Joanne Harris - Runas

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Maddy es una chica solitaria y no por elección propia: ha nacido con una marca en la mano, un estigma en forma de runa que hace que el resto de los aldeanos se aparte de ella y le tenga miedo, pues creen que les traerá desgracias y mala suerte. Aún así puede sentirse afortunada: si fuese un animal, sus vecinos ya la habrían asesinado; tal es el miedo que despierta en sus corazones lo excepcional. En el mundo de Maddy ya nadie cree en los dioses y los espíritus, no se piensa en ellos ni se los tiene en cuenta, su mera mención es motivo de escándalo. Es una sociedad puritana y estrecha de miras, entregada a la piedad: la magia y los viejos relatos sobre los dioses están prohibidos.
Pero las fuerzas sobrehumanas existen. La vida de Maddy dará un giro de ciento ochenta grados cuando conozca a un anciano viajero que le pondrá al corriente de lo que significa su marca y de los atributos con que la inviste. Pero este poder y este conocimiento conllevan algunas responsabilidades. Maddy ha sido escogida para encontrar un viejo tesoro que puede devolver el vigor a los viejos dioses y que permitirá retomar la lucha entre las fuerzas del bien y del mal por el control de la realidad. Sin embargo, otras criaturas también codician el tesoro y no dudarán en destruirla. El destino del planeta está en manos de Maddy. ¿Será capaz de afrontar con éxito su destino?

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El ofidio arrancaba a su paso grandes fragmentos del Averno. Los soñantes quedaban libres, aunque Maddy era incapaz de saber si se trataba o no de æsir. Los efémeros se dispersaban por el aire como paja aventada. En un momento dado, Maddy incluso creyó vislumbrar lo que había al otro lado de las murallas del Averno: una oscuridad en forma de espiral que lo absorbía todo, tachonada de estrellas muertas. Un escalofrío le recorrió el cuerpo.

«Por los dioses, ¿es eso el Caos?»

Cerró los ojos y se agarró con fuerza.

Capítulo 16

La guardiana del Hel lo presenciaba todo a través de su ojo muerto.

– Esta vez lo ha conseguido realmente -admitió la diosa con cierto matiz de admiración-. Esa serpiente se está haciendo cada vez más grande. Tiene lógica, ya que es el miedo de Loki lo que le confiere su fuerza.

En sus manos, el Susurrante brillaba con ferocidad.

– Tú sólo mátalo -dijo-. Y a la chica también.

– No puedo -respondió Hel-. He hecho un juramento.

El cronófago que sostenía en la mano, gemelo idéntico del que Loki llevaba al cuello, señalaba cincuenta y un minutos. Tal vez podía conseguirlo. Estaba cerca: con su ojo muerto y omnividente, Hel podía verlo venir, volando como un cometa llameante con la serpiente pisándole los talones y una ringlera de soñantes tras su estela. Si pasaban nueve minutos -ahora incluso menos-, y Loki no conseguía cruzar el río, su cuerpo y el de Maddy dejarían de existir, con lo que quedarían atrapados en un Averno que empezaba a reventar por sus costuras y dejaba entrever la luz muerta del Más Allá.

– ¿Qué diferencia pueden suponer nueve minutos? -preguntó el Susurrante-.Vamos, mátale antes de que provoque más destrozos -le instó con voz apremiante, y ahora palpitaba con una luz verdosa que arrojaba sombras inquietas sobre el semblante de Hel.

– Me estás pidiendo que falte a mi palabra.

– ¿Tu palabra? -exclamó el Susurrante-. ¿Qué valor tiene tu palabra para alguien como él? Vamos, está indefenso. Mátale ahora, por los dioses. ¡Mátale antes de que sea demasiado tarde!

– No puedo. -Hel volvió a consultar el cronófago-. Mi promesa me ata durante otros… ocho minutos.

El Susurrante se enfadó y sus colores se encendieron como fuego de dragón. Sabía de sobra que sería difícil hacer cambalaches con Hel, incluso con la plena colaboración de Loki, pero éste, una vez liberado de la influencia del Susurrante y tras recobrar su aspecto en el Averno, había elegido el bando de Maddy y se había atrevido a emprender aquel intento de liberar a los dioses…

«¿Pensabas que te podías ganar su perdón, Embaucador? ¿Recuperar tu puesto entre los æsir? ¿Has llegado a creer que Tor podría siquiera protegerte de mí?»

Con un esfuerzo, el Susurrante domeñó su rabia. Los dioses podían escapar, pero ¿adonde irían? Entrar en el Inframundo tan sólo significaría la muerte para todos ellos: mientras siguiesen siendo incorpóreos estarían en manos de Hel, que podría hacer con ellos lo que se le antojase.

Claro que siempre podían intentar escapar al río Sueño, aunque esto también conllevaba sus peligros, pues entrar en el Sueño tan cerca de sus fuentes suponía un peligro tan grande que incluso los condenados se lo pensarían dos veces.

Quedaban siete minutos. El Susurrante hizo un esfuerzo y apartó la mirada de la escena que tenía lugar al otro lado del río.

