Aquello ya era demasiado para el aguante de Adam Scattergood. Ese cielo desolado donde ni siquiera debería existir cielo, los picos sin nombre, los muertos que desfilaban como cúmulos de negros nubarrones… Aunque fuera un sueño, idea a la que se aferraba con todas sus fuerzas, hacía ya mucho que había renunciado a cualquier esperanza de despertar. La muerte sería infinitamente mejor que su situación actual. Sin embargo, siguió caminando con indiferencia hacia donde lo guiaba la Cazadora, escuchando en sus oídos el sonido de los muertos y preguntándose cuándo le tocaría a él.
Nat Parson no se molestó en pensar en Adam. Con una sonrisa lobuna, abrió el Libro de las Palabras por la página correspondiente. Su enemigo estaba a su alcance. Sabía que incluso a través de aquella vasta extensión el ensalmo conseguiría abatirlo, así que se permitió un breve suspiro de satisfacción mientras se disponía a invocar el poder de la Palabra.
Yo te llamo Odín, hijo de Bor…
Pero Parson pensó que algo no iba bien. La primera vez que recurrió a esa invocación había experimentado una intensa sensación de fatalidad, un poder que se acrecentaba con cada palabra hasta convertirse en una muralla móvil que lo aplastaba todo a su paso. Sin embargo ahora, al pronunciar la fórmula, la Palabra se negó a revelarse.
– ¿Qué pasa? -preguntó Skadi, impaciente, cuando vio que Nat titubeaba a mitad de la frase y se interrumpía.
– No funciona -dijo él.
– Debes de haberlo leído mal, estúpido.
– No lo he leído mal -replicó Parson, molesto al oír que le tildaban de estúpido delante de su aprendiz, y que para colmo era una mujer bárbara e iletrada quien lo hacía. Empezó el ensalmo de nuevo con su mejor voz de pulpito, pero una vez más la Palabra sonó plana, como si algo le hubiera extraído su poder.
«¿Qué está pasando?», se preguntó con desánimo, y buscó la tranquilizadora presencia del examinador número 4.421.974 en su mente.
Pero Elías Rede guardaba un extraño silencio. Al igual que la Palabra, el examinador había perdido profundidad, como una pintura descolorida por el sol. También comprobó que las luces y los colores de la firma mágica que lo iluminaban todo habían desaparecido. Un momento antes estaban allí, y después… nada. Era como si alguien las hubiera apagado de un soplido.
«¿Hay alguien ahí?»
Ninguna voz interior le contestó.
«¿Elías? ¿Examinador?»
Silencio de nuevo. Un silencio pesado y gris, como el que se siente al regresar un día a un hogar y descubrir de repente que está vacío y que no hay nadie en casa.
Nat Parson gritó. Cuando Skadi se volvió para mirarle, se dio cuenta de que había sufrido un cambio. La hebra de plata que iluminaba sus colores y convertía su firma parda y vulgar en un manto de poder había desaparecido. Ahora Parson volvía a ser normal, tan sólo un miembro más de la Gente, un tipo anodino y mediocre.
La Cazadora soltó un gruñido.
– Me has engañado -dijo y, cambiando a su forma animal, galopó por la arena a la deriva para perseguir al General.
Nat pensó en seguirla, pero Skadi siguió corriendo por la interminable llanura entre aullidos de furia dirigidos contra su enemigo, y no tardó en distanciarle.
– ¡No puedes dejarme aquí! -clamó el clérigo.
Fue entonces cuando los vanir, atraídos por los gruñidos de la loba blanca, salieron de entre las sombras que había detrás de Nat y le observaron con gesto sombrío desde la entrada del túnel.
Bajo la apariencia de animales habían seguido el rastro de la Cazadora, con Frey, Bragi y Héimdal encabezando la cacería. Cuando el pasadizo se ensanchó, Njord se les unió en su forma de pigargo, volando por debajo del techo. Ahora los cuatro recobraron sus propios aspectos y desde el punto estratégico que ocupaban observaron con atención cómo la loba blanca perseguía a su presa.
