Si se pone roja, estoy en peligro mortal.
Arrojó la piedra contra el suelo tal como el Capitán le había dicho. Un pasadizo que un momento antes no estaba ahí se abrió como un relámpago bajo sus pies. Estaba oscuro. Unos escalones que parecían tallados en cristal negro descendían por la sima. Bolsa sabía que más abajo se hallaba el último tramo, el que conducía hasta el Inframundo y el Susurrante.
Volvió a mirar una vez más la piedra del Capitán. Había vuelto a oscurecerse, pasando de rojo rubí a rojo sangre, y después al tono oscuro de un vino añejo.
Si se vuelve negro…
«Dioses», pensó.
Gimoteando de miedo, Bolsa guardó la piedra y emprendió de nuevo un vivo trote para bajar los estrechos peldaños y recorrer el sendero que llevaba al país de los muertos.
Habían pasado ya casi tres días desde que Odín se adentrara en el Trasmundo siguiendo el rastro de los fugitivos. En aquel tiempo había descendido de forma gradual y cuidadosa, eligiendo los corredores más estrechos y manteniendo siempre el río entre él y sus perseguidores. Había cruzado dos veces el Strond para aproximarse al Inframundo por una ruta indirecta, con la esperanza de que su olor no llegara a Skadi ni a Parson. Durante esos días apenas había comido ni dormido. Seguía viajando en la oscuridad, pero había descubierto que su sentido de la orientación estaba mejorando de forma increíble, y además era capaz de leer los colores con un grado de precisión desconocido para él desde antes de la guerra.
Había percibido la presencia de los vanir en el Trasmundo, así como había captado también a la Cazadora. Le tentaba la idea de establecer contacto, pero en su actual condición no se atrevía a acercarse a ellos. Lo haría más tarde, cuando pudiera mostrarse en la plenitud de su aspecto y volviera a tener al Susurrante en su poder. Es decir, en caso de que volviera a tenerlo en su poder.
Mientras ese momento llegaba, Odín se concentró en la lectura de las señales. Había muchas, tendidas a través del Trasmundo como las cuerdas de un arpa y afinadas en tonos exquisitos. Descifrarlas requería concentración y también energía mágica, pero con cada nueva señal se acrecentaban sus presentimientos.
Finalmente, arrojó las runas. Lo hizo a ciegas, pero no importaba. Su mensaje era ya lo bastante claro. Primero lanzó Raedo invertida. Era su propia runa, cruzada con Naudr, la de la muerte.
Después Os, la runa de los æsir. Kaen invertida. Hagall, la Destructora, y por último tiró Thuris, la runa de la victoria.
«Victoria, pero ¿para quién? -se preguntó Odín-. ¿Para el Orden o para el Caos? ¿Y en qué bando están los æsir?»
«Así que ya ha empezado», pensó. No en la superficie, como se había imaginado, sino en las entrañas del propio Caos. Aún no era la guerra, de eso estaba seguro, pero no tardaría en llegar así como el invierno sigue al otoño. Loki formaba parte de todo aquello, al igual que Maddy. ¿Qué había desencadenado aquella serie de acontecimientos? ¿El despertar de los Durmientes? ¿El descubrimiento del Susurrante? ¿Algo distinto? Lo ignoraba. Pero al menos sabía una cosa: pasara lo que pasase, él tenía que estar allí.
Otra persona que presentía que debía estar allí era Ethelberta Parson. Por qué, ni ella misma sabría decirlo, pero mientras ella y Dorian se aproximaban a su meta, aquella sensación se hacía cada vez más apremiante. Habían soportado frío y penurias. Tenían los pies llenos de ampollas, no les quedaban provisiones salvo unas cuantas patatas crudas que reservaban para la cerdita, tampoco tenían ya aceite para la lámpara, y sin embargo Ethelberta seguía con paso inexorable a la rechoncha Lizzy mientras ésta se orientaba olisqueando a través del laberinto del Trasmundo.
