– Etendet orp azelnarut.
El tigre no tuvo tiempo de rugir. Quedó paralizado en el suelo tan largo como era, indefenso, incapaz de moverse. Anaíd avanzó con cuidado y sin perderlo de vista. Pasó junto a él temiendo que sucediese algo imprevisto y el gran felino recuperase su agilidad, pero consiguió dejarlo atrás y continuó su camino. Sin embargo, a los pocos metros y ante su sorpresa, encontró una puerta igual a la que acababa de abrir. La misma muesca en su pomo, la misma mancha en la rebaba de su lado izquierdo.
La empujó con desconfianza y volvió a cerrarla enseguida. Lo que había al otro lado de la puerta era igual que lo que acababa de dejar a sus espaldas. El mismo tigre vivo, la misma disposición del espacio vacío, el mismo fondo desdibujado. No, no podía ser. Se armó de valor, empujó la puerta con decisión y esa vez dejó que el tigre rugiese. Cuando ya se disponía a saltar formuló su hechizo.
– Etendet orp azelnarut.
El tigre quedó inmóvil en una posición imposible y Anaíd se sintió satisfecha de sus reflejos. Pasó por su lado admirada de la musculatura que había dispuesto sus palas para el salto. Era como contemplar un enorme gato diseca do. Lo dejó atrás e intentó olvidarlo.
No quiso adelantar acontecimientos y continuó avanzando sin pensar en ninguna posibilidad. Esa vez pudo avanzar más que la vez anterior, hasta que, de nuevo, la misma puerta idéntica le impidió de nuevo el paso. Anaíd respiró, empujó la puerta para cerciorarse y la volvió a cerrar nerviosa.
Al otro lado la esperaba el mismo tigre y al fondo, posiblemente, hallaría de nuevo la misma puerta. ¿Qué significaba? ¿Había entrado en un tiempo circular? ¿En un espacio circular? ¿Repetiría infinitamente esa situación hasta quedar exhausta y prisionera del espacio y el tiempo? Había muchas formas de desfallecer y la sola idea de toda una eternidad enfrentándose a una misma situación, siempre la misma, consiguió angustiarla.
Probó otra vez. Empujó la puerta y miró al tigre. Era el mismo, estaba segura, ahora se fijaría en el dibujo de sus rayas. Sabía que el hechizo surtía efecto, así pues esperó un rato más a que el tigre emprendiese su salto y lo detuvo en el aire. El tigre quedó ahí, suspendido sin ningún apoyo, por encima de su cabeza. Avanzó con precaución y contempló largamente a esa copia de los tres tigres anteriores. ¿Era eso el infinito? ¿Tigres infinitos? ¿Puertas infinitas? ¿Un tiempo infinito esperándola?
Continuó caminando, pero el pesimismo ya la había atrapado. Estaba instalado en sus gestos y en el fatalismo de su mirada. A cada nuevo paso, a cada momento esperaba encontrar irremediablemente la misma puerta, con el mismo tigre agazapado tras ella.
Pero no fue así. O mejor dicho, no fue en el tiempo y la distancia previstos. Sucedió muchos pasos después. No los contó pero fue consciente de que había caminado más que las veces anteriores. Observó la puerta con detenimiento. Idéntica, no había ninguna duda. La abrió y observó familiarizada al tigre que la esperaba dispuesto al salto. Efectivamente, las rayas estaban dispuestas en forma de tres. Era idéntico. El mismo, el mismo, el mismo. Sintió deseos de acabar con esa pesadilla, de dejarse devorar, pero en el último instante pronunció el conjuro.
El cansancio de la repetición provocaba que tras cada enfrentamiento perdiese más y más sus ganas de vivir. Y descubrió que tras cada encuentro la distancia con la siguiente puerta se hacía más y más larga. Y se preguntó por qué.
Intuía alguna respuesta a sus preguntas. Algo bullía en su mente e iba configurándose como una hipótesis. Se llevó las manos a la cabeza y ahí, entre sus cabellos revueltos, encontró su broche de amatistas. Cristine le había dicho que la piedra era clarividente y que podía llegar a constituir su tercer ojo llegando a los rincones ignotos del conocimiento donde la retina humana no conseguía ver. La acarició y su descabellada idea fue tomando forma. Perfiló un argumento.
