John Norman - Los nómadas de Gor
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Tarl Cabot, solo, intentará rescatarlo.
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—No, claro, eso no me sorprende.
—Son demasiado amargos.
—Sí, también eso es verdad.
Acabé de morder aquel fruto y, como era de esperar, tenía siete semillas.
—La mayoría de los tóspits —me informó Kamchak— tienen un número impar de semillas.
—Ya lo sé.
—Y entonces, ¿por qué has elegido par?
—Suponía —dije refunfuñando— que habías encontrado un tóspit de rabo largo.
—¿Un tóspit de rabo largo? Hasta finales de verano no se encuentran.
—¡Vaya!
—Como has perdido —dijo Kamchak—, creo que lo más justo será que pagues la entrada al espectáculo.
—Ya.
—Las esclavas también vendrán.
—¡Oh, claro! ¡Naturalmente!
Saqué unas cuantas monedas de mi bolsa y se las entregué a él, que se las metió en un pliegue de su faja. Mientras tanto, lancé significativamente miradas a los baúles de discotarns de oro y a los cofrecillos de joyas que se amontonaban en un rincón.
—Aquí están las esclavas —dijo Kamchak.
Elizabeth y Aphris entraron. Entre las dos llevaban una marmita que dejaron sobre la parrilla en el centro del carro.
—¡Venga, pídeselo! —dijo Elizabeth en tono imperioso— ¡Pídeselo, esclava!
Aphris parecía asustada, confundida.
—¡Carne! —gritó Kamchak.
Con lo cual nos pusimos a comer, y ellas lo hicieron con nosotros. Mientras nos dedicamos a esta tarea no hubo tiempo para otros entretenimientos, pero una vez acabamos, Elizabeth volvió a apremiar a Aphris:
—¡Pídeselo!
Aphris bajó la cabeza.
—Una de tus esclavas —dijo Elizabeth mirando a Kamchak— desea pedirte algo.
—¿Cuál de ellas? —inquirió Kamchak.
—Aphris —respondió con firmeza Elizabeth.
—No, amo, no —dijo Aphris.
—Sírvele vino de Ka-la-na —le indicó Elizabeth.
Aphris se levantó y fue a por una botella, y no un odre, como era habitual, de vino de Ka-la-na y trajo un cráter de vino de la isla de Cos.
—¿Me permites que te sirva? —preguntó Aphris.
Se vio un destello en los ojos de Kamchak.
—Sí.
Sirvió el vino en el cráter y volvió a poner la botella en su sitio. Kamchak le había estado mirando las manos con mucha atención. Para abrir la botella había tenido que romper el sello, y cuando había cogido el cráter, éste estaba colocado boca abajo. Si hubiese envenenado el vino, habría necesitado muchísima habilidad.
Se arrodilló ante su amo adoptando la postura de la esclava de placer y con la cabeza baja y los brazos extendidos le ofreció el cráter.
Kamchak lo tomó y después de aspirar su aroma bebió un sorbo para degustarlo. Después echó hacia atrás la cabeza y se bebió el contenido del cráter de un trago.
—¡Ah! —exclamó, saciado.
Aphris dio un salto, asustada.
—Y bien —dijo Kamchak—. ¿Qué quiere pedirle a su amo esta turiana?
—Nada —dijo Aphris.
—¡Si no se lo preguntas tú, lo haré yo! —dijo Elizabeth.
—¡Habla, esclava! —gritó Kamchak.
Aphris palideció y negó con la cabeza, temblorosa.
—Hoy ha encontrado algo —dijo Elizabeth—. Alguien debe haberlo tirado.
—¡Tráelo! —dijo Kamchak.
Aphris se levantó tímidamente y se dirigió hacia la manta que estaba colocada cerca de las dos botas de Kamchak. Escondido bajo ella había un trozo de ropa de color amarillo, desteñido, cuidadosamente doblado. Aphris lo tomó y luego se lo entregó a Kamchak.
El guerrero hizo restallar la tela para desdoblarla. Era un camisk usado, sin duda alguna de los utilizados por una de las muchachas turianas adquiridas en el curso de la Guerra del Amor.
Aphris no levantaba la cabeza de la alfombra, y seguía temblando.
Cuando al fin miró a Kamchak había lágrimas en sus ojos, y dijo muy quedamente:
—Aphris de Turia, la esclava, le ruega a su amo que le permita vestirse.
—¡Aphris de Turia! —rió Kamchak—. ¡Aphris de Turia pidiendo que se la permita cubrirse con un camisk!
La muchacha asintió y volvió a bajar la cabeza.
—Ven aquí, querida Aphris.
Ella obedeció.
Kamchak agarró las cadenas de diamantes que le rodeaban el cuello.
—¿Qué prefieres, lucir diamantes o vestirte con el camisk?
—Te lo ruego, amo —respondió ella—: el camisk.
Kamchak la despojó de los diamantes y los lanzó a un lado de la estancia. Acto seguido, sacó de su bolsa la llave para el collar y las campanillas y fue abriendo los cierres, uno a uno, para librarla de los atributos de una Kajira no cubierta. Aphris no podía creer lo que veían sus ojos.
—Hacías demasiado ruido —dijo Kamchak bromeando.
Elizabeth se puso a aplaudir de alegría, y empezó a examinar el camisk.
—La esclava le está muy agradecida a su amo —dijo Aphris con lágrimas en los ojos.
—Así debe ser —dijo Kamchak.
