John Norman - Los nómadas de Gor

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Los nómadas de Gor: краткое содержание, описание и аннотация

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El terráqueo Tarl Cabot, ahora guerrero de la Contratierra, se aleja de los Montes Sardos llevando la misión de recuperar un misterioso objeto, fundamental para los destinos de los reyes sacerdotes. Los nómadas de Gor, los salvajes y peligrosos pueblos de las Carretas, conservan ese objeto.
Tarl Cabot, solo, intentará rescatarlo.

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Harold se hallaba en aquel momento buscando algo en un baúl de madera que había en uno de los extremos de la mesa. Después de contemplar varios pañuelos de seda, acabó por elegir unos cinco y se dirigió hacia el lugar en el que una de las muchachas estaba hecha un ovillo sobre la alfombra roja.

—Creo que la que más me gusta es ésta —dijo volviendo a darle un mordisco a la fruta y escupiendo algunas semillas.

Vestía una Seda del Placer de color amarillo. Bajo su cabello largo y negro pude distinguir un collar de acero turiano que le rodeaba el cuello. Estaba tendida con las rodillas levantadas y la cabeza apoyada en el hombro izquierdo. El color de su piel era más bien oscuro, bastante parecido al de la chica de Puerto Kar. Me incliné para observarla más de cerca. Era una verdadera belleza, y la diáfana Seda del Placer, que era la única indumentaria que le estaba permitida, no ocultaba sus encantos, sino más bien lo contrario. Un momento después, al mover ella la cabeza con alguna inquietud, me di cuenta con gran sorpresa de que su nariz estaba atravesada por el anillo de oro de los tuchuks.

—Sí, ésta es la que quiero —dijo Harold.

Naturalmente, se trataba de Hereena, la del Primer Carro.

Harold lanzó la piel del larma a un rincón de la habitación y sacó uno de los pañuelos que se había colocado en la cintura. Después de hacer esto, le dio un puntapié a la chica. No pretendía hacerle daño, sino despertarla, aunque, eso sí, de manera bastante ruda.

—¡Levántate, esclava!

Hereena se puso inmediatamente de pie, con la cabeza gacha, y Harold se colocó inmediatamente tras ella, para atarle las muñecas por detrás de la espalda con el pañuelo que tenía en la mano.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—Voy a raptarte —le contestó Harold.

La cabeza de la chica se levantó, y su cuerpo se giró para ponerse frente a él mientras tiraba de sus ataduras para liberarse de ellas. Cuando vio al guerrero que tenía delante, sus ojos se hicieron tan grandes como frutos de larma, y su boca se abrió inconmensurablemente.

—Sí, soy yo, Harold el tuchuk.

—¡No! —gritó ella—. ¡Tú no!

—Sí, yo.

Volvió a comprobar los nudos que le había hecho tomando las muñecas en sus manos e intentando separarlas para ver si el pañuelo se aflojaba, pero no era así. Harold le permitió entonces volverse otra vez.

—¿Cómo has llegado hasta aquí? —preguntó Hereena.

—He probado fortuna.

Hereena seguía intentando liberarse, pero finalmente se dio cuenta de que quien la había atado era un guerrero, y no lo conseguiría. De todos modos, siguió actuando como si no supiese que no podía hacer nada, que era su prisionera, la prisionera de Harold de los tuchuks. Enderezó los hombros y le miró fijamente.

—¿Qué haces aquí?

—He venido a robar una esclava.

—¿A qué esclava?

—¡Venga, venga, como si no lo supieras!

—¡No! ¡A mí no!

—¡Naturalmente que sí!

—¡Pero si yo soy Hereena! ¡Hereena, del Primer Carro!

Temía que los gritos de la muchacha pudiesen despertar a las demás, pero todas parecían aún dormidas.

—No eres más que una pequeña esclava turiana que ha resultado de mi agrado.

—¡No!

Acto seguido, Harold le metió las manos en la boca y la mantuvo así, abierta, para que yo pudiera verla.

—Mira, ven aquí —me dijo.

Miré. Sí, la verdad era que entre dos muelas de la parte superior derecha había un pequeño hueco.

—Es muy fácil comprobar —dijo Harold— por qué no la eligieron para la primera estaca.

Hereena se retorció, furiosa, incapaz de hablar, ya que las manos del joven tuchuk le mantenían abierta la boca.