La distancia entre las puertas no era casual. Era una distancia que se correspondía con su apego a la vida. A medida que se iba desprendiendo de ese apego podía internarse durante más tiempo en el camino de los muertos. ¿Era eso? ¿Acaso para entrar en la puerta definitiva tenía que morir? El horror la atenazó.
No. No estaba preparada para morir. Todavía no. Y sin embargo, una voz le sugería que no era tal muerte, que tan sólo se trataba de una muerte metafórica. Tenía que estar dispuesta, absolutamente dispuesta a desprenderse de la vida. Pidió ayuda a su hermana de leche. La llamó y recibió su respuesta.
– Tu cuerpo sólo es una envoltura sin utilidad. Deja de amar a tu cuerpo, deja de temer por él. Hasta que no prescindas de tu cuerpo, que representa la vida, los muertos no te permitirán penetrar en su morada.
Anaíd supo que tenía que llegar hasta el final. Y lo hizo sin pensarlo dos veces. Abrió la puerta y esperó resignada a que el tigre acabara con su cuerpo. La espera se le hizo interminable y deseó casi con ganas sentir el zarpazo en su cabeza y el doloroso mordisco en la yugular. Pero nada de eso sucedió. El tigre saltó, su rugido atronó los pasillos y en el momento en que Anaíd, impasible, le esperó con los brazos abiertos la enorme bestia se desvaneció. No la había devorado, no la había tocado, ni siquiera existía.
Era una pura ilusión. En el instante en el que Anaíd aceptó la muerte, la muerte le abrió sus puertas secretas.
El suelo tembló bajo sus pies y Anaíd, súbitamente desconcertada, perdió el equilibrio y cayó. Creyó que era un terremoto y que se hundiría sin remedio en la grieta que se había abierto ante ella, pero entre las sombras de los recovecos de la gruta que había surgido de la nada distinguió unas escaleras talladas en la piedra que descendían a las profundidades.
El Camino de Om se abría ante ella.
Sin dudarlo, comenzó a bajar aliviada creyendo que todo había acabado, que esa vez habría pasado la última prueba y que pronto se enfrentaría ya a sus verdaderos rivales, los muertos.
Pero no fue así.
Primero fue Golfo. Apareció de repente ante ella, ladrando, moviendo la cola, cariñoso como siempre. Se sentó sobre sus patas traseras, sacó su lengua y jadeó a la espera de una caricia, pero cuando Anaíd, sorprendida, acercó su mano, Golfo se esfumó.
Había sido una alucinación tan real que Anaíd quedó impactada. Hacía muchísimos años que no se acordaba de aquel perrito que le regaló su madre con la oposición de Deméter. Golfo era travieso, juguetón, y ella lo quería con locura, pero una madrugada de invierno lo atropelló la máquina quitanieves.
Se le hizo un nudo en el estómago y continuó descendiendo más lentamente.
– Hi, Anaíd. How are you?
Levantó la vista y lanzó un grito. Era Carmela, la profesora cosmopolita y encantadora que tuvo de niña y que le enseñó alemán, inglés, francés, húngaro y ruso. Tocaba el piano de maravilla y danzaba como un ángel. Carmela la sentaba en su falda y le explicaba mil y una historias de cuando vivió en San Petersburgo, en Berlín, en Liverpool, en Budapest y en Lyon. Pero pasado un tiempo, y como era de esperar, se fue con las golondrinas antes de que llegasen las primeras nieves.
– ¡Carmela! -gritó conmovida.
Pero en el mismo instante de pronunciar su nombre, Carmela, o su ilusión, desapareció por ensalmo.
Anaíd se sintió pequeña y desvalida, volvió a rememorar los largos inviernos pasados en compañía de su madre y su abuela, las tres junto al fuego de Urt contemplando las llamas y cantando canciones antiguas.
– Anaíd, siéntate aquí, a mi lado, te explicaré la historia de Orfeo. ¿Recuerdas a Orfeo?
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