Delante de ella los muertos descendían y pasaban de uno en uno ante el terrible monstruo de tres cabezas. Los perros lamían sus manos, los olisqueaban y les dejaban pasar. Los muertos no sentían miedo, no sudaban, no olían y no temblaban. Los canes podían detectar cualquier signo de vida por muy remoto que fuese. Las tres cabezas acusatorias habían dejado de mirarla, estaban demasiado ocupadas en su tarea, pero cuando Anaíd se fue acercando a los perros y vio sus grandes colmillos, su lengua babeante y sus ojos de fuego, supo con certeza que ellos adivinarían su naturaleza y que no le permitirían la entrada.
¿Cómo consiguió pasar Selene ese difícil trance? No se lo había explicado; posiblemente Selene podría haberla ayudado, pero ella no quiso escucharla y huyó de su lado. Demasiado tarde. Apenas dos muertos la separaban de los feroces perros. Y entonces le vino a la cabeza la última imagen de Selene que se le había aparecido en esa escalera angosta, le estaba cantando la nana que tanto le gustaba, y recordó también el cuento que le explicaba Deméter junto al fuego. Era la leyenda de Orfeo y de cómo Orfeo consiguió burlar al Cancerbero con su música. Era eso. Selene y Deméter le habían dado las claves para conseguir superar ese escollo. La música.
La muerta que la precedía acababa de pasar y Anaíd, en el preciso instante en que la primera cabeza del terrible can se inclinaba sobre su mano, comenzó a cantar la suave melodía de la nana que Selene le cantaba de niña, la nana que le hacía cerrar los ojos y dormir profundamente, la nana mágica que obró su efecto instantáneamente y consiguió que las tres cabezas se tambaleasen al unísono, abriesen sus enormes bocas en un espantoso bostezo y cerrasen sus párpados sobre sus ojos de fuego. Anaíd continuó cantando sin cesar mientras avanzaba y dejaba atrás el monstruo de las tres cabezas dormidas que en esos momentos roncaban ruidosamente. Tras ella fueron desfilando los muertos, indiferentes al sueño de los guardianes de la fortaleza.
Y Anaíd pasó el umbral de la vasta ciudad fortificada y penetró en el recinto insondable de los muertos, donde los vivos no tienen cabida.
Su presencia no pasó inadvertida. No tuvo que preguntarse dónde ir, ni cómo comenzar su periplo. Una luz extraña, parecida a un aura, la rodeó, imposibilitándole los movimientos, y una voz amable aunque estricta la conminó a escuchar en silencio.
– Tu osadía es encomiable, has descendido hasta la fortaleza de los muertos y has conseguido llegar incólume, pero tu naturaleza mortal no puede permanecer entre nosotros. Nuestras leyes prohíben que los vivos penetren en nuestra morada.
Anaíd miró desesperada a su alrededor. No veía a nadie. Quiso moverse, pero la fuente de energía luminosa la había aprisionado.
– Deseo que el Consejo de los Muertos me reciba, tengo una petición urgente.
No obtuvo respuesta y Anaíd interpretó que no había seguido el protocolo adecuado.
Se arrodilló con humildad y besó el suelo mientras pronunciaba:
– Soy Anaíd Tsinoulis, una humana que ha osado desafiar vuestras leyes, y ruego humildemente al Consejo de los Muertos que me perdone y que se digne ofrecerme una audiencia.
La voz moduló una pregunta malintencionada:
– ¿Eres de verdad humilde, Anaíd Tsinoulis?
– Lo soy y me inclino ante los muertos.
– Si eres de verdad humilde, aquí tienes nuestros pies, córtanos las uñas.
Ante el asombro de Anaíd, una larga hilera de pies blancos con largas uñas se extendió ante ella. En sus manos aparecieron unas tijeras y recordó el consejo de Selene: mostrar sumisión a los muertos y renegar de su propio orgullo.
