John Norman - Los nómadas de Gor
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Tarl Cabot, solo, intentará rescatarlo.
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—A veces tarda horas en digerir completamente a sus víctimas —oí que comentaba Saphrar.
Empecé a hundir furiosamente mi quiva en ese material tan espeso que me rodeaba, pero aunque lograba que la hoja del arma penetrara completamente, sólo conseguía dejar una marca que, como si de cemento húmedo se tratara, desaparecía cuando apenas había retirado la mano.
—Algunos hombres —dijo Saphrar—, y hablo de los que no lucharon, sobrevivieron durante más de tres horas. En algunos casos llegaron incluso a ver sus propios huesos.
De pronto, vi que una de las parras colgaba cerca de donde me encontraba. El corazón me dio un salto ante esa posibilidad. ¡Si únicamente pudiera alcanzarla! Con todas mis fuerzas me movía hacia aquella cuerda vegetal, avanzando de centímetro en centímetro. Extendía los dedos, y los brazos y la espalda parecían desgarrarse en el esfuerzo, y conseguí llegar a un punto en el que con una pulgada más alcanzaría la parra; pero, horrorizado, cuando en un último esfuerzo iba a agarrarla, vi cómo se estremecía y se levantaba por sí misma, quedando fuera de mi alcance. Volví a intentarlo una y otra vez, y siempre ocurría lo mismo. Lancé un grito de rabia, y estaba a punto de volver a intentarlo cuando vi al esclavo en el que reparé al entrar en la estancia: tenía la mirada fija en mí, y sus manos manipulaban las palancas del panel. Prisionero de aquel fluido que se coagulaba, de aquella masa espesa, eché la cabeza atrás, desesperado. Había comprendido que aquel esclavo estaba encargado de la manipulación por medio de alambres de las parras.
—Sí, Tarl Cabot —silbó Saphrar entre risas nerviosas—, dentro de una hora, cuando hayas enloquecido de dolor y de miedo, volverás a intentarlo una y otra vez, volverás a intentar alcanzar la parra. Sabrás que es imposible, pero no por eso dejarás de intentarlo, y creerás que de alguna manera has de alcanzarla... ¡Pero será inútil! —exclamó, con risas cada vez más incontroladas—. ¡Inútil! En algunos casos he visto a hombres que creían que la parra estaba a su alcance, cuando les quedaba a más de una espada por encima de la cabeza.
Los dientes de oro del mercader, como colmillos amarillos, brillaron cuando echó atrás la cabeza para reír placenteramente mientras con las manos golpeaba en la protección de madera.
La quiva giró en mi mano, y ésta se echó hacia atrás. En aquel momento pensaba que mi torturador, Saphrar de Turia, debía acompañarme en la muerte.
—¡Cuidado! —gritó el paravaci.
La risa de Saphrar cesó, y el mercader me miró con cautela.
Si hubiese echado atrás el brazo para arrojar mi arma, él habría tenido tiempo de ocultarse tras el escudo de madera.
Ahora, Saphrar me miraba con la barbilla apoyada en el borde superior del escudo, y volvía a reír.
—Muchos de los que se han encontrado en el mismo trance que tú han utilizado la quiva —dijo—, pero solamente para hundirla en su propio pecho.
—Tarl Cabot —dije mirando la hoja del arma que tenía en la mano— nunca se matará a sí mismo.
—No creo que eso sea cierto —dijo Saphrar—, y únicamente por esta razón te hemos permitido conservar tu quiva.
El mercader volvió a echar la cabeza hacia atrás para reírse a gusto.
—¡No eres más que un urt gordo y repugnante! —gritó Harold luchando por librarse de sus ataduras entre los dos hombres que le sujetaban.
—Tú, mi querido jovencito —dijo Saphrar con su risilla—, lo que debes hacer es tener paciencia. ¡Ya verás como a ti también te llega el turno!
Intenté tranquilizarme lo más que pude. Sentía que mis pies y piernas tan pronto se abrasaban como se quedaban helados. Lo más probable era que los ácidos del estanque estuvieran empezando a actuar. Por lo que podía observar, el líquido era gomoso, gelatinoso y espeso solamente en la zona próxima a mi cuerpo. Por los bordes veía cómo se agitaba contra el mármol, y comprobé que en esa zona había bajado el nivel, mientras que alrededor de mi cuerpo había subido lentamente. Al parecer, cuando el tiempo fuera avanzando el líquido seguiría su ascensión por mi cuerpo hasta que al cabo de unas horas acabara engulléndome. Pero cuando llegara ese momento, sin duda ya me habría digerido a medias, y la mayor parte de mi cuerpo no sería más que una mezcla de líquidos y proteínas que se habrían disuelto en las sustancias de mi devorador, el Estanque Amarillo de Turia, para servirle de alimento.
