Maite Carranza - La Maldición De Odi

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La guerra de las brujas está próxima y la elegida no puede posponer más el momento de empuñar el cetro y destruir a las temibles Odish. Pero Anaíd, que anhela el amor de Roc y del padre que nunca tuvo, que confía en llevar la paz definitiva a las Omar, tendrá que enfrentarse a la traición, al rechazo de los suyos y a la soledad. La maldición de Odi se ha cumplido: la elegida ha incurrido en los errores, ha sucumbido al poder del cetro y hasta los muertos reclaman su tributo. Es el momento de la verdad, de la batalla definitiva entre Omar y Odish.

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– No puede ser.

Cristine suspiró.

– Todo puede ser. ¿Quieres escucharlo de su propia boca?

Cristine chasqueó los dedos y despertó a los tres invitados, que abrieron lentamente los ojos en presencia de Anaíd y las Odish presentes.

– ¿Anaíd? -musitó Dácil.

Cristine la ayudó a levantarse.

– La misma a quien te proponías eliminar. ¿No es así?

Dácil afirmó con la cabeza baja.

– Nos ha traicionado. Es una Odish.

La dama de hielo miró fijamente a Anaíd mientras hacía la pregunta lentamente.

– ¿Y creéis que por eso debe morir?

Clodia se incorporó cogida a la mano de Roc.

– En efecto, debe morir.

Anaíd notó cómo se desencajaba su cuerpo.

– ¿Y quién clavará su puñal? ¿Roc?

Roc miró a Cristine.

– Sí, yo le clavaré mi puñal. No lo espera.

Cristine señaló su mano cogida a Clodia.

– Tampoco esperaba que te hubieses enamorado de su mejor amiga.

– Fue una sorpresa. Anaíd no lo sabe.

Clodia miró a Cristine a su vez.

– Nos hemos enamorado. Roc ya no quiere a Anaíd. Anaíd se echó al suelo sin importarle su ropa nueva y se tapó los oídos.

– No quiero oír más, no quiero verlos más, llévatelos, hazlos callar, hazlos desaparecer.

Cristine se dirigió a Cloe, que había asistido con escepticismo a la escena.

– Anula su voluntad y congela sus deseos.

– Ya lo has hecho tú, señora de los hielos -replicó la Odish rebelde.

Cristine la fulminó.

– Obedece mis órdenes y las de la elegida. Cloe pasó la palma de su mano sobre los ojos de los tres prisioneros, que la siguieron mansamente, con docilidad. Su contoneo insolente enfureció a Cristine, que no atendió a Anaíd hasta pasado un rato.

Anaíd estaba encogida en el suelo, víctima de un ataque. Sus llantos e hipidos no la abandonaban.

– Anaíd, compréndelo, ya no eres una Omar, ya has probado la sangre y el poder. Nunca te aceptarán de nuevo entre ellas.

Anaíd tuvo un nuevo acceso de llanto.

– Pero Roc, Roc no es Omar.

– ¿Qué creías? ¿Que te sería fiel? Los hombres engañan, por eso las Odish nos servimos de ellos. Si dejásemos nuestra voluntad en manos de un hombre, estaríamos perdidas.

– Y Clodia…

– Clodia obedece a su clan del delfín y es coqueta y egoísta. Su amistad queda en un tercer plano.

– Dácil me quería.

– Dácil quiere regresar con su madre y hará todo cuanto la tribu le ordene, incluido eliminarte. ¿No lo comprendes? Todos tienen sus intereses y tú no estás en el primer lugar de nadie.

Anaíd boqueó en busca de aire.

– Selene sí, es mi madre…

Cristine rió con ganas.

– ¿Selene? Precisamente Selene ha usurpado tu papel. No le interesa tu regreso. Quiere la gloria y el poder para ella sola. Quiere que la aclamen como a la gran matriarca y la elegida de la profecía.

Anaíd se arañó las mejillas en un intento desesperado por mitigar el terrible dolor que las palabras de Cristine le causaban.

– ¿Y Gunnar?

Cristine se entristeció.

– Es mi hijo, pero…

– ¿Qué?

– Ha maquinado contra ti.

Anaíd ya no podía soportarlo más.

– ¿Contra mí?

– Se ha unido a Selene para arrebatarte el cetro. Acaba de entrevistarse con ella y han urdido una traición.

Anaíd explotó. Todo era excesivo.

– ¡No te creo!

