Elyas resopló.
—Me parece que ese rasgo no está en ti, muchacho. Escúchame, el peligro se manifiesta de formas distintas en hombres distintos. Algunos actúan con la fría precisión de un mecanismo de relojería, pero tú nunca me has parecido de esa clase. Cuando el corazón empieza a latir con fuerza, se te calienta la sangre. Es lógico que también se agudicen tus sentidos. Te pones alerta. Quizá mueras dentro de cinco minutos o quizá dentro de un segundo, pero ahora no estás muerto, y eso lo sabes desde la punta del pelo hasta las uñas de los pies. Así son las cosas. No quiere decir que te guste.
—Me gustaría creer eso —repuso simplemente Perrin.
—Vive tantos años como yo y lo creerás —repuso Elyas con un tono seco—. Hasta entonces, piensa que he vivido más que tú y que he estado allí antes que tú.
Los dos hombres se quedaron sentados mirando el hacha. Perrin quería creer. Ahora la sangre en la hoja del hacha parecía negra. Nunca le había parecido tan negra la sangre. ¿Cuánto tiempo había pasado? Por el ángulo de los haces de luz que se colaban entre los árboles, el sol estaba bajando.
Sus oídos captaron el crujido de la nieve bajo unos cascos que se acercaban lentamente en su dirección. Al cabo de unos minutos aparecieron Neald y Aram; el otrora gitano señalaba las huellas y el Asha’man sacudía la cabeza con impaciencia. Era un rastro claro, pero a decir verdad Perrin no habría apostado a que Neald hubiera sido capaz de seguirlo. Era un hombre de ciudad.
—Arganda pensó que debíamos esperar hasta que se os pasara el arrebato de cólera —dijo Neald, apoyado en la silla y estudiando a Perrin—. A mí me parece que más tranquilo no podéis estar. —Asintió, denotando un atisbo de satisfacción en el gesto de la boca. Estaba acostumbrado a que la gente le tuviera miedo por su chaqueta negra y por lo que ésta representaba.
—Hablaron —continuó Aram—, y todos dieron las mismas respuestas. —Su ceño traslucía que no le habían gustado—. Creo que la amenaza de dejarlos para que mendigaran los asustó más que vuestra hacha. Pero afirmaron que nunca habían visto a lady Faile. O a ninguna de las otras. Podríamos probar con las ascuas otra vez. Quizás eso los haga recordar.
¿Su tono era de ansiedad? ¿Por encontrar a Faile o por utilizar las ascuas? Elyas torció el gesto.
—Os darán las respuestas que vosotros mismos les habéis proporcionado al preguntarles. Os dirán lo que queráis oír. De todos modos, era una posibilidad remota. Hay millares de Shaido y millares de prisioneros. Uno podría vivir toda su vida entre tanta gente y sólo conocer a unos centenares de los que acordarse.
—Entonces tenemos que matarlos —manifestó sombríamente Aram—. Sulin dice que las Doncellas tuvieron cuidado de prenderlos cuando no estaban armados, para poder interrogarlos. No se los puede hacer gai’shain . Con que uno de ellos escape, informará a los Shaido que estamos aquí. Entonces nos atacarán.
Perrin sentía las articulaciones como si las tuviera oxidadas, y le dolieron al levantarse. No podía dejar que los Shaido se marcharan sin más.
—Se los puede vigilar, Aram. —La precipitación casi le había hecho perder a Faile para siempre. Precipitación. Qué palabra tan inofensiva para referirse a cortarle la mano a un hombre. Y todo en balde. Él siempre había procurado pensar despacio y actuar despacio. Ahora tenía que pensar, pero cada idea le hacía daño. Faile estaba perdida en un mar de prisioneros vestidos de blanco—. Quizás otros gai’shain sabrían dónde está —murmuró mientras se daba media vuelta para regresar al campamento. Pero ¿cómo echarle mano a cualquiera de los gai’shain Shaido? Nunca les permitían salir del campamento excepto con una guardia.
—¿Qué pasa con eso, chico? —preguntó Elyas.
Perrin supo lo que quería decir sin necesidad de mirar. El hacha.
