Maite Carranza - La Maldición De Odi

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La guerra de las brujas está próxima y la elegida no puede posponer más el momento de empuñar el cetro y destruir a las temibles Odish. Pero Anaíd, que anhela el amor de Roc y del padre que nunca tuvo, que confía en llevar la paz definitiva a las Omar, tendrá que enfrentarse a la traición, al rechazo de los suyos y a la soledad. La maldición de Odi se ha cumplido: la elegida ha incurrido en los errores, ha sucumbido al poder del cetro y hasta los muertos reclaman su tributo. Es el momento de la verdad, de la batalla definitiva entre Omar y Odish.

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– ¡Por la elegida! -repitió.

Anaíd no les quitaba el ojo de encima. Lo que sucedería era previsible. Y sucedió.

Tras apurar sus copas, Gunnar comenzó a sentirse mal. Se llevó las manos al cuello, su tez se puso violácea y comenzó a temblar violentamente. Sus rodillas flaquearon y cayó al suelo poco a poco. Se fue dando cuenta del efecto contrario de sus actos.

– ¿Qué me has hecho madre? -musitó.

Cristine abrazó a Anaíd y le tapó los ojos.

– Cambiar nuestro destino y salvar a mi nieta.

Y con una ternura infinita, rodeó a Anaíd con sus elegantes brazos y la acompañó poco a poco hasta la puerta.

El aire frío de la noche mordió la piel de Anaíd, pero no lo notó. Flotaba en una nube de dolor. El mundo le era indiferente y al oír el rugido hambriento del Popocatepetl sintió ganas de arrojarse en su cono ardiente repleto de azufre y cenizas y concluir así su sufrimiento.

– Tu muerte no es la solución.

Anaíd se la quedó mirando sorprendida.

– Me tienes a mí, no te he abandonado, estoy contigo y te cuido.

La voz cariñosa de Cristine actuó como un bálsamo. La dama la cubrió con una soberbia capa de piel de marta cibelina.

– Tienes que sobreponerte, querida niña, tienes que ser fuerte.

Anaíd se arrebujó en la suave capa y se dejó arrullar por las palabras dulces de Cristine.

– Pronto tendrás el cetro en tus manos. Piensa en el cetro.

Y la condujo amorosamente por el empinado camino que conducía hasta el Tetzacualco del Popocatepetl, el lugar donde se celebraría la ceremonia del cetro.

Tras ellas, las Odish venidas de lodos los rincones del planeta las seguían a una prudente distancia vestidas con sus trajes ceremoniales. Las últimas, las que cerraban la comitiva iban acompañadas de dos chicas que caminaban con la mirada ausente y los pasos mecánicos de los que han perdido la voluntad. Las habían vestido de verde para la ocasión y habían adornado su cabeza con una tiara blanca. Eran, sin saberlo, el sacrificio para la ceremonia. Dos jóvenes Omar caídas del cielo: Clodia y Dácil.

Cuando Selene, con su melena roja, llegó al Tetzacualco de Hamacas a la hora convenida con Gunnar, el palacio mágico de la dama de hielo y sus Odish había desaparecido. En su lugar sólo quedaban las ruinas del antiguo templo y los cuerpos exánimes de Gunnar y Roc sobre las frías losas.

Selene lo comprendió todo en pocos instantes. Cristine los había descubierto y ésa era su respuesta.

Se agachó sobre Gunnar y acarició su mejilla. Luego le besó delicadamente sobre sus labios aún calientes y pronunció únicamente:

– Te quiero.

CAPÍTULO XXIX

La guerra de las brujas

El Tetzacualco del Popocatepetl era excepcional. Se erigía a casi cinco mil metros de altura, sobre el hielo blanco del glaciar y muy cerca de la cúspide, pero pasaba absolutamente inadvertido a los pocos viajeros que emprendían la lenta ascensión hasta la cima del Popo. A esa altura, exhaustos y faltos de oxígeno, sólo tenían ojos y fuerzas para continuar tercamente paso tras paso hasta alcanzar los 5.452 metros que culminaban su proeza.

Como el resto de los adoratorios, el Tetzacualco estaba ubicado en el lugar exacto donde el primer rayo de sol equinoccial se posaba sobre el altar, y conducía, siguiendo el trazado de una línea imaginaria, hasta los siguientes Tetzacualcos. El del Popocatepetl desafiaba todas las leyes de la gravedad y estaba colgado de la ladera de la montaña en una situación de vértigo. Ante el templete, cortado a pico, caía el acantilado cubierto de hielo.