Hereena, rabiosa, emitió un extraño sonido. Esperaba que no se le reventara ningún vaso sanguíneo. Harold retiró entonces con gran destreza las manos, evitando por muy poco lo que podía haber sido un mordisco brutal.

—¡Eslín! —susurró Hereena.

—De todos modos —dijo Harold—, considerando todos los factores, no es una muchachita falta de encanto.

—¡Eslín! ¡Eslín! —repetía Hereena cada vez con mayor convicción.

—Creo que me gustará tenerte a mi disposición —le dijo Harold acariciándole la cabeza.

—¡Eslín! ¡Eslín! ¡Eslín!

—¿No crees —preguntó volviéndose hacia mí— que a fin de cuentas es una muchacha bastante agraciada?

No pude evitar mirar a esa chica que estaba tan enfurecida, cubierta por la arremolinada Seda del Placer.

—Sí —respondí—, mucho.

—No te preocupes, esclava. Muy pronto serás capaz de servirme, y podré comprobar que puedes hacerlo perfectamente.

Irracionalmente, como lo haría un animal aterrorizado y salvaje, Hereena volvió a intentar liberarse de forma compulsiva.

Harold la contemplaba inmóvil, paciente, sin intentar hacer cambiar su comportamiento.

Temblando de rabia, ella se acercó a Harold y quedó de espaldas a él, con las muñecas levantadas.

—Tu broma ya ha durado lo suficiente. Ahora, libérame.

—No.

—¡Nunca conseguirás que me vaya de aquí contigo! —dijo, airada y arqueando el cuerpo—. ¡Nunca! ¡Nunca! ¡Nunca!

—Eso es muy interesante. ¿Cómo piensas evitarlo?

—Tengo un plan.

—¡Oh, claro! ¡Como que eres una tuchuk! ¿Y en qué consiste ese plan?

—Es algo muy simple.

—Claro, muy simple, ya que además de tuchuk, eres una hembra.

—Los planes simples —dijo Hereena levantando una ceja en señal de escepticismo— son muy a menudo los mejores.

—Eso depende de la ocasión. ¿Cuál es tu plan?

—Lo único que haré será gritar.

Harold se detuvo a pensar por un momento y finalmente dijo:

—A eso le llamo yo un plan excelente.

—De manera que lo mejor será que me liberes. Os daré diez ihns como margen para que corráis a salvaros.

Eso no me pareció demasiado tiempo. El ihn goreano, o segundo, es sólo un poco más largo que el segundo de la Tierra. De todos modos, el tiempo concedido por Hereena se podía considerar como muy poco generoso en cualquiera de los dos planetas.

—No —dijo Harold—, no creo que mi elección sea ésta.

—Muy bien —repuso ella encogiéndose de hombros.

—Supongo que tienes el propósito de llevar a cabo tu plan.

—En efecto.

—Muy bien, pues: hazlo.

Le miró por un momento, sorprendida, pero inmediatamente echó atrás la cabeza aspirando aire, preparada para proferir un grito salvaje.

Mi corazón estuvo a punto de detenerse, pero Harold, en el preciso momento en que ella iba a empezar a gritar, introdujo uno de los pañuelos en su boca, empujándolo bien adentro. Lo que iba a ser un grito se convirtió en un sonido ahogado, que a duras penas era mayor al de un escape de aire.

—Yo también tenía un plan, esclava.

Tomó uno de los dos pañuelos que le quedaban y lo ató alrededor de su boca, para mantener el otro bien introducido en ella.

—Y según los resultados —prosiguió Harold—, creo que tengo derecho a decir que mi plan era mejor que el tuyo.

Hereena profirió algunos ruidos ahogados más. Sus ojos miraban con furia al tuchuk por encima del pañuelo, y empezó a retorcer el cuerpo violentamente.

Luego, Harold se limitó a levantarla en volandas y después, mientras yo me apartaba, la arrojó al suelo, simplemente. Al fin y al cabo no era más que una esclava. Hereena dijo algo parecido a “Uff” cuando chocó contra el suelo. El guerrero aprovechó ese momento para cruzarle las piernas y atárselas fuertemente con el pañuelo que le restaba.

Hereena le miraba con furia dolorida por encima del pañuelo.

Harold la levantó y se la cargó al hombro. Sí, tenía que admitir que hasta el momento se las había apañado más que bien.

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