Maite Carranza - La Maldición De Odi

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La guerra de las brujas está próxima y la elegida no puede posponer más el momento de empuñar el cetro y destruir a las temibles Odish. Pero Anaíd, que anhela el amor de Roc y del padre que nunca tuvo, que confía en llevar la paz definitiva a las Omar, tendrá que enfrentarse a la traición, al rechazo de los suyos y a la soledad. La maldición de Odi se ha cumplido: la elegida ha incurrido en los errores, ha sucumbido al poder del cetro y hasta los muertos reclaman su tributo. Es el momento de la verdad, de la batalla definitiva entre Omar y Odish.

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Anaíd levantó la vista con lágrimas en los ojos. Era Deméter tal y como la recordaba. Con su trenza gris, con su mirada serena, con su presencia altiva y protectora y sus cuentos didácticos.

No dijo nada, no quiso tocarla, no avanzó, pero notó cómo la tristeza se instalaba en su ánimo por tener delante todo aquello que perdió y que ya nunca más podría volver a ser. Deméter se desvaneció en cuanto dio un paso.

En el escalón siguiente la saludó el pequeño Roc, lanzándose a la poza desde lo alto de una roca.

– Mira, mira, Anaíd, de cabeza.

Elena le reprendió quitándose una zapatilla y el chapoteo fue tan real que Anaíd se sintió empapada.

Pero no. No la había salpicado el agua fría de la poza. Eran las lágrimas que caían por sus mejillas y se escurrían por su pecho.

A medida que descendía y descendía, la tristeza se iba apoderando de su ánimo. Todo aquello que había creído olvidado tomaba forma y voz, y la pena la iba oprimiendo.

Apolo, el gatito travieso que la siguió al mundo opaco. La prima Leto, de ojos perdidos y pies cansados que recorría el mundo para olvidar la pérdida de su hijo muerto. Ainhoa, la pequeña Omar que compartió unas vacaciones con ella y que fue víctima de una Odish. Gisela, la pintora que recorría los valles en busca de una luz especial que nunca encontró y que le enseñó a coger los pinceles y a mezclar los colores. Todo se mezcló explosivamente en su cabeza. No la visitaban los muertos, la visitaban los recuerdos, y la invadió la melancolía del paraíso perdido de su infancia.

Los recuerdos, la memoria, el pasado y los seres queridos estaban acabando con sus fuerzas. Apenas podía continuar descendiendo. Por cada imagen sentía cómo las piernas le pesaban más, como si fueran plomo. Apareció Selene, meciéndola y cantándole una nana; vio a Gunnar luchando contra Baalat bajo la apariencia de un berseker ; Karen le ofreció su jarabe y quiso pesarla… No podía asimilarlo. Y de pronto, Anaíd se llevó la mano al pecho para impedir que los latidos la ensordeciesen. Ahí delante de ella estaba Roc, amparado en la semioscuridad, mirándola con ojos ardientes.

– Dame un beso, Anaíd, sólo un beso.

Le estaba pidiendo un beso, un beso de amor.

Gritó con desespero y se dejó caer. Cerró los ojos y se tapó los oídos. No quería ver a nadie más, no quería oír más. Estaba a punto de volverse loca y de quedarse en el camino atrapada por la nostalgia.

Y cuando se llevó su mano a la mejilla para enjuagar sus lágrimas y oyó el tintineo de su pulsera de turquesas, recordó las palabras de su abuela Cristine cuando se la ofreció. Era la piedra que borraba los recuerdos.

Era eso. Necesitaba caminar ligera, sin lastres y no sólo tenía que dejar atrás su cuerpo y su apego a la vida. Los muertos le exigían que se liberase del yugo de su pasado.

Acarició la piedra azul para olvidar su historia y afrontar el futuro limpia. Poco a poco, la piedra azul fue ejerciendo su poder benéfico y la mente de Anaíd se libró de recuerdos. Dejó atrás a sus seres queridos, sus momentos mágicos, sus anhelos y sus tristezas. Un sosiego tibio se expandió por sus venas y la llenó de paz. Estaba limpia de pasado.

Y en ese mismo momento las escaleras se doblaron sobre sí mismas y finalizaron su descenso inacabable. El Camino de Om tomaba nueva forma. Anaíd se encontró en una enorme gruta.

Giró completamente sobre sí misma, desorientada, hasta que vio una luz a lo lejos. Siguió esa dirección y a medida que se fue aproximando a ella pudo distinguir la silueta de una entrada, un gran arco natural que comunicaba con el exterior. La luz provenía de fuera. Avanzó con desconfianza hasta llegar a lo que era la entrada de la enorme cueva donde se encontraba. Traspasó el umbral y algo parecido al aire fresco la recibió.

Estaba en otro mundo. Estaba en otra realidad.