Cristine, con un simple sortilegio, había levantado de nuevo sus antiguas columnas y reconstruido su hermoso techo artesonado sobre el suelo negro de roca volcánica abrillantado por la lengua golosa del glaciar.

Arriba, la mágica columna de humo que ascendía del cráter del irritado volcán. Debajo, un anillo blanco de nubes. En el lugar de honor, temblorosa, pero firmemente dispuesta a empuñar el cetro, Anaíd. Estaba envuelta en pieles junto a la dama blanca. La barbilla alzada, la espalda erguida y la mirada serena, al frente, tal y como le había enseñado su abuela.

Cristine, rodeada de hielo deslumbrante, saludaba y acogía a las Odish que iban llegando. Se procedía según el ritual. Desde su sitial de honor junto a la elegida, Cristine las recibía con unas palabras de bienvenida y un beso; luego pintaba sus ojos con surma negra, para echar de ellos cualquier mal presagio, y llenaba su vasija de plata con el licor sagrado.

Las Odish, hermosas, caminaban dignamente con su copa en la mano hasta el sitial que les estaba reservado a cada una en función de su rango, su procedencia y su antigüedad.

El protocolo era lento, repetitivo, y se prolongó a lo largo de un tiempo que a Anaíd se le hizo interminable. La proximidad del cetro la había alterado. Lo notaba en sus manos ardientes y en la angustia que la atenazaba. El cetro estaba demasiado cerca y sólo faltaba un suspiro para que el amanecer desbancase a la noche y el rayo de sol la legitimase como a su dueña. Miró de soslayo el arca de oro macizo, custodiada por dos Odish leales de las estepas siberianas. Dentro estaba el cetro de poder.

Anaíd, comida por la impaciencia, soportó con un mal llevado estoicismo la libación que ofició Cristine junto con el resto de las Odish. Respondiendo a las palabras rituales que formaban parte de la ceremonia, Cristine alzó su copa en dirección al cono del volcán y todas las Odish a una imitaron su gesto.

– El poder del fuego sagrado e inmortal se hermana en este mágico lugar con la fuerza de los hielos eternos. Unamos pues nuestras copas y bebamos juntas para impregnarnos de la sabiduría de la madre O, que concede al fuego y al hielo el poder del tiempo infinito.

Las Odish al unísono respondieron con un espectral «así sea», inclinaron la cabeza y bebieron de sus copas hasta que apuraron el sagrado líquido que a buen seguro agudizaría sus sentidos y su percepción. Luego se sentaron con elegancia, adoptaron una postura hierática y fijaron sus ojos en Anaíd.

Dos de ellas, dos Odish robustas, se adelantaron portando una piedra rojiza tallada como un cuenco y la depositaron a los pies de Anaíd.

– Todo está dispuesto para el sacrificio.

Y dirigieron su mirada hacia dos figuras lejanas que, fuera del Tetzacualco, aguardaban de pie y resignadamente su suerte. Bajo el poder de un encantamiento, eran incapaces de moverse, de huir o de pensar. Lucían grandes tiaras blancas en la cabeza y vestían ropajes verdes. Aguardaban su turno para ser ofrendadas, pero Anaíd ni siquiera atendió a sus rostros ni comprendió el significado del ritual. Estaba asombrada por el lugar que ocupaba y el poder que emanaba de su persona.

Cristine decidió por ella.

– El sacrificio puede esperar.

Y las dos Odish se arrodillaron, agacharon la cabeza y se retiraron a sus sitiales.

Anaíd sintió cómo se le erizaban los pelillos de la nuca. Todas las Odish, esas mujeres bellas, sanguinarias e inmortales, estaban formadas ante ella, dispuestas a obedecerla, a servirla y a acatar al cetro. Y se adueñó de ella un vértigo parecido al que producía mirar hacia el fondo del precipicio sobre el que estaba suspendido el Tetzacualco. ¿Era eso el poder? ¿Era ése el placer del mando? El vértigo fue en aumento, mientras Cristine abría con su llave el arca dorada donde reposaba el cetro. Un gemido salió de la garganta de Anaíd al contemplar por fin ese viejo amigo del que había estado separada durante largo tiempo. Una explosión de emociones la sacudió y el resplandor de la palma de su mano se acrecentó dolorosamente. Pero fue Cristine quien hundió su blanco brazo en el arca y lo empuñó con mano diestra. Después lo paseó ante los ojos ansiosos de Anaíd y de todas las Odish.

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