– Puedo ayudarte, señora -dijo con voz repentinamente melosa-. Sé lo que deseas, y sólo yo puedo dártelo.

Hel abrió ambos ojos.

– No sé qué pretendes decir con eso.

– ¿No lo sabes? -preguntó el Susurrante.

Los segundos seguían pasando. Seis minutos.

– ¿De veras no lo sabes? -insistió el Susurrante.

– No puedo hacerlo -respondió Hel, pero su voz sonó débil.

– ¡Oh, claro que puedes! -insistió el Susurrante en tono zalamero-. Un leve corte, tan sólo un rápido tijeretazo, y todo lo que siempre has anhelado puede ser tuyo. Una vida por otra, mi diosa. La vida de Loki, los cinco minutos que quedan de ella, y a cambio puedes tener a Bálder. Imagínatelo. Bálder vivo. Caliente. Respirando. Y tuyo, mi diosa. Todo tuyo.

Hel guardó silencio durante unos segundos que se hicieron eternos. Por fin dijo:

– No puedo romper mi promesa. El equilibrio entre el Orden y el Caos depende de mi neutralidad.

– Contigo o sin ti -repuso el Susurrante-, el equilibrio entre Orden y Caos pronto se va a ver en peligro.

El ojo viviente de Hel brillaba con un intenso anhelo en su pálido semblante.

– ¿Cómo?

El Susurrante se permitió el lujo de sonreír.

– ¿Hacemos un trato, mi diosa?

– ¡Dime cómo, malditos sean tus ojos!

Resplandeciendo de alegría, el Susurrante se lo explicó.

Al otro lado del río, Loki volaba como un proyectil en llamas hacia las puertas del Averno. Hel podía ver que estaba casi abrasado; su firma mágica era como un chorro de llamaradas y el esfuerzo y la concentración le deformaban el rostro.

Tras él venían Tor, Maddy, la serpiente con la Vejez aún aferrada a su cola, y detrás de ellos los soñantes. Eran cientos, miles, que seguían a Jormungard como una línea de rompientes mientras la fortaleza se desintegraba, y todos ellos iban en busca del río.

Un temblor recorrió el Inframundo; una profunda trepidación que sacudió todo el Hel hasta sus mismos cimientos, desplazando rocas que estaban clavadas allí desde el origen del mundo y enviando ondas de choque entre las filas de los difuntos. Los huesos bailaron, se levantó una inmensa nube de polvo, la niebla se desgarró y un aullido de rabia brotó de la seca garganta de Hel.

– ¿Qué está pasando aquí? -gritó la diosa de los muertos.

En su mano, el cronófago la informó de que tan sólo quedaban ochenta y cinco segundos.

– Es el propio Caos, que está aporreando tu puerta. El Caos que busca a sus prisioneros. Si Loki escapa, conseguirá abrirse paso hasta aquí.

– ¿Eso lo ha hecho Loki ?

– Mátalo ahora. Salva tu reino y a ti misma de paso.

– ¿Y qué pasa si te equivocas, Oráculo?

– Todavía tienes a Bálder. ¿Te vas a negar?

– Bálder.

Por segunda vez en quinientos años, a Hel se le escapó un suspiro.

– Setenta segundos.

– Pero yo…

– Sesenta segundos y verás a Bálder vivo de nuevo. Cincuenta y nueve. Cincuenta y ocho. Cincuenta y siete…

– ¡Está bien! ¡Está bien!

Hel extendió la mano muerta. Los dedos eran una sucesión de huesos de aspecto amarillento y quebradizo bajo el efecto de aquella luz fantasmal y proyectaban una sombra en forma de araña bajo la cual Loki dormía con un brazo extendido sobre el suelo arenoso de Hel y una sonrisa casi imperceptible en sus labios llenos de cicatrices. La hebra de plata que le unía al Averno brillaba como el hilo de una telaraña.

– Hazlo, señora. Toma su vida.

Hel extendió su mano muerta y cortó la hebra.

En ese mismo momento sonó un ruido formidable y estremecedor, un crujido como si todos los mundos se desgajaran a la vez. Y al mismo tiempo ocurrieron todas estas cosas:

La piedra rúnica que llevaba Bolsa se volvió negra como el alquitrán.

Odín se sintió atravesado por una oleada de energía cuando diez mil hombres recién muertos pasaron sobre él y se precipitaron al Inframundo.

En el Averno, Jormungard derribó las puertas y se lanzó de cabeza al río Sueño.

Loki siguió su vuelo, con tan sólo unos segundos por delante, y se estrelló a toda velocidad contra una barrera invisible que lo envió en una espiral de muerte, cayendo en barrena y sin control de vuelta a la sima.

Y en Finismundi, el magistrado emérito número 262, un hombre que en otra vida había respondido al nombre de Fortune Goodchild, apenas tuvo tiempo de preguntarse a sí mismo: «¿Cómo podemos ir al Averno?». En ese mismo instante el Innombrable pronunció una sola palabra y el magistrado se desplomó sin vida sobre el suelo del Consejo de los Doce.

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