Cristine suspiró con deferencia, rozó con sus blancos dedos una columna de hielo que sostenía el techo del palacio y sobre su nívea superficie se reflejó la escena que había tenido lugar una hora antes. En ella Selene y Gunnar, sentados en la cueva, con una vasija de pulque al lado, hablaban con voz queda. Anaíd contuvo el aliento.

– ¿Qué propones?

– Te propongo un pacto.

– ¿Cuál?

– Te ayudaré a acabar con Cristine antes de la ceremonia. Luego rescataremos el cetro y entre los dos controlaremos a Anaíd o… la reduciremos.

– ¿Podrás contra Cristine?

– Sabes que si lo deseo puedo volver a utilizar mis poderes.

– Pero es tu madre. ¿Lo harás?

– Con una condición.

– ¿Cuál?

– Anaíd. Mi precio es Anaíd.

– ¿Qué harás con ella?

La dama chasqueó los dedos ante la atónita Anaíd y mostró a Gunnar. La escena estaba ocurriendo en esos mismos momentos. Gunnar había llenado una jarra y estaba introdu-ciendo unos polvos dentro de una copa. Anaíd contempló cómo Gunnar se armaba con sus armas de berseker y Cristine comentó con naturalidad.

– Ahora tu padre está preparando nuestra desaparición.

Anaíd se llevó las manos al cuello. Tenía miedo de sus propios padres. No podía confiar en nadie, en ningún ser vivo. ¿Y en Cristine?

– ¿Qué quiere hacer Gunnar conmigo?

Cristine se dirigió lentamente hacia la puerta.

– Se lo preguntaremos a él.

Y abrió la puerta sorprendiendo a Gunnar, que en esos instantes estaba frente a su puerta con la bandeja en las manos. Al verla adelantarse a sus intenciones, Gunnar, con

desconfianza, depositó la bandeja sobre una mesa.

– Vaya, sabías que vendría.

Cristine lo contempló.

– Una madre sabe muchas cosas -y añadió con desenvoltura para quitar hierro a la desconfianza de Gunnar-, sobre todo cuando su hijo hace ruido -y señaló sus botas claveteadas.

Gunnar se tranquilizó. Ciertamente no pasaba inadvertido.

– Vamos a brindar por la entronización de la elegida -propuso Gunnar mirando a Anaíd-. Estás muy guapa. Mucho.

Anaíd se sentía incapaz de pronunciar una sola palabra ni de representar ningún papel. Estaba anestesiada de dolor. Simplemente la infelicidad se había adueñado de su persona y estaba asistiendo con estupor, como una invitada macabra, a la tragedia que tenía como desenlace su propia muerte a manos de su padre.

– ¿Qué te pasa? ¿Te ocurre algo?

Cristine sonrió a Gunnar.

– Es una sentimental, tendrá que aprender a controlar sus emociones, como tú y yo.

Y sin que Gunnar atendiese a su acción, Cristine señaló hacia otra dependencia.

– Acabamos de eliminar a Dácil, Clodia y Roc. Pretendían atentar contra ella.

Consiguió el efecto esperado. Gunnar palideció y miró hacia donde la dama señalaba sin atender a la bandeja con las tres copas que él mismo había llevado. Luego abrazó a una Anaíd hierática y distante. Estaba bajo estado de shock .

– ¿Era necesario eliminarlos? -clamó Gunnar con voz rota.

– O ellos o Anaíd.

Cristine, con una levísima indicación de sus dedos, cambió las copas de lugar.

– Pero, pero… eran unos niños -objetó.

– Unos niños peligrosos, iban armados y habían recibido de Selene las órdenes de matar a Anaíd.

Anaíd ni siquiera reaccionó, pero Gunnar estaba fuera de sí.

– ¡No es cierto! ¡Eso no es cierto!

Cristine rió con una risa clara.

– Vaya, ¿la defiendes? Creía que te había engañado Muchas veces y que te rechazaba.

– No quiero discutir contigo.

– Pues brindemos. ¿Has venido para eso, no?

Anaíd, incrédula, vio cómo Gunnar servía con mano temblorosa el brebaje en las copas y las distribuía. Cristine aceptó la suya con naturalidad, pero ella la rechazó. No podía creerlo: su propio padre pretendía envenenarla. Gunnar insistió.

– Bebe, te sentará bien.

– No quiero, gracias -respondió Anaíd horrorizada.

Cristine, en cambio, levantó su copa y brindó alegremente con su hijo.

– ¡Salud! ¡Por el triunfo del cetro y la elegida!

Gunnar sostuvo su copa y aguantó el choque de su madre con un rictus de dolor.

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