John Norman - Los nómadas de Gor

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Los nómadas de Gor: краткое содержание, описание и аннотация

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El terráqueo Tarl Cabot, ahora guerrero de la Contratierra, se aleja de los Montes Sardos llevando la misión de recuperar un misterioso objeto, fundamental para los destinos de los reyes sacerdotes. Los nómadas de Gor, los salvajes y peligrosos pueblos de las Carretas, conservan ese objeto.
Tarl Cabot, solo, intentará rescatarlo.

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—¡Matadlo! —oí que gritaba Saphrar.

De pronto, una flecha de ballesta me pasó rozando y fue a dar contra el muro curvo que quedaba a mis espaldas. Aquella masa viviente, convertida ahora en una corteza de protección me había elevado hasta su punto más alto, con lo que pude alcanzar con relativa facilidad una de las parras que colgaban y trepar rápidamente en dirección a la cubierta azul de la estancia. Oí otro silbido y vi que otra flecha atravesaba la estancia cristalina del techo. Uno de los ballesteros había avanzado sobre la superficie del estanque endurecido y se encontraba en ese momento casi debajo de mí, con su arma apuntándome. Yo sabía perfectamente que no iba a errar su próximo tiro, pero de pronto oí su grito aterrorizado y al volverme comprobé que los fluidos amarillos del estanque se movían alrededor de aquel hombre, ya que aquella masa, que quizás tenía cualidades termotrópicas, se había tornado líquida con la misma rapidez que se había solidificado. Las esferas luminosas y los filamentos visibles bajo la superficie rodeaban al guerrero. Numerosas flechas silbaban a mi alrededor y atravesaban la superficie azul de la cúpula. Pude oír el grito enloquecido y horripilante del infortunado guerrero antes de romper con mi puño la superficie azulada para pasar al otro lado agarrándome a la estructura metálica que soportaba el peso de varios bulbos de energía.

Desde abajo, a bastante distancia ya, me llegaron los gritos de Saphrar que exigían la presencia de más guardianes.

Corrí por la estructura metálica hasta que, a juzgar por la distancia y por la curvatura de la cúpula, llegué al punto que debía quedar aproximadamente por encima de donde Harold y yo habíamos permanecido al borde del estanque. Allí, con la quiva en la mano y lanzando el grito de guerra de Ko-ro-ba, salté de la estructura y crucé la cubierta azul para ir a aterrizar entre mis sorprendidos enemigos. Los ballesteros estaban tensando las cuerdas de sus armas para lanzar una nueva flecha. Antes de que se hubieran dado cuenta de nada, mi quiva había buscado y encontrado el corazón de dos de ellos, y acto seguido cayó otro. Harold, cuyas muñecas seguían atadas a su espalda, se lanzó contra dos hombres que no pudieron evitar caer entre gritos aterrorizados al Estanque Amarillo. Saphrar, sorprendido, salió como una exhalación de la estancia.

Quedaban dos guardianes que no iban armados con ballestas y que desenvainaron sus espadas a la vez. Tras ellos, con la quiva entre las yemas de los dedos, pude ver al paravaci encapuchado.

Me protegí de la quiva del paravaci corriendo hacia los dos guardianes, pero antes de que les alcanzara, mi quiva, que había arrojado con un movimiento oculto, se hundió en el guardián de mi izquierda. Me desplacé hacia su derecha y antes de que cayera le arrebaté la espada de su mano desfallecida.

—¡Agáchate! —me gritó Harold.

Le obedecí inmediatamente tirándome al suelo, y me pareció percibir el silbido de la quiva del paravaci por encima de mi cabeza. Me enfrenté al segundo guardián rodando sobre mi espalda con la espada levantada para defenderme. Me atacó cuatro veces, y en cada ocasión conseguí rechazarlo, hasta que por fin pude ponerme en pie y empujarle como contestación a su última arremetida. El guerrero cayó hacia atrás, se giró y por fin cayó al líquido brillante y viviente del Estanque Amarillo.

Me volví para hacer frente al paravaci, pero éste, que se había quedado desarmado, lanzó una maldición y salió con gran rapidez de aquella estancia.

Arranqué mi quiva del pecho del guardián y la limpié con su túnica.

