anaíd se emocionó. Una Omar orgullosa que la había reconocido y la había ayudado a penetrar en el reino de los muertos. Pero enseguida tuvo que sobreponerse a su sentimiento humano y tomó en sus manos el remo. A una orden del barquero, los difuntos se inclinaron sobre el grueso pedazo de madera tallada que debían empujar al unísono, y la barca fue avanzando lentamente hasta aproximarse a la otra orilla.
Su destino estaba cerca, muy cerca. La voz del barquero les indicó que detuviesen los remos. Ya estaban en el embarcadero. Anaíd, aliviada, levantó su mirada y topó con él.
El monstruo que guardaba la puerta del reino de los muertos había fijado en ella sus seis ojos y seguía con atención todos sus movimientos. Quizá ésa fuera la prueba definitiva, puesto que estaba viva y el Cancerbero, el perro de tres cabezas y cola de serpiente, vigilaba escrupulosamente las puertas y devoraba a los intrusos que fingían estar muertos y que pretendían colarse en la fortaleza.
Anaíd notó cómo la sangre huía de su cara y sus brazos, sus piernas flaquearon, pero no se amedrentó; pensó que su apariencia pálida la favorecería y le procuraría invisibilidad entre las caras blanquecinas de los espectros. Imitó los ademanes mecánicos y cansinos de los muertos, dejó que su mirada vagase perdida, sin rumbo, respiró menos profundamente y aparentó una serenidad que estaba lejos de poseer.
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