Maite Carranza - La Maldición De Odi

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La guerra de las brujas está próxima y la elegida no puede posponer más el momento de empuñar el cetro y destruir a las temibles Odish. Pero Anaíd, que anhela el amor de Roc y del padre que nunca tuvo, que confía en llevar la paz definitiva a las Omar, tendrá que enfrentarse a la traición, al rechazo de los suyos y a la soledad. La maldición de Odi se ha cumplido: la elegida ha incurrido en los errores, ha sucumbido al poder del cetro y hasta los muertos reclaman su tributo. Es el momento de la verdad, de la batalla definitiva entre Omar y Odish.

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– Aquí está. El cetro de poder de la madre O, profetizado por Trébora, maldito por Odi. Poderoso y único. El cetro de la ELEGIDA.

Y al pronunciar lentamente sus palabras un murmullo de desaprobación atronó la sala del Tetzacualco. Algunas Odish no estaban dispuestas a ser gobernadas por una muchachita Omar.

Anaíd extendió la mano para recibirlo y todas pudieron ver la luz blanca que brotaba de su palma. Era obvio que le pertenecía, que su naturaleza lo reclamaba, que la conjunción adecuada era ésa, pero el rechazo de algunas facciones de Odish no era el único inconveniente que impedía que el cetro llegase hasta Anaíd.

Cristine, temblorosa y tensa, prisionera del dorado símbolo, se negaba a entregarlo. No podía. No tenía valor. El cetro la reclamaba y ella no conseguía resistirse a su dictado. El cetro estaba imponiendo su propia ley y Cristine no era inmune a su fuerza.

Anaíd, con los ojos desorbitados y la mano ardiendo, seguía angustiada la trayectoria del cetro en manos de Cristine, que se detuvo, hipnotizada y subyugada por el preciado juguete. A lo lejos, refulgiendo en la nieve, comenzaba a apuntar la primera claridad del día. Pronto sería tarde.

Se hizo un silencio espeso que rompió el aullido del coyote y que pareció sacar a Cristine de su ensoñación.

Anaíd no podía arrebatárselo a la fuerza, no podía luchar contra ella, pero se cogió a su mano libre y la apretó.

– Abuela -susurró-, me tienes que entregar el cetro a mí.

Las Odish armaron mayor revuelo y la facción de la nigromante Baalat hizo oír su voz:

– ¡El cetro para las Odish!

Y entonces Cristine reaccionó.

– ¡Silencio! -clamó, alzándolo sobre las cabezas de las Odish-. La elegida, ella sola, tiene el poder de la vida y la muerte con el cetro entre sus manos. ¿Queréis que lo ejerza sobre vosotras? Debéis aclamarla y acatarla.

Rápidamente y sin vacilar, extendió el brazo y ofreció el cetro a Anaíd. La mano de Anaíd, ávida, se cerró sobre su empuñadura y se aferró desesperadamente a él. Con los ojos cerrados se dejó invadir por su energía y su magia y se sintió transportada hacia otras dimensiones. Al abrir los ojos, advirtió que la luz era diferente y que los sonidos eran más nítidos. La niebla se había iluminado y tras los jirones de nubes percibía otras realidades.

De pronto, distinguió los susurros de muchas mujeres ocultas y percibió con claridad que estaban rodeadas de guerreras Omar, a quienes ni los árboles, ni los matorrales, ni la nieve blanca podían ocultar. El cetro las hacía visibles a sus ojos; nada ni nadie podía evadirse del cetro, su poder infinito llegaba a todos los rincones.

Se sintió tremendamente poderosa. Se sintió tremendamente sola. Se sintió desconfiada y temerosa de todos.

Pero poseía el cetro.

Ni las Odish, ni las Omar confiaban en ella. Nadie, excepto Cristine, la amaba. Pero por eso mismo, quizá, se sentía más fuerte, más capaz de alcanzar sus deseos sin que los escrúpulos o el sentimentalismo amordazasen su conciencia.

No tendría que plegarse a voluntades ajenas. Ella dictaría su propia ley.

No tendría que acatar ninguna orden. Ella daría las órdenes.

No tendría que tener en cuenta a nadie. Sólo a sí misma.

Recordó de golpe a Deméter y su promesa de destruir a Cristine. Las promesas con los muertos no pueden olvidarse… ¿Y por qué no? Deseaba volar libre hacia el poder absoluto del cetro.

El graznido del águila anunció la inminente aparición del sol. Anaíd tensó sus músculos y abrió sus brazos dispuesta a recibirlo. Pero en el instante en que dirigía el cetro hacia el Este, una voz la detuvo.

