Maite Carranza - La Maldición De Odi

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La guerra de las brujas está próxima y la elegida no puede posponer más el momento de empuñar el cetro y destruir a las temibles Odish. Pero Anaíd, que anhela el amor de Roc y del padre que nunca tuvo, que confía en llevar la paz definitiva a las Omar, tendrá que enfrentarse a la traición, al rechazo de los suyos y a la soledad. La maldición de Odi se ha cumplido: la elegida ha incurrido en los errores, ha sucumbido al poder del cetro y hasta los muertos reclaman su tributo. Es el momento de la verdad, de la batalla definitiva entre Omar y Odish.

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Anaíd bebió lentamente y luego, mientras esperaba su transformación, no se acercó a Amushaica, no la besó ni la abrazó para que no confundiese sus intenciones, pero estaba conmovida.

– Eres maravillosa, te deseo mucha suerte.

Su transformación se produjo con celeridad. Pronto, su cuerpo se tornó etéreo e ingrávido y a sus pies se abrió la grieta que la conduciría a los confines del mundo conocido. Sin mediar palabra con Amushaica, cerró los ojos y dejó que la voluntad de los muertos la engullera.

Pronto descubrió que su ingravidez le permitía escurrirse por las grietas y descender a una velocidad vertiginosa hacia las entrañas de la Tierra cayendo por una chimenea interminable, bajando por un tobogán de lava resbaladizo. Cayó, cayó y cayó protegida por las rocas. Hasta que tocó suelo. Su falta de peso fue providencial para no lastimarse, pero el camino se acababa bruscamente ahí. No había nada más.

Se sujetó asustada a las paredes e inclinó ligeramente la cabeza. Ante ella la oscuridad más absoluta y un precipicio insondable cortado a ras. No podía ser. Era una trampa. Se fijó mejor. A lo lejos, al otro lado de la nada, se erigía una montaña que emanaba una delicada luz. Su intuición le dictó que allí comenzaba el camino verdadero. ¿Pero cómo llegar?

Entonces distinguió la cuerda, apenas un destello. La tocó con el dedo y se hirió; era dura y cortante. ¿Era ésa la continuación de su camino? Un pavoroso abismo que separaba el mundo de los vivos del mundo de los muertos y tan sólo una delgada cuerda afilada como una cuchilla que unía ambas realidades.

Si deseaba continuar avanzando no tenía más remedió que vencer su vértigo y caminar por el filo del frágil puente colgante de apenas dos dedos de anchura. Puso un pie en él y lo retiró dolorida. Cortaba como un cuchillo y su pie sangraba. Era imposible avanzar por esa cuerda afilada que se combaba a su paso y se clavaba sin piedad en la planta de sus pies. No podría caminar sin perder el equilibrio. Era imposible que un ser humano siguiese ese camino.

¡Claro!, por algo era la senda de los muertos y los vivos no podían seguirla. ¿Qué hacer?

Tal vez se tratase de no pensar. Sabía que los estados de conciencia que conseguían dominar la voluntad permitían separar el dolor del cuerpo. Y así lo hizo. Hizo prevalecer su deseo de avanzar sobre el miedo al dolor.

Se puso en pie con determinación, se concentró y caminó sobre la delgadísima y afilada navaja. Lo estaba consiguiendo. Un paso, otro, otro más. Ya se hallaba a una distancia de dos cuerpos del lugar de partida. Miró hacia delante, a lo lejos, se detuvo, la cuerda se balanceó y sintió pánico. Le quedaba demasiado trecho. Se mordió los labios para infundirse fuerzas y en ese mismo instante sus ojos se desviaron inconscientemente al fondo del abismo y sus piernas temblaron sosteniéndola a duras penas.

Si el dolor era lacerante, el miedo era mucho peor. La atenazaba y la hipnotizaba atrayéndola a sus dominios. Eso era el vértigo. Y el vértigo la inducía a mirar hacia el precipicio infinito y oscuro. El vértigo la arrastraba. Caería sin remedio, desaparecería devorada por la nada y se mecería para siempre en el vacío. Una angustia insospechada se instaló en su ánimo. No lo conseguiría. Caería. Ella misma se impregnó de la idea de la caída y la deseó; sus rodillas se doblaron. El mareo hizo que su cabeza diese vueltas y perdió el control de su voluntad sobre el dolor. Enseguida volvió a sentir las heridas de sus pies sangrantes. Apenas se divisaba el final de ese largo camino; aún no había comenzado y ya estaba a punto de desfallecer. No tenía fuerzas ni coraje para ir adelante.