Con gran esfuerzo, avancé, pero esta vez no me dirigía al borde del estanque, sino a su centro, a la parte más profunda. Con gran satisfacción comprobé que me era más fácil desplazarme en ese sentido, aunque la diferencia no era demasiado grande. Por lo visto, el estanque se contentaba con que me dirigiera a la parte más profunda, y quizás incluso deseaba que hiciera tal cosa, pues así podría obtener más fácilmente su alimento.
—Pero, ¿qué haces? —gritó el paravaci.
—Se ha vuelto loco —dijo Saphrar.
Mi avance proseguía, y centímetro a centímetro se hacía más fácil, hasta que súbitamente la masa cenagosa que me rodeaba liberó mis piernas y pude dar dos o tres pasos sin dificultad. El nivel del agua llegaba en ese momento a mis axilas. Una de las esferas luminosas y blancas flotaba cerca de mí. Contemplé horrorizado cómo cambiaba de tono a medida que se iba acercando a la superficie, y por tanto a la luz. Quedó justo por debajo de ella y su pigmentación había pasado de un blanco luminoso a un gris más bien oscuro. Estaba claro que era fotosensible. Con un brusco movimiento de mi quiva alcancé esa esfera y le hice un corte. El objeto retrocedió, girando en el fluido, y el mismo estanque pareció reaccionar, pues surgieron chorros de vapor y de luz. Luego volvió a calmarse, pero yo ya sabía que aquel estanque, como todas las formas de vida, tenía algún grado de irritabilidad. Ahora flotaban en torno a mí algunas esferas blancas más, pero ninguna se puso al alcance de mi quiva.
Me dirigí a nado hacia el centro. Tan pronto como lo atravesé comprobé que los líquidos volvían a espesarse. Cuando llegué al otro lado, una vez en el punto en que el líquido me llegaba a la cintura, comprobé que allí tampoco podía avanzar más para alcanzar el borde de mármol. Lo intenté por dos veces, en diferentes direcciones, y el resultado fue el mismo. Las esferas luminosas seguían flotando a mi alrededor o a mis espaldas. Volví a nadar sin dificultades en el centro del estanque y creí ver allí debajo, a varios metros de profundidad, un conjunto de filamentos y esferas entrelazados y unidos en una especie de bolsa formada por una membrana transparente y mezclados con una gelatina de color amarillo oscuro.
Con la quiva entre los dientes me sumergí para dirigirme hacia la zona más profunda del Estanque Amarillo de Turia, en donde parecía encontrarse la sustancia que daba vida al medio en el que me desplazaba.
Casi al mismo tiempo que me sumergía, el fluido que me rodeaba empezó a espesarse, como si quisiera impedir que llegara a esa masa que brillaba en el fondo; pero abriéndome camino con las manos, muy lentamente, continué mi esfuerzo para seguir bajando y bajando. Acabé cavando literalmente, a bastante profundidad bajo la superficie. Mis pulmones clamaban por el oxígeno. Mis manos y uñas empezaron a sangrar y después, cuando parecía que mis pulmones iban a reventar y que la oscuridad me iba a engullir al perder la consciencia, sentí que mis manos tocaban un tejido membranoso y globular, húmedo y viscoso, que huía espasmódicamente de mi contacto. Cabeza abajo, bloqueado en ese fluido gelatinoso, tomé la quiva de entre mis dientes con ambas manos y atravesé esa membrana que se contraía y retiraba. Parecía que aquel globo amorfo intentaba huir de mis golpes de quiva entre los fluidos amarillos, pero agarré la membrana con una mano y con la otra continué desgarrándola y atravesándola. Mi cuerpo se hallaba cubierto por una maraña de filamentos y esferas que intentaban, como si de manos y dientes se tratase, apartarme de la membrana, pero yo seguí con mi ataque, y no dejaba de golpear y desgarrar tejidos. Finalmente me pareció que mi mano penetraba en el interior de la membrana, y continué acuchillando a derecha e izquierda. En ese momento, el líquido que quedaba por encima de mí empezó a hacerse menos espeso, mientras que el interior de la membrana se tornaba sólido y me empujaba hacia fuera. Permanecí allí durante todo el tiempo que pude, pero mis pulmones no soportaban más la falta de aire y sin oponer resistencia, me dejé llevar al exterior de la cámara membranosa para empezar a subir hacia la superficie. El fluido exterior a la esfera también empezaba a endurecerse rápidamente bajo mis pies, y era como si formase un suelo que iba subiendo conmigo, ayudándome a avanzar hasta que por fin mi cabeza salió a la superficie y pude respirar. Me encontraba ahora sobre el Estanque Amarillo de Turia, que se había solidificado por completo. Pude ver cómo los fluidos laterales se filtraban en la masa que había quedado bajo mis pies y se endurecían casi instantáneamente. Aquella masa que hasta hacía unos instantes era líquida se había convertido en algo seco y globular, en algo parecido a una cáscara enorme y viviente. Ni siquiera con la quiva habría podido arañar aquella superficie.
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