– ¡Anaíd, te quiero! -clamó la voz serena de Selene, su madre, rebotando contra las columnas del Tetzacualco.

Anaíd sintió cómo un zarpazo de humanidad desgarraba sus entrañas.

– ¡Anaíd, te quiero! -gritó Gunnar, su padre, llenando sus pulmones vacíos de aire puro y causándole el mismo dolor que produce la primera respiración.

– ¡Anaíd, te quiero! -gritó la voz de Roc oprimiendo su corazón y obligándolo a latir como una descarga eléctrica tras una larga parada cardíaca.

Y Anaíd tembló de pies a cabeza y notó cómo su de terminación se esfumaba.

Cristine permanecía impávida, mientras las Odish se levantaron de sus asientos dispuestas a luchar contra los invasores que desvirtuaban su ceremonia. Y al hacerlo, algunas de ellas quedaron atrapadas por redes mágicas que las Omar, agazapadas bajo el hielo y suspendidas en el vacío del precipicio, les lanzaron. Los gritos atronaron en el recinto sagrado.

Y en ese mismo instante se depositó sobre el cetro el primer rayo de sol equinoccial y Anaíd sintió el calor del astro rey invadiendo sus venas y dotándola de un poder infinito, fastuoso.

Pero la voz de Clodia la conmovió más que el poder del cetro.

– ¡Anaíd, te quiero! -gritó Clodia, que había despertado de su letargo con la ayuda de las Omar.

– ¡Anaíd, te quiero! -la secundó Dácil corriendo hacia ella y esquivando a las Odish que pretendían atraparla.

Anaíd había sido ungida por el cetro y permanecía inmóvil respirando bocanadas de aire puro y saboreando su nueva humanidad. Estaba rota y desgajada, pero sentía cada una de sus células. Estaba tremendamente viva y por primera vez supo lo que significaba poseer el cetro, y no ser poseída por el cetro. Era eso. Sentirse amada. Era esa delgada línea que separaba ambos conceptos.

Selene se abrió paso entre el desconcierto, llegó junto a Anaíd y le imploró con los ojos anegados en lágrimas:

– Destruye a la dama blanca. Destrúyela ahora.

Anaíd reconoció que ésa era su misión, ésa era la profecía para la cual estaba destinada.

Alzó el cetro sobre la cabeza elegante y hermosa de Cristine. Y Cristine no se defendió, ni se movió del lugar de honor que ocupaba junto a ella. Se la quedó mirando sin implorar compasión, sin pretender otra cosa que conservar su recuerdo.

Anaíd intentó descargar el poder del cetro sobre la dama blanca, pero cuando sus brazos bajaron, algo los detuvo. Luchaba contra sí misma.

– Hazlo, Anaíd.

– Destrúyela, Anaíd.

– Ella es el mal, Anaíd.

Anaíd, embrujada por los ojos de su víctima, tal vez bajo su último maleficio, se desprendió del cetro con mano temblorosa y lo dejó sobre el altar.

– No puedo hacerlo.

– ¿Por qué no puedes destruirme? -preguntó Cristine.

Anaíd se hundió irremediablemente.

– Te quiero.

– No te rindas, Anaíd, no te rindas -intervino entonces Selene.

Y desesperada, se lanzó a tomar ella misma el cetro dispuesta descargarlo sobre la gran Odish, pero una mano más fuerte se lo impidió. Era Gunnar.

– No lo hagas, es muy peligroso.

Cristine, mientras tanto, como si estuviera ajena a todo lo que no era su nieta, abrazaba a Anaíd con ternura y secaba sus lágrimas.

Selene dio un grito y quiso separarlas, pero de nuevo Gunnar la retuvo fuertemente.

– No le hará daño. A ella no.

Anaíd se giró hacia su madre:

– Lo siento, Selene -balbuceó-, lo siento, hemos perdido la guerra. Las Omar habéis perdido por mi culpa. No soy capaz de matarla.

Cristine sonrió a Anaíd y le ofreció el cetro con delicadeza.

– Te equivocas, preciosa. Tu amor ha sido providencial. El cetro es tuyo.

Y la dama blanca se irguió con arrogancia y gritó. Su voz resonó en la falda del Popocatepetl. Su voz potente de tuvo el vuelo de las águilas y la corriente de los vientos. Su voz dulce y poderosa llenó de asombro a las Omar, guerreras y furiosas, que por primera vez estaban cercando a las Odish. Y mientras ella habló, todas las criaturas vivas la es

cucharon.

– Oídme bien. La profecía acaba de cumplirse.

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