John Norman - Los nómadas de Gor

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Los nómadas de Gor: краткое содержание, описание и аннотация

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El terráqueo Tarl Cabot, ahora guerrero de la Contratierra, se aleja de los Montes Sardos llevando la misión de recuperar un misterioso objeto, fundamental para los destinos de los reyes sacerdotes. Los nómadas de Gor, los salvajes y peligrosos pueblos de las Carretas, conservan ese objeto.
Tarl Cabot, solo, intentará rescatarlo.

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—¡Cógela! —ordenó Kamchak.

La muchacha negó sacudiendo la cabeza, atemorizada.

—Coge la quiva —dijo Kamchak.

Ella le obedeció.

—Y ahora, ponla otra vez en su sitio.

Aphris, que seguía temblando, le obedeció.

—Ahora acércate a mí y come —dijo Kamchak.

Aphris también obedeció esta orden; derrotada, se arrodilló ante él y volviendo la cabeza delicadamente tomó la carne de las manos de su amo.

—Mañana —dijo Kamchak—, después de que yo haya comido, se te permitirá saciar tu hambre por ti misma.

De pronto, y quizás imprudentemente, Elizabeth Cardwell dijo:

—Eres cruel, Kamchak.

Kamchak la miró con sorpresa.

—Al contrario, soy muy amable.

—¿Amable? —pregunté yo—. ¿Por qué?

—Le permito vivir.

—¿Sabes una cosa, Kamchak? —le dije—. Creo que esta noche has ganado, pero yo que tu me andaría con mucho cuidado, pues estoy seguro de que la turiana volverá a pensar en la quiva y en el corazón del tuchuk.

—Naturalmente —dijo Kamchak dando de comer a Aphris—, es magnífica.

La muchacha le miraba, pensativa.

—Magnífica teniendo en cuenta que es una esclava turiana, quiero decir —comentó pasándole otro pedazo de carne—. Mañana, querida Aphris, te daré algo para que puedas vestirte.

La turiana le miraba con agradecimiento.

—Sí, mañana te daré el collar y las campanillas.

Las lágrimas hicieron su aparición en los ojos de Aphris.

—¿Puedo confiar en ti? —preguntó Kamchak.

—No —respondió Aphris.

—Pues entonces, collar y campanillas —dijo el tuchuk—. Pero eso sí, los adornaré con cadenas de diamantes, para que aquellos que te vean no piensen que tu amo no puede permitirse los lujos que se le antojan.

—Te odio —dijo Aphris.

—¡Magnífico! ¡Magnífico!

Cuando la chica acabó, Elizabeth le dio una cucharada de agua del cubo que colgaba cerca de la puerta. Después de beber, Aphris extendió las muñecas ante Kamchak.

El tuchuk parecía sorprendido.

—Supongo que esta noche me atarás con esposas de esclava y cadenas, ¿no es así?

—Todavía es demasiado pronto para hacerlo —dijo.

En los ojos de la chica se pudo percibir durante unos segundos el miedo, pero finalmente se decidió y dijo:

—Me has hecho tu esclava, pero yo continúo siendo Aphris de Turia. Y tú, tuchuk, puedes matarme, si lo deseas, pero quiero que sepas que nunca, nunca me convertiré en una servidora de tu placer. Nunca.

—Bien, de todos modos, esta noche estoy algo bebido.

—He dicho nunca —insistió Aphris.

—Por lo que he escuchado hasta ahora, nunca me llamas “amo”.

—A ningún hombre le llamo así.

—Estoy muy cansado ahora —bostezó Kamchak—. He tenido un día agotador.

Aphris temblaba de rabia, y mantenía las muñecas adelantadas.

—Entonces me retiraré —dijo.

—Bien, tráeme unas sábanas de seda roja, y también unas pieles de larl.

—Como quieras.

—Esta noche —continuó diciendo Kamchak mientras le daba palmadas en el hombro—, no te encadenaré, ni te pondré las esposas.

Aphris de Turia estaba claramente sorprendida. Vi que sus ojos miraban furtivamente hacia el lugar en el que se encontraba la silla de kaiila con sus siete quivas.

—Como Kamchak desee.

—¿Recuerdas aquel banquete que ofreció Saphrar? —preguntó Kamchak.

—Naturalmente que lo recuerdo —respondió ella cautelosamente.

—¿Recuerdas aquella ocurrencia que tuviste con los frascos de perfume, y lo que dijiste acerca del olor a estiércol de bosko? ¿Recuerdas cómo intentaste librar a toda la concurrencia del banquete de tan desagradable olor?

—Sí —respondió Aphris tomándose su tiempo.

—¿Y no recuerdas lo que te dije en esa ocasión? ¿No recuerdas lo que te prometí?

