Maite Carranza - La Maldición De Odi

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La guerra de las brujas está próxima y la elegida no puede posponer más el momento de empuñar el cetro y destruir a las temibles Odish. Pero Anaíd, que anhela el amor de Roc y del padre que nunca tuvo, que confía en llevar la paz definitiva a las Omar, tendrá que enfrentarse a la traición, al rechazo de los suyos y a la soledad. La maldición de Odi se ha cumplido: la elegida ha incurrido en los errores, ha sucumbido al poder del cetro y hasta los muertos reclaman su tributo. Es el momento de la verdad, de la batalla definitiva entre Omar y Odish.

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Cuando fue proclamada gran matriarca y fue venerada como elegida, ya era la líder indiscutible de las tropas Omar.

Pero Anaíd no había acudido a su lado.

Durante esos meses en que Anaíd estuvo ausente en el mundo de los muertos, Selene no dejó de pensar en ella ni un instante. Compartió con su hija su miedo y su angustia, y asumió todas y cada una de las terribles pruebas que en aquellos momentos debía de estar superando. Cada mañana luchaba contra la desesperación recordando las palabras de su prima Leto acerca de la elegida:

«No me consuela saber que ella, la elegida, también deberá recorrer un largo camino de dolor y sangre, de renuncias, de soledad y remordimientos. Sufrirá, como yo he sufrido, el polvo del camino, la dureza del frío y la quemazón del sol. Pero eso no la arredrará.

Desearía ahorrarle la punzada amarga de la decepción, pero no puedo.

La elegida emprenderá su propio viaje y lastimará sus pies con los guijarros que fueron colocados para ella.

No puedo ayudarla a masticar su futura amargura ni puedo endulzar sus lágrimas que aún no han sido vertidas.

Le pertenecen. Son su destino.»

Se convenció, a su pesar, de que su destino y el de Anaíd se desgajaban para unirse más tarde. Por eso recibió con esperanza la noticia de la desaparición de Baalat y la celebró. Anaíd era fuerte y valiente, había salido triunfadora de su misión y había acabado con Baalat, se dijo. Y es pero con ansiedad su regreso inminente al mundo de los vivos. Confiaba en la palabra de los muertos que habían aceptado su sacrificio. «Mi vida por la de mi hija», les ofreció, y los muertos habían atendido su súplica y ella había recibido la caricia fría de una mano muerta que sellaba su pacto. Deméter por fuerza tenía que haber protegido a Anaíd; así se lo pidió y así creía que habría sucedido.

Por eso no había perdido la fe en su pronto regreso y cada mañana, al despertar, preguntaba a su guardia de guerreras si en la falda del volcán había aparecido una muchacha joven de piel blanca y ojos muy azules. Luego oteaba el horizonte con la firme convicción de verla llegar en lontananza.

Pero Anaíd no aparecía, la fecha del equinoccio se acercaba y no podían posponer más su ofensiva. A su pesar, tuvo que preparar minuciosamente el ataque.

Ella, con su magia y su fuerza mortales, se enfrentaría a Cristine, milenaria e inmortal, e intentaría arrebatarle el cetro. Aunque no estaría sola. El ejército de las Omar que habían acudido a luchar atacaría bajo su mando y desbarataría las defensas de las Odish.

La lucha era desigual y existía la posibilidad que esa batalla fuese un baño de sangre, pero era preferible la muerte a permanecer eternamente bajo el poder del cetro en manos de las sanguinarias Odish.

Y ahora, a pocas horas de la gran batalla, su hija, la elegida verdadera, había regresado por fin entre los vivos.

Pero Anaíd no había acudido a su lado.

Y si no había llamado a su puerta para ponerse del bando de las Omar…, ¿significaba que lucharía contra ellas?

Si así fuera, hubiera preferido mil veces que los muertos la hubiesen retenido en su inframundo.

Estaba inquieta, aturdida, y no hacía más que barajar múltiples posibilidades sobre los sucesos que acontecerían al día siguiente. Había movilizado a su guardia personal para que encontrasen a Anaíd, pero sólo habían hallado a una Omar inuit del clan de la osa que, acompañada de su perro, ascendía lentamente hacia la cumbre del Popocatepetl, más allá de las cruces, donde la ventisca y el frío del glaciar mordían la piel. La muchacha les prometió vigilar desde las cumbres para evitar la llegada de Odish desde la retaguardia del cono del volcán.

