John Norman - Los nómadas de Gor
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Tarl Cabot, solo, intentará rescatarlo.
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Una ola de tensión pareció correr a través del cuerpo del hombre encapuchado.
—¡Ah, ya lo entiendo! —dijo Harold—. ¡Claro! Por la quiva puedo ver que es un paravaci. Era de suponer.
La mano del hombre encapuchado emblanqueció de apretar la quiva, y temí que ese hombre se levantara y hundiera su arma en el pecho del joven tuchuk hasta su empuñadura.
—A menudo me había preguntado de dónde procedían las riquezas de los paravaci —insistió Harold.
El hombre encapuchado se puso en pie lanzando un grito de rabia, y echó atrás el brazo para lanzar la quiva.
—¡Por favor! —dijo Saphrar levantando su mano pequeña y rechoncha—. ¡Por favor! ¡No dejemos que surjan las desavenencias entre este grupo de amigos!
Temblando de odio, la figura encapuchada volvió a sentarse junto al mercader.
El otro guerrero, un hombre fuerte y adusto que tenía un pómulo cruzado por una cicatriz, de ojos perspicaces y oscuros, no dijo nada; simplemente nos miraba, nos analizaba, de la misma manera que un guerrero mira a su enemigo.
—Me habría gustado presentaros al amigo encapuchado —dijo Saphrar—, pero ni siquiera yo conozco su nombre ni su rostro. Solamente sé que es un hombre importante entre los paravaci, y que esta misma razón me ha sido de muchísima utilidad.
—De alguna manera se puede decir que lo conozco —comenté—. Me ha seguido varias veces por el campamento tuchuk, y recientemente intentó matarme.
—Espero —dijo Saphrar— que en el futuro tengamos mejor suerte.
No respondí a ese comentario.
—¿De verdad eres del Clan de los Torturadores? —preguntó Harold dirigiéndose al hombre encapuchado.
—Ya lo comprobarás —le respondió aquél.
—¿Acaso crees que vas a poder obligarme a pedir clemencia?
—Si así lo quiero, sí.
—¿Te importaría que hiciésemos apuestas?
—¡Eslín tuchuk! —silbó el hombre inclinándose hacia delante.
—Si me lo permitís —dijo Saphrar—, os presentaré a Ha-Keel, de Puerto Kar, el jefe de los tarnsmanes mercenarios.
—¿Ya sabe Saphrar —le pregunté— que habéis recibido oro de manos tuchuks?
—¡Naturalmente que sí! —respondió Ha-Keel.
—Quizás creías, Tarl Cabot —dijo Saphrar en tono muy alegre—, que eso me iba a indignar, que podrías sembrar la semilla de la discordia entre nosotros, tus enemigos. Pero has de saber, korobano, que yo soy un mercader, y que por esta razón entiendo el significado del oro. Para mí es tan natural que Ha-Keel tenga tratos con los tuchuks como que el agua se hiele o que el fuego queme..., o como que nadie salga del Estanque Amarillo de Turia vivo.
No sabía a qué podía referirse con eso del Estanque Amarillo, pero al mirar a Harold comprobé que había palidecido súbitamente.
—¿Por qué razón —pregunté— Ha-Keel de Puerto Kar lleva en el cuello un discotarn de la ciudad de Ar?
—Antes pertenecía a Ar —respondió el hombre de la cicatriz. También te recuerdo a ti en el asedio a Ar. Entonces te llamabas Tarl de Bristol.
—Eso fue hace mucho tiempo —respondí.
—El lance con la espada entre Pa-Kur y tú fue soberbio.
Acepté ese cumplido con una inclinación de cabeza.
—Quizá te preguntes —siguió diciendo Ha-Keel— cómo es posible que un tarnsman de Ar combata a favor de mercaderes y traidores de las llanuras meridionales.
—La verdad es que me entristece que una espada que un día se levantó para defender a la ciudad de Ar se levante ahora solamente para responder a la llamada del oro.
—Lo que ves colgado de mi cuello —me explicó— es un discotarn de oro de la gloriosa ciudad de Ar. Quería comprarle perfumes y sedas a una mujer, y para obtener este discotarn tuve que cortar un cuello. Pero al final, esa mujer se fugó con otro. Me enfurecí y les perseguí. En un combate maté a ese guerrero. Allí obtuve mi cicatriz. En cuanto a la mujer, la vendí a un mercader de esclavos. No podía volver ya a la gloriosa ciudad de Ar. A veces —añadió, señalando su discotarn— se me hace muy pesado llevarlo.
