John Norman - Los nómadas de Gor

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Los nómadas de Gor: краткое содержание, описание и аннотация

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El terráqueo Tarl Cabot, ahora guerrero de la Contratierra, se aleja de los Montes Sardos llevando la misión de recuperar un misterioso objeto, fundamental para los destinos de los reyes sacerdotes. Los nómadas de Gor, los salvajes y peligrosos pueblos de las Carretas, conservan ese objeto.
Tarl Cabot, solo, intentará rescatarlo.

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—¿Y bien? —dijo Elizabeth rompiendo el silencio que había mantenido hasta entonces—. Creía que ibas a liberarme de estas cadenas.

—Sí, sí, claro —respondí.

Me dirigí hacia ella, y no pude evitar dar un traspié. Luego, un poco a tientas, cierre tras cierre, la despojé de las cadenas, y lancé el Sirik y la cadena del tobillo a un lado del carro, junto a la anilla de esclava.

—¿Por qué has actuado así? —le pregunté.

—No lo sé —respondió con ligereza. Quizás sea una esclava tuchuk.

—Eres libre —afirmé con rotundidad.

—Procuraré recordarlo.

—Sí, hazlo.

—¿Acaso te pongo nervioso?

—Sí.

Había vuelto a tomar la tela amarilla, y con un par de broches, que probablemente procedían del saqueo a Turia, se la sujetó alrededor del cuerpo con mucha gracia.

Se me pasó por la cabeza violarla.

Pero no iba a hacerlo, naturalmente.

—¿Has comido ya? —preguntó.

—Sí.

—Queda algo de bosko asado. Está frío, y calentarlo sería un engorro, así que no voy a hacerlo. Ya no soy una esclava, ¿sabes?

Empecé a lamentar mi decisión de liberarla.

Me miró con ojos brillantes y dijo:

—Te ha costado mucho decidirte a venir al carro, ¿no?

—Estaba ocupado.

—Claro. Debías tener que pelear y esa clase de cosas, supongo.

—Supones bien.

—¿Y por qué razón has venido esta noche?

Lo que me irritaba más de aquella pregunta era el tono que había empleado para formularla.

—Para beber.

—Ah, ya —dijo Elizabeth.

Me dirigí al baúl que había a un lado del carro y escogí una de las botellas de vino de Ka-la-na que allí se guardaban.

—Vamos a celebrar tu libertad —dije llenándole un pequeño cuenco con aquel líquido.

Elizabeth tomó el cuenco y esperó sonriente a que yo me sirviera. Cuando lo hube hecho, me puse frente a ella y dije:

—Por una mujer libre, una mujer que ha sido fuerte y valiente, por Elizabeth Cardwell, una mujer que es al mismo tiempo bella y libre.

Chocamos nuestros cuencos y bebimos.

—Gracias, Tarl Cabot.

Vacié mi cuenco de un trago.

—Como comprenderás —dijo Elizabeth—, tendremos que hacer algunos arreglos en este carro.

Miró detenidamente a su alrededor con los labios apretados y añadió:

—Tendremos que dividirlo de alguna manera. Supongo que no sería apropiado compartir el carro con un hombre que no es mi amo.

—Bueno —dije confundido—, estoy seguro de que ya se nos ocurrirá algo.

Volví a llenar mi cuenco. Elizabeth no deseaba más. Noté que apenas había mojado los labios en el vino que le había servido antes. Eché un trago de Ka-la-na, mientras pensaba que aquella era, quizás, una noche más indicada para el Paga.

—Sí, tendría que ser una valla —decía pensando en voz alta Elizabeth—, una valla de algún tipo.

—Bébete el vino —le dije, empujándole hacia la boca el cuenco que tenía en sus manos.

Bebió un sorbo, con aire ausente.

—La verdad es que no es mal vino —dijo.

—¿Que no es malo? ¡Es soberbio!

—Supongo que lo mejor sería un muro hecho con pesados tablones —murmuró.

—De hecho —sugerí—, podrías ir siempre con la Vestidura de Encubrimiento, y llevar en la mano una quiva desenfundada.

—Sí, eso es cierto.

Sus ojos me miraban por encima del cuenco mientras bebía.

—Dicen —añadió con picardía—, que cualquier hombre que libera a una esclava es un estúpido.

—Probablemente sea verdad.

—Eres bueno, Tarl Cabot.

