John Norman - Los nómadas de Gor
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Tarl Cabot, solo, intentará rescatarlo.
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Los baños de Turia tienen la reputación de seguir inmediatamente a los de Ar en su lujo, en el número de piscinas, en sus temperaturas y en los perfumes y aceites.
—Todas las noches se vaciaban y limpiaban los baños, y yo era uno de los encargados de este trabajo. Solamente tenía seis años cuando me llevaron a Turia, y no me escapé de esa ciudad hasta once años después.
Harold sonrió y añadió:
—Sólo le costé once discotarns de bronce a mi amo, y no creo que se sintiese insatisfecho de tal inversión.
—¿Es cierto eso que dicen sobre las muchachas que atienden los baños durante el día? ¿Son realmente tan bellas?
Eso me intrigaba de verdad, porque las muchachas de los baños de Turia son casi tan famosas como las de Ar.
—Quizás sea cierto, pero yo nunca las vi. A los esclavos nos encadenaban durante el día en una habitación oscura. Así dormíamos y guardábamos fuerzas para trabajar durante la noche. Lo único que te puedo decir es que a veces, para castigar a esas chicas, las arrojaban al lugar donde estábamos encadenados durante el día..., pero como podrás comprender no había manera de saber si eran bellas o no.
—¿Cómo te las arreglaste para escapar?
—Por la noche, cuando debíamos limpiar los baños, no nos ponían cadenas, pues se habrían mojado y oxidado, Solamente nos ataban unos a otros por el cuello. Pero a mí, hasta que tuve catorce años no me ataron a los demás, pues supongo que mi amo no debía creerlo conveniente. Mientras me mantuvieron libre me dedicaba a divertirme en las piscinas antes de que las vaciasen, y a veces hacía recados para el Maestro de los Baños. Por esta razón sé nadar, y por esta razón también conozco las calles de Turia. Cuando ya tenía diecisiete años me encontré con que era el último de la cuerda. Me deshice de ella y corrí, corrí hasta que encontré un pozo y agarrándome a su cuerda descendí al agua. Desde la superficie noté que había movimiento más al fondo, así que me zambullí y encontré una grieta, a través de la cual pude seguir nadando bajo el agua. Emergí en un estanque poco profundo, que proveía de agua al pozo principal. Volví a sumergirme, y esta vez resurgí en un túnel rocoso por el que se deslizaba una corriente subterránea. Afortunadamente, en algunos lugares había unos cuantos centímetros entre el nivel del agua y el techo del túnel. Era muy, muy largo, y lo seguí hasta el final.
—¿Y dónde te condujo?
—Aquí —dijo Harold señalando a un orificio entre dos rocas que debía tener una anchura de unos veinte centímetros. Por ese orificio emergía alguna corriente subterránea de agua, que enseguida se unía al riachuelo en el que Aphris y Elizabeth habían recogido a menudo agua para los boskos.
Sin decir nada más, Harold con una quiva entre los dientes y una cuerda y un garfio en la cintura, se introdujo por él y desapareció. Yo le seguí, armado con mi quiva y la espada.
No me entusiasma recordar aquel trayecto. Soy un buen nadador, pero en aquella ocasión parecía que íbamos a enfrentarnos a una fuerte corriente a lo largo de varios pasangs, y luego fue exactamente eso lo que ocurrió. Una vez hubimos vencido aquella corriente, vi que Harold desaparecía en cierto lugar del túnel bajo el agua, y una vez más le seguí. Emergimos jadeantes en la zona de poca profundidad de la que me había hablado. Casi inmediatamente mi acompañante volvió a sumergirse seguido por mí. Tras lo que me pareció un rato interminablemente largo, resurgimos, esta vez en el fondo de un pozo con paredes recubiertas de baldosas. Desde luego, se trataba de un pozo bastante amplio, de unos cinco metros de diámetro. A unos centímetros de nuestras cabezas colgaba un gigantesco bidón ladeado, que cuando estaba lleno debía poder contener miles de litros. Dicho bidón estaba atado con dos cuerdas; una de ellas era para controlar el llenado, la más pequeña, y la más gruesa estaba destinada a soportar el peso, y para ello su centro era de cadena. La cubierta de cuerda, en principio destinada a proteger la cadena, es tratada con una cola a prueba de agua fabricada con las pieles, los huesos y las pezuñas de los boskos. Dicha cola se obtiene comerciando con los Pueblos del Carro. Aun así, tanto la cuerda como la cadena han de reemplazarse dos veces al año. Desde ahí abajo calculé que la parte superior del pozo debía estar a unos trescientos metros por encima nuestro.