Me dirigí hacia donde se encontraba Harold y con un solo movimiento corté los nudos que le apresaban las muñecas.

—Lo que has hecho no está mal, para ser un korobano —me aseguró.

Oímos los pasos apresurados de un buen número de hombres que se acercaban. También se oía el entrechocar de las armas, y el grito agudo y rabioso de Saphrar de Turia.

—¡Deprisa! —grité—. ¡Salgamos de aquí!

Corrimos juntos por el perímetro del estanque, hasta que llegamos a una maraña de parras que colgaba del techo. Por allí trepamos, rompimos el material azul de la cubierta y empezamos a buscar con urgencia un lugar por el que escapar. Alguna salida tenía que existir, pues el techo de la estancia no disponía de ninguna entrada por la que sustituir o arreglar los bulbos de energía. Finalmente encontramos lo que buscábamos: un panel que una vez abierto permitía el paso de una persona. Estaba echada la llave por el otro lado, pero hicimos saltar el cerrojo astillando la madera y cuando por fin la pudimos abrir, emergimos a una terraza desprovista de barandilla.

Yo disponía de la espada del guardián y de mi quiva, mientras que Harold sólo contaba con su quiva.

El tuchuk, que se desplazaba con gran rapidez, escaló por el exterior de una cúpula que había al lado de la que acabábamos de abandonar y miró a su alrededor.

—¡Allí es! —gritó.

—¿El qué? —pregunté—. ¿Los tarns? ¿O ves alguna kaiila?

—¡No! ¡Los Jardines del Placer de Saphrar!

Y después de decirme esto, desapareció por el otro lado de la cúpula.

—¡Vuelve! —grité.

Pero ya se había marchado.

Indignado, pero pensando que mi silueta se podría distinguir contra el cielo y que un ballestero enemigo podría apuntarme con toda tranquilidad, me puse a correr.

A unos ciento cincuenta metros de allí, por encima de varias azoteas y cúpulas que se incluían en los terrenos de la Casa de Saphrar de Turia, distinguí las murallas de lo que indudablemente era un Jardín de Placer. También podía ver las copas de varios árboles en flor que crecían en su interior.

Harold saltaba de techo en techo, bajo la luz de las tres lunas.

Fui tras él, mientras la furia crecía en mi interior.

Si hubiese caído en mis manos en ese momento, quizás le habría retorcido el cuello a ese tuchuk.

Pude ver entonces cómo escalaba por la muralla y, sin mirar apenas a su alrededor, se lanzaba al tronco de uno de los oscilantes árboles para descender rápidamente, amparado por la oscuridad de esos jardines.

Le seguí a toda prisa.

19. Harold escoge a su muchacha

No me fue demasiado difícil encontrar a Harold. La verdad es que al bajar por el árbol poco me faltó para aterrizar encima de él, pues estaba sentado con la espalda apoyada en el tronco para descansar y recuperar el aliento.

—Tengo un plan —me dijo en tono muy confidencial.

—A eso le llamo yo buenas noticias. ¿Incluye ese plan la manera de escapar de aquí?

—No, todavía no he llegado a ese punto —admitió.

También yo me apoyé en el tronco respirando profundamente.

—¿No hubiese sido mejor alcanzar inmediatamente las calles?

—En las calles nos buscarán, y seguro que en nuestra búsqueda participan todos los guardianes y los hombres de armas de la ciudad. En cambio —añadió mientras iba recuperando su ritmo de respiración normal—, no se les ocurriría nunca buscarnos en los Jardines del Placer. Solamente los locos se ocultarían aquí.

Cerré los ojos brevemente. Estaba dispuesto a coincidir con tal afirmación.

—Naturalmente —dije—, supongo que sabrás que los Jardines del Placer de un hombre tan rico como Saphrar de Turia deben contener a un gran número de esclavas. No puedes pretender que todas permanezcan en silencio cuando algunas de ellas se den cuenta de la presencia inusual de dos guerreros extranjeros entre los arbustos del jardín.

—Sí, eso es cierto —reconoció Harold—, pero no espero estar aquí por la mañana.

Arrancó una brizna de hierba violeta, una de las muchas variedades y colores que se emplean para el adorno de estos jardines, y empezó a mascarla.

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