Había salido de la caverna y fuera todo era diferente: la luz difusa, las piedras pulimentadas y mates, los árboles de ramas retorcidas y hojas espinosas. Estaba en la ladera de una gran montaña. Bajo ella, un valle y, ante ella, un sendero que conducía al valle.

No había duda. El camino continuaba. Su ánimo se ensanchó y volvió a mirar adelante con valentía. Caminó durante mucho tiempo. No supo cuánto puesto que no sentía cansancio, hambre, sed ni ninguna necesidad. Pero aún no había perdido completamente su conciencia del tiempo y el número de pasos que daba. Estuvo caminando días.

O tal vez semanas.

O quizá meses.

Por fin, el valle se ensanchó y ante ella se abrió una gran llanura. Su camino, pequeño y angosto, desembocó en un camino ancho, polvoriento, flanqueado de grandes árboles centenarios, o milenarios, de gruesos ramajes y anchas copas, de hojas de forma desconocida que recordaban vagamente a los grandes castaños de indias, sin serlo.

Sorprendida por el cambio, observó que el suelo estaba repleto de huellas humanas. Así pues no era la única. Ese camino estaba transitado. No estaba sola.

Sin embargo, continuó sola durante mucho tiempo.

La primera vez que vio a lo lejos una silueta humana estaba tan desacostumbrada que se asustó o sintió algo parecido a un sobresalto. Luego apretó el paso hasta alcanzarla. Era un anciano que caminaba cansinamente. Se puso a su lado y lo saludó. Necesitaba desespera-damente hablar con alguien. Preguntar. Saber adónde se dirigía y si faltaba mucho, y eso hizo. Pero el anciano no se giró al oír su voz. No le habló, no la vio y siguió adelante con su paso cansino, sin inmutarse.

A Anaíd se le heló la sangre en las venas.

Era un muerto.

Era un muerto que, como ella, se dirigía hacia el lugar adonde irremediablemente iban a parar los muertos. Apresuró el paso y se alejó del espectro. Pero al poco encontró a otro, y a otro, y a otra, y a otras. Eran de todas las edades, estaturas, aspectos y procedencias. Anaíd los esquivaba y evitaba mirarlos. Daba lo mismo. Tenían los ojos turbios y el paso uniforme. Eran sombras de lo que fueron y carecían de voluntad, de deseos, de recuerdos. No sentían miedo, ni dolor, no tenían motivos ni razones. Estaban faltos de vida.

Se estremeció y se alegró de poder sentir todavía el culebreo de un escalofrío.

Según avanzaba, la multitud se fue haciendo más y más numerosa hasta que fue difícil moverse y, finalmente, se produjo un enorme a atasco. Una larga fila de espectros quietos e impasibles se alineaba delante de ella.

¿Qué significaba esa cola? ¿Tendría que permanecer así el resto de la eternidad? No obstante, se abstuvo de manifestarse y optó por imitar el comportamiento de los que la rodeaban. Se quedó quieta y esperando. Lo intentó, pero no pudo. A cada instante levantaba la vista para comprobar que nada se hubiera movido. Era la única. Los muertos no esperaban nada. No sentían curiosidad por nada. El futuro no existía para ellos.

Anaíd se impacientó. ¿Tenía que vencer su impaciencia, su noción de futuro, para ser aceptada en la comunidad de los muertos? ¿Era ésa su última prueba?

Se relajó y se imbuyó de presente, convenciéndose de que en ese extraño mundo nada existía más allá de lo inmediato, por lo tanto todo carecía de importancia. No arrastraba su pasado ni esperaba nada de su futuro.

Y así estuvo mucho tiempo, hasta que la cola se movió y avanzó. Entonces sintió una ilusión que rápidamente mató. Estaba asustada por si era incapaz de dominar sus emociones. No, no podía presentarse ante los muertos con ilusiones. Las ilusiones, los sueños y las expectativas eran emociones humanas.

Sin embargo, ¿cómo llevaría adelante su plan si perdía toda perspectiva de futuro?

Reflexionó largamente.

Estaba equivocada. Si perdía su deseo de llegar, no podría avanzar. Sin una voluntad para conseguir un propósito, su viaje resultaría absurdo. Sus movimientos se volverían mecánicos y programados como los de todos los que la rodeaban. Pero su misión era acabar con Baalat y para ello tendría que suplicar al consejo de muertos y tal vez luchar y quizá enfrentarse a Baalat. Entonces… ¿debía comportarse como una muerta o como una viva? No le hizo falta consultar con su hermana de leche ni con sus piedras clarividentes. La respuesta estaba en ella misma. Los muertos se conformaban. Ella no. Los muertos no esperaban. Ella tenía esperanzas. Los muertos no deseaban. Ella deseaba llegar y cumplir con su misión para poder regresar al mundo de los vivos.

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