Oí la voz de Harold entre aquella oscuridad. Era una voz que las paredes del pozo y el agua volvían cavernosa.
—A menudo se hacen inspecciones de las baldosas y por esta razón hay nudos en la cuerda en los que puedes apoyar el pie.
Respiré con alivio, porque una cosa es bajar por una larga cuerda, y otra muy diferente subirla, aunque sea contando con la baja gravedad de Gor, particularmente si se trataba de una cuerda tan larga como aquélla y que yo apenas distinguía en la oscuridad.
Los nudos de los que hablaba Harold estaban hechos con otra cuerda, que estaba cosida y adherida a la principal, de manera que formaban un solo cuerpo inseparable. Esos nudos se sucedían cada tres metros, y he de confesar que aunque nos tomábamos nuestros descansos, la subida resultó terriblemente fatigosa. De todos modos, lo que más me preocupó en aquellos momentos fue la perspectiva de la vuelta: no me imaginaba cómo iba a poder llevar la esfera dorada cuerda abajo, sumergiéndome en el agua, y pasando por la corriente subterránea hasta llegar al lugar en el que había empezado nuestro trayecto. Menos claro todavía se me antojaba el regreso de Harold; si de verdad conseguía arrebatar alguno de los frutos y flores de los Jardines del Placer de Saphrar, no entendía cómo se las arreglaría para conducir a su revoltosa presa a lo largo de la dificultosa e intrincada ruta.
Como soy de naturaleza bastante inquisitiva, no pude evitar preguntarle sobre el asunto mientras sobrepasábamos los primeros cien metros de cuerda.
—Al escapar —me dijo— deberemos robar un par de tarns y darnos prisa.
—¡Ah, bien! ¡Me alivia comprobar que tenías un plan!
—¡Claro que tengo un plan! Soy un tuchuk, ¿no?
—¿Has montado en un tarn con anterioridad?
—No —me respondió mientras continuaba su escalada en algún lugar por encima de mí.
—Pero entonces, ¿cómo esperas controlarlo para huir? —inquirí subiendo tras él.
—Tú eres un tarnsman, ¿verdad?
—Sí.
—Pues ya está todo dicho: tú me enseñarás.
—Se dice que un tarn siempre sabe si el que lo monta es o no es un tarnsman, y que mata inmediatamente a los que no lo son.
—Pues tendré que acabar con esa norma —respondió Harold.
—¿Y cómo lo harás?
—Será muy fácil. Soy un tuchuk.
Por un momento estuve pensando en bajar otra vez y volver a los carros en busca de una botella de Paga. El día siguiente sería tan indicado como cualquier otro para llevar a cabo mi misión. Pero volver a atravesar los lugares por los que habíamos pasado era una perspectiva demasiado cruel. No es lo mismo disfrutar en unos baños públicos, o chapotear en una piscina o en un riachuelo, a luchar contra una fuerte corriente durante varios pasangs en un túnel cuyo techo dista solamente unos centímetros de la superficie del agua.
—Supongo que bastará para mi cicatriz del coraje —dijo Harold desde ahí arriba—. ¿No lo crees así?
—¿Qué es lo que debe bastar para tal cosa?
—Robar una muchacha de la Casa de Saphrar, y volver al campamento en un tarn robado.
—Sin duda —gruñí.
Pensé en si los tuchuks tendrían alguna cicatriz que premiara la estupidez. Si tal era el caso, propondría como candidato en firme al joven que escalaba por encima de mí, pues en mi opinión se merecía la distinción.
De todos modos, a pesar de mi sentido común, algo en mí admiraba la seguridad que mostraba Harold el tuchuk.
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