Ya estaba cayendo, las piernas no la sostenían, quería agarrarse a algo pero a su alrededor sólo había vacío, el angustiante vacío. Sus brazos se agitaron asiendo la nada, braceando inútilmente, imitando el boqueo desesperado del pez fuera del agua. Y en uno de sus movimientos sus manos toparon con el zafiro de su cuello, la piedra que le permitía afrontar los desafíos. Y la piedra le confió un secreto: necesitaba equilibrio, el equilibrio que le permitiría mantener el dominio de su cuerpo y su mente para adelantar paso a paso sin escuchar el dolor y sin inclinar la mirada hacia el abismo insondable. Se aferró a eso. Quiso dominar su vida a pesar de que estaba a punto de perderla.

Entonces oyó la voz fría y serena instalada en su ánimo.

– Adelante, Anaíd, adelante, puedes hacerlo. No pienses en el dolor ni en la sima de los mundos y mira al frente. Mantén la mente en blanco, libre de servidumbres. No escuches, no mires.

Y Anaíd, obedeciendo las palabras que le dictaba su hermana de leche Sarmik, avanzó por el puente cortante que une los mundos.

No supo si su camino duró horas, días o minutos; no supo si sus pies sangraban o el vacío cambiaba su tonalidad o la llamaba con voz sibilante. Avanzó con la mente en blanco, los oídos sordos, los ojos ciegos y los pies firmes. Avanzó con convencimiento, un paso tras otro, hasta que tocó tierra de nuevo y se dejó caer. Sólo entonces se permitió mirar atrás y un grito de espanto se escapó de su garganta.

Sus pies estaban lacerados y cubiertos de sangre y el abismo oscuro y amenazador retumbaba de chillidos horrendos que reclamaban a su víctima. Ella.

Apretó con fuerza su piedra de zafiro y agradeció a su abuela Cristine el acierto de regalársela.

Ya no había vuelta atrás. Estaba en el territorio de los muertos. Miró a su alrededor notando extrañas sensaciones. Efectivamente, el color se había desvanecido, igual que los olores, las sombras y la dimensión tridimensional. Atrás habían quedado sus necesidades humanas. No sentía hambre, frío, sed ni sueño. ¿Había muerto?

Pronto supo que no.

Se levantó y dejó atrás la sima de los mundos decidida a internarse en el Camino de Om. Se introdujo en la cavidad que conducía a las entrañas del mundo desconocido de los muertos y comenzó a caminar. Era fácil, sólo había un camino. Un único camino. No le resultaría complicado seguirlo. Y así lo hizo. Caminó, caminó y caminó con los pies desnudos y sangrantes hasta que ante ella se alzó una puerta. Se detuvo y miró a ambos lados buscando alguna otra alternativa. No había ninguna otra excepto la puerta. La abrió poco a poco, con cuidado, con miedo, sin saber qué encontraría detrás. Y enseguida lo vio. Un enorme y poderoso tigre de más de dos metros estaba vigilando el recinto, agazapado a pocos pasos de la puerta y dispuesto a saltar sobre ella en cuanto pusiese un pie en sus dominios.

Anaíd cerró la puerta de inmediato y respiró agitadamente empujando con el liviano peso de su cuerpo la hoja de madera, temiendo que el tigre fuese lo suficientemente poderoso como para empujarla y atacarla. Y así lo habría hecho si hubiera estado escrito. De un simple zarpazo o de un simple golpe, la puerta hubiera cedido al empuje de la bestia. Pero no sucedió nada y poco a poco Anaíd se fue serenando.

Era su primera prueba, no había ninguna alternativa ni ninguna escapatoria. Tenía que enfrentarse al gran felino y, puesto que era una bruja, su baza era recurrir a la magia. Imposible confiar en su fuerza humana ni en su agilidad o rapidez para escabullirse del enorme depredador. Recordó los hechizos de inmovilidad, pero… ¿serían igualmente posibles en esa nueva y extraña dimensión? Se arriesgó.

Movió los dedos del pie derecho y formuló el conjuro.

Etendet orp azelnarut.

Fue instantáneo. Sus dedos quedaron paralizados. Bien. Su recurso era posible. No estaba desvalida.

Ocrab soritir torgi.

Sus dedos volvieron a recuperar la movilidad. Ya tenía suficiente. Tomó aire, abrió la puerta, miró fijamente al tigre y musitó:

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