Selene se concentró en su posición de loto nuevamente. Respiró acompasadamente, una vez, otra. Su responsabilidad de líder no le permitía flaquear ni hundirse. Todas tenían su mirada fija en ella. Pasase lo que pasase, mañana sería el gran día. Pero antes le esperaba una larga noche.

– Oh Selene, discúlpame por interrumpir tu paz. Ha sucedido algo importante.

Selene levantó la mirada sin dejar traslucir su miedo. Ante ella, una recia Omar escorpión manchú de piel clara, cabellos lacios y ojos rasgados, armada con su atame , parecía agitada.

– ¿Habéis encontrado a la loba?

– No exactamente, Selene.

Selene se hundió.

– ¿Sabes que la batalla es mañana y que la elegida debe pasar esta noche a solas enfrentándose a sí misma?

– Lo sé.

– ¿Y a pesar de todo me interrumpes?

– Son noticias importantes.

– Habla pues, Shon Li.

Era una magnífica luchadora de artes orientales a quien había escogido entre centenares para formar parte de una escogida elite que vigilase la cueva de las matriarcas. Confiaba ciegamente en ella y su lealtad estaba probada.

– Hemos interceptado a un hombre. No era un arqueólogo ni un alpinista extraviado. Te está buscando a ti y dice tener noticias sobre la joven loba.

Selene palideció y se puso en pie con una intuición.

– ¿Rubio, alto, ojos azul cobalto?

– En efecto.

Instintivamente se llevó las manos a la cara retirando su cabello e intentando recordar su aspecto. Iba vestida con una larga túnica bordada de alegres colores que disimulaba su incipiente embarazo y llevaba su melena roja suelta sobre sus hombros.

Así pues Gunnar estaba aquí.

– Que pase -ordenó aparentando confianza y repitiéndose que no le estaba permitido desmoronarse.

Sin embargo, al tenerlo delante le flaquearon las piernas y tuvo que reprimir su deseo de correr hacia él y refugiarse entre sus brazos. Se estaba tan bien dentro de ellos. Todo era sencillo cuando acurrucaba la cabeza contra el pecho de Gunnar y oía los latidos de su corazón dejándose imbuir de su serenidad y sintiéndose protegida por su fuerza.

No obstante se mantuvo erguida y firme.

– Hola, Gunnar.

– Hola, Selene. Supongo que te asombras de que esté aquí.

Selene extrañó sobre todo su falta de cordialidad. Gunnar no se acercó a ella, ni pretendió besarla, su voz era distante, sin un asomo de la ternura que había detectado en ocasiones anteriores, y en sus ojos no había pasión, ni deseo. Sus ojos eran como el acero, fríos y duros.

– No me asombra nada de lo que hagas. Por algo eres un brujo Odish.

Gunnar se impacientó.

– No he venido a discutir contigo, Selene. Tampoco he venido, como otras veces, dispuesto a ofrecerte mi amor. No tengas miedo, eso ya pasó. Afortunadamente, eres libre

Selene tragó saliva lentamente. ¿Qué le ocurría? ¿Por qué en ese momento deseaba furiosamente besar a Gunnar y hacerlo callar? ¿Por qué, en lugar de tranquilizarla, su indiferencia la exasperaba? ¿Acaso no había significado nada esa noche que pasaron juntos en la cabaña junio al lago? ¿Las palabras que se dijeron? ¿La locura que les invadió? ¿Y ese hijo que estaba esperando sin que el lo supiese? Quería odiarlo, pero no tenía fuerzas.

– Está bien. ¿Qué noticias traes?

Gunnar escogió sus palabras con sumo cuidado.

– Anaíd ha regresado del Camino de Om con vida a pesar de la maldición.

Selene respondió con cautela.

– Lo sé. Gunnar continuó desgranando sus palabras.

– Se ha reunido esta misma tarde con Cristine, mi madre.

Selene se sintió doblemente traicionada. Gunnar estaba con la dama blanca y Anaíd se unía a su bando. Fingió, sin embargo, dominar la jugada.

– Lo suponía.

Gunnar bajó la cabeza.

– Y de aquí a unas horas se celebrará la ceremonia equinoccial para consagrar el cetro de poder que le será entregado a la elegida, Anaíd.

Selene fue escueta.

– Estaba enterada de la ceremonia.

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