Roc la desconcertó aún más.
– Os habéis hecho un lío tan grande que he desconectado. Pero he deducido dos cosas: que Anaíd puede morir si no la ayudamos, y que yo tengo que estar cerca de ella.
Clodia miró a Dácil para echarle las culpas por ser tan mala narradora. Pero Dácil hizo lo mismo con ella. Clodia llegó a la conclusión de que ninguna de las dos tenía la culpa. En realidad, ¿cómo se le explica a un chico normal de carne y hueso que su chica es una bruja? ¿Y qué es la elegida de una profecía muy antigua, pero que ha sido víctima de una maldición y se ha vuelto malvada? ¿Y que depende del poder de un cetro poderoso? ¿Y que está condenada a morir, pero que hay un tratado que permite vislumbrar una salvación?
Mejor no hurgar tanto en esos detalles que podían resultar algo incómodos para un chico vital, realista y pragmático como Roc. A pesar de ser hijo de una bruja.
Sin embargo, tenían que estar seguras de una cosa. A Clodia le dio vergüenza hacer una pregunta tan taxativa y seria sobre algo que ella misma banalizaba.
– ¿La quieres?
Roc calló y Dácil parpadeó.
– Es muy importante que digas la verdad. ¿Estás enamorado de Anaíd sí o no?
Roc las miró alternativamente a la una y a la otra.
– ¿Y ella?
Dácil saltó con espontaneidad:
– No piensa en otra cosa, está loca por ti.
Roc se molestó.
– ¿Y por qué se escurrió como una anguila? ¿Y por qué dejó de contestar a mis e-mails ? ¿Y por qué no quiso besarme?
Clodia intervino conciliadora:
– Armas de mujer. Quería hacerte sufrir.
– ¿Y por eso la última vez que la vi me dio miedos?
– No era ella, ya estaba en peligro.
– ¿Y antes?
– Era por timidez -respondió Dácil.
Roc las miró a ambas, bajó la cabeza y admitió su situación.
– Está bien. Estoy colgadísimo de Anaíd.
– Yo también la quiero -suspiró Dácil.
– Fantástico. Yo soy insensible a la cursilería, pero pago los billetes de avión -redondeó Clodia como si se tratase de una subasta-. ¿Quién da más?
Y en ese preciso momento sonó su móvil.
– ¿Pronto?
– Le gustó.
– ¿A quién?
– Al gato de mi madre. Ahora no me deja ni a sol ni a sombra. Está lamiéndome el zapato. Gatito, gatito, miau, miau.
Era Mauro, el pirado de Mauro.
– Vaya, eso quiere decir que no pegas patadas.
– Pues eso. ¿Cuándo vienes a soñar conmigo?
– Es que… lo tengo un poco crudo.
– ¿No se ha acabado la boda?
– Qué va, está animadísima. Hemos decidido que continuamos la fiesta en Veracruz.
– ¿En México?
– Hay una salsa y una marcha que te mueres.
– ¿Y el bebé?
– Ya ha nacido, nos lo llevamos.
Se oyó un ruido al otro lado de la línea, Clodia no supo si se estaba riendo, se había caído de la silla o había tirado el teléfono por la ventana.
– ¿Has bebido mucho, no? -le espetó Mauro por fin.
– No, no, he estado pensando. Mientras los demás bailaban y bebían, yo pensaba.
– ¿En mí?
– Claro.
– ¿Y qué has pensado?
– Que no sé si eres sonámbulo.
– ¿Sonámbulo?
– ¿Lo eres? Los sonámbulos son un poco gore.
Silencio.
– ¿Mauro?
– Sinceramente no tengo ni idea.
– Pruébalo.
– ¿Cómo?
– Pon harina en el suelo y, si dejas huellas, es que te levantas por las noches.
Silencio de nuevo. Clodia quiso rebobinar y borrar sus últimas barbaridades, pero ya no era posible. Un suspiro desde Taormina y por fin la voz de Mauro.
– Eres una caña, tía.
Buuf. Clodia respiró profundamente.
– Llámame cuando quieras sufrir.
– ¿De verdad piensas en mí?
– Por supuesto.
– ¿Cuántas veces al día?