Hacía tiempo que Dorian Scattergood había renunciado a encontrar a nadie en aquel dédalo interminable. Incluso la idea de hallar el camino a su casa se le antojaba impensable, aunque no era ésa la razón por la que seguía caminando. Por delante de él, Ethel era una tenue silueta que se perfilaba contra las paredes fosforescentes. Paciente, incansable, mostraba tan poco temor por las ratas y los trasgos que habían visto antes en los niveles superiores del Trasmundo como ahora por los muertos que encontraban a su paso.
– No hay por qué tenerles miedo -le dijo Ethel a Dorian cuando la primera oleada de espíritus pasó rozándolos entre susurros.
Él había pegado la espalda a la pared, temblando de pavor, mientras que ella se limitó a atravesar ese flujo y seguir adelante, haciendo caso omiso de las lúgubres voces que los rodeaban, ignorando incluso los familiares murmullos de Jed Smith y Audun Briggs mientras los seguían hacia el país de los muertos.
El camino hacia el Hel había sido espantoso para Maddy, pero para Odín resultaba mucho peor. El no podía cerrar sus ojos ciegos a la presencia de los muertos ni tapar sus oídos a sus súplicas y maldiciones. Los difuntos se dieron cuenta y, durante una distancia que se le hizo eterna, le arrastraron a su paso en oleadas, de tal forma que los pies de Odín apenas tocaban el suelo del pasadizo.
No era la primera vez que se arriesgaba a hacer ese viaje. Siempre había sido desagradable, pero esta vez intuía que algo había cambiado. Percibía en aquella multitud una sensación de expectativa, una anticipación consciente que le inquietaba sobremanera. Por primera vez le hablaron, y lo llamaron por su nombre.
Un hombre ciego de camino al Hel…
(te rogué que me dejaras morir).
¿Odín el Ciego todavía vivo? No.
Por mucho.
Tiempo.
Cuando por fin escuchó una voz de verdad y sintió los colores de un ser vivo, casi lo pasó por alto entre el clamor y el alboroto circundantes. La voz subía y bajaba en tonos quejumbrosos como si discutiera consigo misma. Después guardaba silencio unos instantes, y enseguida reanudaba aquel debate unilateral.
te digo que no puedo hacerlo
no puedo y no voy a hacerlo es antinatural no puedes obligarme
bueno tal vez puedas pero
peligro mortal dijo él
peligro mortal
La firma mágica tenía el color dorado de los trasgos, y estaba teñida con los matices de la incertidumbre y el miedo. Había algo más en las inmediaciones, probablemente un amuleto impregnado de energía mágica, que emitía una firma muy familiar.
Odín no tenía el menor interés en La-Bolsa-o-la-Vida, pero conocía de sobra el sello de Loki. Recurriendo a Yr y a Naudr, le resultó muy sencillo acercarse al trasgo sin ser visto y atraparle antes de que consiguiese escapar.
Unos segundos más tarde, Bolsa colgaba indefenso del puño de Odín.
– ¡Vaya, mi General, excelencia! -empezó-. ¡Qué sorpresa!…
– Ahórrame tus balbuceos -dijo Odín, sentándose en el suelo de roca mientras agarraba con mano firme el cuello de Bolsa-. Dentro de un instante voy a decirte un nombre y tú vas a contarme todo lo que sepas. Me lo vas a contar con claridad, con rapidez, sin mentir y sin una sola palabra de más. De lo contrario, tendré que partirte el cuello. De todos modos, puede que te lo parta igual. Ahora mismo no estoy de buen humor. ¿Entiendes lo que quiero decir?
El trasgo asintió con tanta energía que todo su cuerpo se sacudió.
– ¿Estás listo?
Bolsa asintió una vez más.
– Muy bien -dijo Odín-. Loki.
Bolsa tragó saliva. Recordando la amenaza de Odín, recitó su información de golpe y sin tomar aliento:
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