—¡No! —gritó Aphris levantándose para echar a correr. Pero Kamchak saltó hacia ella, la tomó en brazos y la puso sobre su hombro.

Aphris se resistía, y le daba puntapiés y puñetazos desde allí arriba.

—¡Eslín! —gritaba—. ¡Eslín!

Seguí a Kamchak y bajamos las escaleras del carro. Una vez abajo, todavía bizqueando y vacilante bajo los efectos del Paga, Kamchak abrió el saco de estiércol que había cerca de la rueda trasera izquierda del carro.

—¡No, amo! —dijo la chica, sollozando.

—A ningún hombre le llamas así —le recordó Kamchak.

Pude ver entonces cómo mi amigo metía la encantadora cabeza de Aphris de Turia en el amplio saco de cuero, a pesar de la fuerte resistencia que ella ofrecía.

—¡Amo! —gritaba Aphris de Turia—. ¡Amo! ¡Amo!

Medio dormido, vi que la cabeza oculta de Aphris se movía de un lado a otro en el interior del saco, y que su cuerpo se retorcía.

Kamchak logró por fin atar el extremo del saco, y se puso en pie vacilante.

—Estoy muy cansado —dijo—. Ha sido un día muy largo.

Le seguí al interior del carro, en donde al cabo de muy poco ambos estábamos completamente dormidos.

12. La quiva

Durante los siguientes días no fueron escasas las ocasiones en las que curioseé alrededor del enorme carro de Kutaituchik, Ubar de los tuchuks. Los guardianes me echaron más de una vez. Yo sabía que en ese carro, si las palabras de Saphrar eran correctas, se escondía el huevo de los Reyes Sacerdotes, esa esfera dorada que el mercader, por alguna razón desconocida, deseaba obtener tan ansiosamente.

Debía encontrar la manera de acceder al interior del carro, hallar la esfera e intentar llevármela a las Sardar. Habría deseado disponer de un tarn, porque sabía que sobre mi kaiila no iría demasiado lejos: pronto me hubieran dado caza los jinetes tuchuks, que acostumbran a llevar con ellos monturas de refresco. De esta manera, al cansarse mi kaiila, los jinetes me derribarían, y el trabajo de rastreo lo llevaría a cabo el eslín pastor entrenado a tal efecto.

La llanura se extendía en todas direcciones, durante centenares de pasangs. En pocos lugares se podía estar a cubierto.

Una solución posible era declararle abiertamente mi misión a Kutaituchik o a Kamchak, y luego esperar las consecuencias. Pero había oído lo que Kamchak le dijera a Saphrar, y por lo tanto sabía que los tuchuks concedían mucho valor a la esfera dorada, y que no iba a ser fácil separarles de ella. Por otra parte, mis riquezas no eran comparables a las de Saphrar, y éste había fracasado en sus intentos de comprar la esfera.

No me gustaba pensar en robarla del carro de Kutaituchik, pues los tuchuks, a su tosca manera, me habían acogido y yo apreciaba ahora a algunos de ellos, particularmente al bromista y astuto Kamchak, con quien compartía el carro. No me parecía justo traicionar la hospitalidad de los tuchuks intentando robar un objeto al que tanto valoraban. Eso me hacía pensar en si realmente alguien entre los carros de los tuchuks conocía el verdadero valor de la esfera dorada, si alguien sabía que contenía la ultima esperanza para los Reyes Sacerdotes.

Desafortunadamente, en Turia no había podido averiguar nada sobre el misterio del collar de mensaje, o sobre la aparición de Elizabeth Cardwell en las llanuras meridionales de Gor. A veces pensaba que la clave podía estar en el mismo Saphrar, que él podía responder a todas las preguntas que me hacía. No era ninguna tontería, porque, ¿cómo era posible que él, un mercader de Turia, conociese la existencia de la esfera dorada? ¿Cómo era posible que un hombre sagaz, inteligente, desease entregar grandes cantidades de oro a cambio de algo que, según sus propias palabras, solamente le inspiraba curiosidad? Esa actitud no casaba con la lógica avaricia del cálculo mercantil, e incluso excedía el a veces irresponsable celo de los coleccionistas, en cuya familia pretendía incluirse. Si algo tenía muy claro, era que el mercader no era ningún estúpido. Aquel o aquellos para quienes trabajaba debían tener alguna idea de la naturaleza de la esfera dorada, o quizás lo sabían todo sobre ella. Era una probabilidad que había que aceptar, y yo me daba cuenta de que debía obtener el huevo lo antes posible para luego intentar retornarlo a las Sardar. No había tiempo que perder, pero... ¿Cómo iba a lograrlo?

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