A Clodia otra vez se le encendieron todas las alarmas.
– Cada vez que me miro al espejo y me veo los labios.
– Yo también…, ¿sabes?…
– No te oigo, aquí no hay apenas cobertura…
– Yo sí que te oigo perfectamente.
– Lo siento, ciao.
Colgó resoluta y guiñó el ojo con picardía a sus amigos, que ya estaban en la puerta dispuestos a salir volando.
– Mi novio. Le estoy haciendo sufrir un poco. Le gusta.
* * *
Selene abrió la puerta de su casa con manos temblorosas y husmeó como una loba. El olor reciente de los jóvenes impregnaba el zaguán. Dejó la llave en la cerradura y no se preocupó en recogerla; sabía que detrás de ella venía Karen, y también esperaba en breve a Valeria.
– ¡Clodia! ¡Dácil! -gritó subiendo las escaleras.
Y se desgañitó recorriendo todas las habitaciones de la casa. Cuando finalmente llegó Karen, la encontró desanimada y jadeando.
– No están. Se han ido -murmuró con los ojos bajos-. Y no debe de hacer mucho rato, el ordenador aún está encendido.
Karen la obligó a sentarse.
– Respira y tranquilízate o tendré que volver a hacerte tomar las pastillas.
– A la porra con tus pastillas.
– No puedes volver a sufrir otro desmayo.
– ¿Por qué no? He perdido a mi hija ¿Qué me importa mi salud?
– Puedes perder a tu próxima hija.
– No quiero ningún otro hijo, quiero a Anaíd -gritó Selene echándose a llorar.
Karen la consoló de la única forma posible. La abrazó.
– Vamos, vamos, nadie te reconocería ahora. Conseguiste levantar a las Omar de sus sillas y lanzarlas a la revuelta. Ahora todos los clanes están en pie de guerra contra las Odish y te están aclamando como su líder. No puedes abandonarlas.
– Sí que puedo -se lamentó Selene-. Tengo que ir en busca de Anaíd.
– Anaíd no está perdida; simplemente entró en el Camino de Om -rebatió Karen.
Pero Selene la miró fijamente.
– Yo estuve en el reino de los muertos y sé que los muertos no perdonan las ofensas cometidas. No tendrán piedad con Anaíd. Mi hija no saldrá con vida.
Karen calló impresionada. Ante determinadas experiencias se sentía incapaz de oponer calma o sentido común. Selene sabía mucho mejor que ella de lo que hablaba.
– ¿No pretenderás volver a entrar allí?
Selene se mordió las uñas con desespero.
– Tú no sabes lo que es estar rodeada de muertos y sentir que la vida se va apagando dentro de ti; no sabes lo que son la soledad, el miedo, la locura y la desesperación. No quiero que eso le ocurra a Anaíd y no quiero que muera. Iré a ayudarla.
Karen la sujetó.
– Selene, no puede ser. Ya es demasiado tarde. Ahora tienes que cuidarte, estás embarazada. Piensa en esa nueva vida… Es providencial.
Selene no lloró, la fulminó con la mirada.
– ¿Pretendes decirme que he perdido una hija y que por eso la naturaleza me ofrece otra?
Karen bajó la vista avergonzada. Había querido decirle exactamente eso. En esos momentos compartía el espíritu de la sabiduría popular que compensa las pérdidas de vidas con nuevas vidas. Ciertamente, el descubrimiento del recientísimo embarazo de Selene había sido tan sorprendente como inesperado, pero era justo.
– ¿Y según tú qué tengo que hacer? -preguntó Selene con cautela.
– Tenemos que acudir a México y arrebatar el cetro a Cristine.
Selene negó.
– Eso es tarea de la elegida. Es Anaíd quien debe hacerlo.
– ¡No puede!
– Yo la ayudaré, y también Clodia y Dácil. Todos los que la queremos intercederemos por ella.
– ¿Cómo? ¿Bajaréis todos al Camino de Ora?
Selene calló; era justo eso lo que le bullía en mente.
– Las llevaré conmigo. Las dos le deben la vida a Anaíd. Podemos ofrendar nuestras vidas a los muertos, que escojan.
Karen se horrorizó.
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