A cierta distancia por detrás de ellos llegaron Freya e Idún, que contemplaron con asombro el cielo del Hel y el pequeño drama que se representaba allí abajo en la llanura, a varios kilómetros de ellos.
– Os dije que Skadi estaba de nuestra parte -comentó Njord-. Le ha seguido hasta aquí, y nos ha conducido directamente hacia él.
– ¿Tú crees? -Héimdal miró a Parson, a menos de cinco metros de ellos-. Entonces, que alguien me explique por qué él está aquí. ¿Y qué pasa con el Susurrante? Si estuviera cerca, a estas alturas ya lo habría visto.
– Es obvio -respondió Njord-. Loki lo tiene en su poder.
– No tiene sentido -dijo Héimdal-. Si Odín y Loki estuvieran trabajando juntos…
– Pues entonces es que se han peleado y él ha huido. Eso es lo que debe de haber pasado. ¿Qué más da?
– Necesito cerciorarme.
Héimdal se volvió hacia Parson, que había retrocedido. A sus pies, Adam Scattergood se tapó los ojos.
– Tú, amigo -dijo Héimdal-. ¿Dónde está el Susurrante?
– ¡Por favor, no me mates! -suplicó Nat-.Yo no sé nada de ese Susurrante. Sólo soy un clérigo de campo, y ya ni siquiera tengo la Palabra…
Parson se interrumpió y se quedó con la mirada fija, mientras el Libro de las Palabras se le caía de las manos. Parecía como un hombre que hubiera sufrido un ataque al corazón. Tenía el semblante pálido, los ojos saltones y la boca entreabierta, pero ninguna palabra brotó de sus labios.
Su esposa estaba de pie en la boca del túnel. Llevaba el cabello suelto, le brillaban los ojos y sus vulgares facciones se veían iluminadas por un gesto de paz.
– Ethel -dijo Nat-, pero si te vi morir…
Ella sonrió al ver el gesto de su marido. Había esperado sentir algo cuando por fin se encontrara con él. Tal vez alivio, furia, miedo, quizás incluso resentimiento, pero en su lugar sentía… ¿Qué emoción era aquélla?
– Éste es el país de los muertos, Nat -respondió Ethel con una sonrisa maliciosa. Detrás de ella, Nat pudo ver… Sí, estaba seguro de que aquél era Dorian Scattergood, pero ¿qué era lo otro? ¿Un cerdo?
– Te he hecho una pregunta, amigo -dijo Héimdal-. ¿Dónde está el Susurrante?
Pero fue Ethelberta quien respondió. Parecía extrañamente digna, pese a sus harapos rasgados, la cara llena de polvo y el hecho de estar junto a un hombre que llevaba un cerdito negro bajo el brazo.
– El Susurrante está en la puerta -dijo-. Hablo cuando es mi deber, y no puedo callar.
Héimdal la miró con ojos penetrantes.
– ¿Qué has dicho?
– Este momento ya se predijo -prosiguió Ethel con voz queda-. La Guerra de los Nueve Mundos, cuando Yggdrásil se estremecerá hasta sus raíces y la Fortaleza Negra se abrirá con una simple Palabra. Los muertos se levantarán y resucitarán, y los vivos no tendrán lugar donde refugiarse cuando por fin el Orden y el Caos se fundan en uno solo. El Innombrable recibirá nombre, y el informe tendrá forma, el traidor demostrará su lealtad y un hombre ciego os guiará contra diez mil.
Todas las miradas estaban clavadas en Ethelberta. Dorian pensó que la veía muy hermosa, y también luminosa y serena.
– Discúlpame -dijo Héimdal-. ¿Tú eres…?
– Ya nos conocemos -respondió ella.
Héimdal la examinó más de cerca. Durante un segundo frunció el ceño al ver sus colores, mucho más brillantes que los de la Gente normal.
Después se volvió a Idún con una mirada acusadora.
– ¿Qué le has hecho?
– Se estaba muriendo -respondió Idún-. La traje de vuelta.
Hubo un silencio ominoso.
– A ver si lo entiendo bien -dijo Héimdal-. Has dicho que la trajiste de vuelta.
Idún asintió alegremente.
– ¿Le has dado… a un miembro de la Gente… el alimento de los dioses?
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