Seguía pareciéndome bellísima. Volví a considerar la idea de violarla. Pero ahora que ya era una mujer libre, y no una simple esclava, supuse que sería impropio. De todas maneras, y solamente como especulación, medí la distancia que nos separaba, y decidí que podía alcanzarla de un solo salto y con un único movimiento para luego, con suerte, caer ambos sobre la alfombra.

—¿En qué estás pensando? —preguntó.

—En nada de lo que quiera informarte.

—¡Ah! —exclamó sonriendo y bajando la mirada al cuenco de vino.

—Bebe más Ka-la-na —le sugerí.

—¿Más?

—Es un vino muy bueno. Es soberbio.

—Lo que quieres es emborracharme.

—Si te he de decir la verdad, ese pensamiento me ha pasado por la cabeza.

—Y después de conseguir que me emborrache —añadió entre risas—, ¿qué harás conmigo?

—Supongo que te meteré la cabeza en un saco de estiércol.

—¡Qué poca imaginación!

—¿Qué sugieres tú?

—Estoy en tu carro —dijo abriendo las ventanillas de su nariz—. Estoy sola e indefensa, completamente a tu merced.

—Por favor, Elizabeth.

—Si lo desearas, en un instante podrías volverme a imponer los aceros de una esclava. Eso significaría reesclavizarme, con lo que volvería a ser tuya, y podrías hacer conmigo lo que se te antojara.

—No me parece mala idea.

—Pero, ¿es posible que el comandante de un millar tuchuk no sepa qué hacer con una chica como yo?

Me incliné hacia ella, para tomarla en mis brazos, pero antes de que lo lograra, Elizabeth puso en mi trayecto su copa de vino, y lo hizo de forma bastante hábil.

—Por favor, señor Cabot...

Retrocedí con enfado.

—¡Por todos los Reyes Sacerdotes! —exclamé—, ¡Que me aspen si no estás buscando problemas!

Elizabeth se rió por encima de su cuenco de vino. Sus ojos brillaban.

—Soy libre —dijo.

—Sí, ya me doy cuenta.

Elizabeth continuaba riendo.

—Antes has dicho algo de arreglos, ¿no? —inquirí—. Pues bien, hay algunos que será bueno que consideres. Libre o no, eres la mujer de mi carro. En consecuencia, espero tener la comida preparada, y el vagón ha de estar limpio. También tendrás que engrasar los ejes y cuidar de los boskos.

—No te preocupes, cuando prepare la comida, haré una cantidad suficiente para los dos.

—Me alegra oír eso —murmuré.

—Además, soy la primera que no desearía habitar en un carro sucio, que no tuviese los ejes engrasados y cuyos boskos no estuviesen convenientemente cuidados.

—Claro, eso es natural.

—Pero también creo que podríamos repartirnos todas esas tareas.

—Pero, ¡si soy el comandante de un millar!

—¿Y eso qué más da?

—¿Cómo que qué más da? —grité—. ¡Eso cambia completamente las cosas!

—No es necesario que grites.

Mis ojos no pudieron evitar mirar las cadenas de esclava que estaban junto a la anilla.

—Naturalmente —dijo Elizabeth—, podríamos plantearlo como una especie de división de tareas.

—Bien.

—Por otro lado, siempre podrías alquilar los servicios de una esclava para que realizase este trabajo.

—De acuerdo. Alquilaré una esclava.

—Pero no se puede confiar en las esclavas...

Con un grito de rabia que no pude contener, no faltó poco para derramar el contenido de mi cuenco.

—Casi derramas el vino —dijo Elizabeth.

Decidí que el establecimiento de la libertad para las mujeres era, como muchos goreanos pensaban, un error.

Elizabeth me guiñó el ojo, con expresión conspiradora.

—No te preocupes, ya me encargaré yo del carro.

—¡Estupendo! —exclamé—. ¡Estupendo!

Me senté junto al fuego central, y miré en dirección al suelo. Elizabeth se arrodilló a escasa distancia y bebió otro sorbo de vino.

—Una esclava llamada Hereena —dijo Elizabeth con seriedad—, me ha dicho que mañana habrá una gran batalla.

—Sí —dije levantando la vista—. Creo que es verdad.

—Y si mañana hay que luchar, ¿tomarás parte en el combate?

—Sí, supongo que sí.

—¿Por qué has venido al carro esta noche?

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