—Que se quede ahí para el primero que la encuentre. —Su voz sonó áspera—. Quizás algún juglar necio se invente una historia sobre ella. —Echó a andar hacia el campamento sin mirar atrás. Con la presilla vacía, el ancho cinturón parecía demasiado ligero. Todo en balde.
Tres días después los carros regresaron de So Habor cargados hasta los topes, y Balwer entró en la tienda de Perrin con un hombre alto y sin afeitar que llevaba una chaqueta de paño sucio y una espada que parecía estar mucho más cuidada. Al principio Perrin no lo reconoció con la barba de un mes. Entonces captó el olor del hombre.
—No esperaba volver a verte —dijo.
Balwer parpadeó, que era tanto como dar un respingo de sobresalto en cualquier otra persona. Sin duda el hombrecillo deseaba darle una sorpresa.
—He estado buscando a… a Maighdin —contestó secamente Tallanvor—, pero los Shaido se movían más rápido que yo. Maese Balwer dice que sabéis dónde está.
Balwer asestó al hombre más joven una mirada penetrante, pero cuando habló su voz sonó tan seca e impasible como su olor.
—Maese Tallanvor llegó a So Habor justo antes de que me marchara, milord. Fue pura casualidad que nos encontráramos. Pero tal vez fue una casualidad afortunada. Quizá tenga unos aliados para vos. Dejaré que os lo explique él.
Tallanvor miró sus botas con el entrecejo fruncido y no dijo nada.
—¿Aliados? —repitió Perrin—. Cualquier cosa que no sea un ejército servirá de poco, pero aceptaré cualquier ayuda que puedas prestarme.
Tallanvor miró a Balwer, que respondió con una leve reverencia y una sonrisa animosa. El hombre sin afeitar inhaló profundamente.
—Quince mil seanchan, bastante cerca. En realidad, la mayoría son taraboneses, pero cabalgan bajo estandartes seanchan. Y… Y tienen al menos una docena de damane . —Habló con más rapidez, como impulsado por la urgencia, por una necesidad de terminar antes de que Perrin lo interrumpiera—. Sé que es como aceptar ayuda del Oscuro, pero ellos también persiguen a los Shaido y yo aceptaría hasta la ayuda del Oscuro para liberar a Maighdin.
Perrin miró a los dos hombres unos segundos; Tallanvor se toqueteaba el cinturón de la espada con nerviosismo, en tanto que Balwer semejaba un gorrión esperando ver en qué dirección saltaría un grillo. Seanchan. Y damane . Sí, eso sería como aceptar ayuda del Oscuro.
—Siéntate y háblame de esos seanchan —dijo.
28
Un ramillete de capullos de rosa
Desde el día en que habían salido de Ebou Dar, viajar con el Gran Espectáculo Ambulante y Magnífica Exhibición de Maravillas y Portentos de Valan Luca resultó tan absolutamente desagradable como Mat se había figurado en sus momentos más sombríos. Para empezar, llovió casi a diario durante varias horas, y en una ocasión durante tres días seguidos sin parar, chaparrones de fría lluvia invernal, casi aguanieve, y lloviznas heladas que calaban la chaqueta poco a poco y antes de que uno se diera cuenta estaba tiritando. El agua corría por la calzada de tierra apisonada como si estuviera pavimentada, dejando una fina capa de barro resbaladizo en el peor de los casos, pero la larga hilera de carretas, caballos y gente tampoco recorría mucha distancia cuando el sol brillaba. Al principio, la gente del espectáculo se había mostrado muy ansiosa de abandonar la ciudad donde los rayos hundían barcos por la noche y los extraños asesinatos hacían que todo el mundo echara ojeadas a su espalda, de alejarse de un noble seanchan celoso que estaría persiguiendo encorajinado a su esposa y que podría descargar su ira en cualquiera relacionado con hacerla desaparecer arrancándola de sus garras. Al principio habían seguido adelante tan deprisa como los caballos podían tirar de las carretas, azuzando a los animales para que apresuraran el paso, para dejar atrás otro kilómetro más. Pero cada kilómetro recorrido los hacía sentirse mucho más lejos del peligro, mucho más a salvo, y llegada la primera tarde de viaje…
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