Aphris se puso enseguida el camisk, ayudada por Elizabeth. El contraste de esa tela amarilla con sus ojos almendrados y su pelo negro y largo la favorecían muchísimo.
—Ven aquí —ordenó Kamchak.
Aphris le obedeció y corrió rápidamente a su lado.
—Yo te enseñaré cómo se lleva un camisk —dijo Kamchak. Tomó la cuerda y la sujetó en un par de apretones y vueltas que dejaron casi sin aliento a la turiana. Finalmente la tensó y la ató alrededor de su cintura.
—Así —dijo—, así es como se lleva un camisk.
Vi que realmente Aphris de Turia iba a estar muy atractiva vestida de esa manera.
Aphris caminó ante Kamchak y se dio dos veces la vuelta.
—¿No soy bella, amo?
—Sí —dijo Kamchak acompañando su afirmación con la cabeza.
Aphris rió encantada, como si llevara uno de sus vestidos blancos y dorados de Turia.
—Para ser una esclava turiana no está mal —corrigió Kamchak.
—Llegaremos tarde a la danza si no nos damos prisa —dijo Elizabeth.
—Creía que preferías quedarte en el carro —dijo Aphris.
—No. Me lo he pensado mejor.
Kamchak buscó algo entre sus trastos, y al final vino con dos trabas para los tobillos.
—¿Para qué es eso? —preguntó Aphris.
—Para que no olvidéis que no sois más que esclavas —gruñó Kamchak—. Vámonos.
Kamchak, con el dinero que cómodamente había obtenido de mí en la apuesta, pagó nuestra entrada, y nos abrimos paso entre las cortinas que rodeaban el recinto.
En el interior ya había un buen número de hombres, algunos acompañados de sus chicas. Incluso vi a algunos kassars y paravaci, así como uno de los raros kataii, que en muy pocas ocasiones se dejan ver en los campamentos de los otros pueblos. Naturalmente, los tuchuks eran mayoría. La gente estaba sentada con las piernas cruzadas y en círculos alrededor de un buen fuego que ardía en el centro del recinto. Todos parecían de buen humor, y reían y movían las manos mientras se obsequiaban unos a otros con explicaciones sobre sus más recientes hazañas, que parecían ser muchas, sobre todo si se consideraba que aquélla era la época más activa en lo que a saqueos de caravanas se refiere. Observé con agrado que el fuego no era de estiércol de bosko, sino de madera. Lo que no me gustó fue comprender que esas vigas y tablones procedían del desguace del carro de un mercader.
Un poco apartados, en un lugar cercano al fuego pero despejado de gente, había un grupo de nueve músicos. Todavía no interpretaban ninguna pieza, aunque uno de ellos tocaba con aire ausente una especie de timbal, la kaska, que se hace sonar con las manos. Otros dos músicos, con instrumentos de cuerda, procedían a afinarlos acercando el oído a las cajas de resonancia. Uno de los instrumentos era un czehar, de ocho cuerdas y de forma parecida a la de una caja rectangular y plana; lo tocan sentados en el suelo, con las piernas cruzadas y el czehar en el regazo. Las cuerdas se pulsan por medio de una púa de cuero. El otro instrumento era la kalika, de seis cuerdas y de puente plano, como el anterior. Sus cuerdas se ajustan por medio de pequeñas clavijas de madera, y su forma recuerda por sus redondeces a la guitarra o al banjo, aunque el mástil sea mucho más largo y la caja de resonancia hemisférica. De la misma manera que el czehar, la kalika se puntea. La verdad es que en Gor no he visto nunca instrumentos de arco, y también hay que decir que en este planeta no he encontrado nunca música escrita; no sé si existirá algún tipo de notación musical, pues las melodías pasan de padres a hijos, o de maestro a alumno. Había otro músico con una kalika, pero éste se hallaba sentado con su instrumento y mirando a las esclavas del público. Los tres flautistas estaban limpiando sus instrumentos y hablaban entre ellos. Deduje que debía tratarse de asuntos profesionales, porque cada vez que uno hablaba interrumpía su explicación para ilustrarla con su flauta, y luego los demás intentaban a su vez corregir o mejorar lo que había tocado el primero. A veces la discusión se acaloraba. También pude ver a otro percusionista, que llevaba una kaska, y otro que se hallaba sentado en actitud muy seria ante lo que parecía un montón de objetos inverosímiles. Entre ellos se encontraba un palo con muescas, que se tocaba haciendo resbalar una vara de tem por su superficie. Había también platillos de todas clases, una pandereta y varios instrumentos de percusión más, como piezas de metal colgadas de un alambre, calabazas rellenas de piedrecillas, campanillas de esclava montadas en anillos, etcétera. Ese músico no iba a ser el único en utilizar todos estos artilugios, pues sus compañeros le ayudarían, sobre todo la segunda kaska y la tercera flauta. Entre los músicos goreanos, los más prestigiosos son los que tocan el czehar. En ese grupo había uno, y era el líder; le seguían en importancia los flautistas, y después los que tocaban la kalika, a los que seguían los percusionistas. El último era el encargado de los instrumentos variados, que debía entregar también a los demás en cuanto los necesitasen. Por último, considero interesante explicar que los músicos de Gor nunca pueden ser esclavizados. Naturalmente pueden sufrir penas de exilio, de tortura y de muerte, pero no se les puede esclavizar, porque se dice, y quizás con razón, que los que hacen música deben ser libres como gaviotas del Vosk o como los tarns.
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