—Fue muy astuto por parte de Ha-Keel —dijo Saphrar— dirigirse entonces a la ciudad de Puerto Kar, cuya hospitalidad para los de su clase es de sobra conocida. Allí fue donde nos encontramos.
—¡Sí, allí fue! —gritó Ha-Keel—. ¡Este urt asqueroso intentaba robarme!
—¿Quiere esto decir que no siempre has sido mercader? —pregunté a Saphrar.
—Bien, quizá podamos hablar con franqueza entre amigos —dijo Saphrar—, particularmente si uno piensa que las historias que va a contar no se volverán a explicar. ¡Sí, claro que sí! ¡Puedo confiar en vosotros dos!
—¿Y eso por qué? —pregunté.
—Porque van a mataros.
—Ah, ya comprendo.
—Yo antes era perfumista, en Tyros. Pero un día, según parece, me fui de la tienda con algunas libras de néctar del talender ocultas entre los pliegues de mi túnica. Por esta razón me cortaron la oreja y me exiliaron de la ciudad. Así que me las apañé para llegar a Puerto Kar, en donde viví de manera muy poco confortable durante un tiempo, alimentándome de los desperdicios que flotaban en los canales y de otras delicadezas por el estilo.
—¿Cómo es posible que te hayas convertido en un rico mercader? —pregunté.
—Conocí a un hombre. Era un individuo muy alto, de apariencia bastante temible, en realidad, con una piel tan gris como las piedras, y con ojos parecidos al cristal.
No pude evitar acordarme inmediatamente de la descripción que Elizabeth había hecho del hombre que la examinó para comprobar si convenía o no como portadora del collar de mensaje... ¡Y eso había ocurrido en la Tierra!
—Yo nunca me he encontrado con ese hombre —dijo Ha-Keel—, pero me gustaría que así hubiese ocurrido.
—¡Te aseguro que es mejor no conocerlo! —se estremeció Saphrar.
—¿Y dices que tu fortuna cambió cuando conociste a ese hombre? —pregunté.
—Así fue, efectivamente. De hecho, fue él quien consiguió hacerme rico, y luego me envió, hace algunos años, a Turia.
—¿Cuál es tu ciudad?
—Creo —dijo sonriendo—, creo que es Puerto Kar.
Con esa respuesta me decía todo lo que yo deseaba saber. Aunque había crecido en Tyros y luego triunfado en Turia, Saphrar el mercader creía que era de Puerto Kar. Por lo visto, esa ciudad podía manchar el alma de un hombre.
—Por esta razón —dije—, tú, un turiano, puedes disponer de una galera en Puerto Kar.
—Exactamente.
—¡Y también se explica —grité, al comprenderlo de pronto— que el papel del collar de mensaje fuera de rence! ¡Claro! ¡Papel de Puerto Kar!
—Exactamente —repitió Saphrar.
—¡Tú escribiste ese mensaje!
—La verdad es que le pusimos el collar a la chica en esta misma casa, aunque la pobre estaba anestesiada en ese momento, y no podía comprender el honor que le otorgábamos. En el fondo —añadió Saphrar sonriendo—, fue un derroche. No me habría importado nada guardarla en mis Jardines del Placer como una esclava más. Pero, ¡qué le vamos a hacer! —dijo encogiéndose de hombros—, él no quería ni oír hablar de tal posibilidad. ¡Teníamos que enviarla a ella, y no a otra!
—¿Quién es “él”?
—El hombre de la cara gris, el mismo que trajo a la chica a esta ciudad, atada a lomos de un tarn, drogada.
—¿Cuál es su nombre?
—Siempre se negó a decírmelo —respondió Saphrar.
—Y tú, ¿cómo le llamabas?
—“Amo”. Sí, así le llamaba. Pagaba bien.
—¡Vaya! —exclamó Harold—. ¡Aquí tenemos a un esclavo gordo y bajito!
Saphrar no se mostró ofendido, sino que sonrió y se arregló las sedas que le cubrían.
—Pagaba muy bien —volvió a decir.
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