Se inclinó ante los pies y comenzó su tarea procurando depositar en su gesto de cortar las largas uñas la abnegación que los muertos le reclamaban. No era una tarea fácil. Al cabo de muchas y muchas y muchas veces de repetir el mismo gesto sin descanso, y sin levantar ni un milímetro la nuca inclinada sobre los lechosos pies, las manos se le agarrotaron, las vértebras del cuello reclamaron desesperadamente enderezarse y comenzó a fallarle el pulso. Tenía de nuevo conciencia del dolor, del cansancio y de la dimensión de su forma humana. Pero no desfalleció, no levantó la cabeza, no abandonó su actitud humilde y no evidenció ninguna de las contrariedades que la aquejaban. Se preguntó si no estaría obligada a repetir eternamente esa tarea, si aquello no era una condena por su orgullo; en ese caso, barajó, no tenía ni idea hasta cuándo podría mantener la sangre fría y el control de sus movimientos.
Por suerte, la voz la liberó de esa eterna condena.
– Está bien, Anaíd Tsinoulis. El Consejo de los Muertos te escucha. Puedes hablar.
Anaíd percibió que a su alrededor el círculo de luz se hacía más amplio para dar cabida a todos los muertos que constituían el consejo. Apenas podía distinguir sus pies con las uñas recién cortadas. Recordó que por mucha que fuese su curiosidad, no podía mirarlos a los ojos ni levantar la cabeza ni mostrar ningún orgullo. Sólo le estaba permitido rogar y suplicar.
– Sabios miembros del Consejo de los Muertos, sabéis que mi madre Selene bajó a estas profundidades hace quince años para rogaros que retuvieseis a Baalat, la nigromante, que había infringido vuestras leyes y había burlado a la muerte con sus poderes ocultos. Sabéis también que Baalat pronunció una maldición que se cumplió. Ahora vuelve a estar entre los vivos y a causar desgracias. He venido hasta aquí para pediros la muerte definitiva de Baalat. Que nunca más le sea permitida la salida de vuestro reino.
– ¿Y qué nos ofreces a cambio, Anaíd?
Anaíd no esperaba esa pregunta y su respuesta fue rápida, demasiado rápida.
– No tengo nada -planteó taxativamente.
– Te equivocas, posees cosas.
Anaíd hizo repaso de lo que tenía.
– ¿Mis joyas tal vez? Son vuestras si queréis. Es lo único que tengo.
– No, Anaíd. Hay otras pertenencias tuyas más apetecibles.
Anaíd suspiró. No podía ocultar nada a los muertos. No podía engañarlos. Se mordió el labio con rabia, pero lo dijo:
– ¿Os referís al cetro de poder que Baalat me robó? ¿Queréis acaso el cetro? -le dolía tanto que su tono de voz le había salido agresivo.
Intentó modificarlo y dulcificarlo, pero el simple recuerdo del cetro le quemaba la piel y de su boca no podían salir palabras de renuncia. ¿Era eso falta de humildad? ¿Falta de abnegación?
– Tened en cuenta de que, si os entrego el cetro, no podré cumplir con la misión que le está encomendada a la elegida: gobernar con equidad.
Los muertos callaron de nuevo y Anaíd, a regañadientes, y obligándose a ello, pronunció las palabras que los muertos esperaban oír:
– Os lo entregaré con gusto si es eso lo que deseáis.
Ya lo había dicho. Aunque no quisiese renunciar al cetro, se lo había ofrecido a los muertos; no tenía otra escapatoria, estaba en su poder.
Pero la voz cristalina de una muerta la corrigió.
– El cetro de poder no está en manos de Baalat.
Anaíd se desconcertó.
– ¿No? ¿Dónde está entonces?
– Lo tiene Cristine.
Anaíd notó cómo le flaqueaba la voluntad.
– ¿Queréis decir que Cristine robó mi cetro haciéndome creer que había sido Baalat?
– Eso hizo.
Anaíd sintió una angustia indescriptible.
– Me engañó, me mintió.
– Efectivamente -respondieron los muertos.
– ¿Por qué?
– Piensa tú misma en la posible respuesta. Y piensa también en otra cosa que puedas ofrecernos. Tu cetro no nos interesa.
Anaíd se alegró a la vez que se sintió desesperada.
– ¿Qué queréis? Decidme qué queréis. Os daré lo que me pidáis.
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