—No te pido que traiciones a tu pueblo —empezó Perrin. Le dolía la garganta del esfuerzo de mantener la voz tranquila—. Vosotros, los Shaido, capturasteis a unas mujeres. Sólo quiero saber cómo recobrarlas. Una se llama Faile. Es tan alta como vuestras mujeres, con los ojos oscuros y rasgados, nariz firme y labios carnosos. Una mujer hermosa. De verla, la recordarías. ¿La has visto? —Apartó el hacha y se incorporó.
El Shaido lo miró fijamente un momento, después alzó la cabeza y se puso a cantar otra vez, sin apartar los ojos de Perrin. Era una canción alegre, con el ritmo animado de una danza.
Conocí a un hombre de un país lejano.
Tenía los ojos dorados y el cerebro atrofiado.
Me pidió que en mi mano el humo agarrara,
y dijo que podía enseñarme una tierra anegada.
Puso la cabeza en el suelo y en el aire los pies
y dijo que podía bailar tan bien como una mujer.
Dijo que hasta volverse piedra podía estar de pie.
Había desaparecido cuando parpadeé.
El Shaido echó la cabeza hacia atrás y se puso a reír con ganas, como si estuviese repantigado en un colchón de plumas.
—Si… si no podéis hacerlo, entonces marchaos —pidió desesperadamente Aram—. Yo me ocuparé de ello.
Lo que tenía que hacerse. Perrin miró los rostros que había a su alrededor. Arganda lo observaba ahora con tanto odio como al Shaido. Masema, que apestaba a locura y rebosaba un odio desdeñoso. Había que estar dispuesto y preparado para herir a una piedra. Edarra, tan inescrutable su expresión como la de las Aes Sedai, cruzada tranquilamente de brazos. Hasta los Shaido sabían cómo abrazar el dolor. Llevaría días. Sulin, con la cicatriz cruzándole la piel de la mejilla curtida como cuero, la mirada impasible y su olor implacable. Se doblegarían despacio, y lo menos posible. Berelain, oliendo a enjuiciamiento, una gobernante que había sentenciado a muerte a hombres y no había perdido el sueño por ello una sola noche. Lo que había de hacerse. Dispuesto y preparado para herir a una piedra. Abrazar el dolor. Oh, Luz, Faile.
El hacha pesaba menos que una pluma cuando la levantó; el arma se descargó como un martillo sobre el yunque y la pesada hoja cortó limpiamente por la muñeca la mano izquierda del Shaido.
El hombre gimió de dolor y después se incorporó entre convulsiones al tiempo que gruñía, salpicando a propósito el rostro de Perrin con la sangre que manaba a borbotones de la muñeca.
—Curadlo —ordenó Perrin a las Aes Sedai mientras se apartaba. No hizo intención de limpiarse la cara; la sangre empezaba a impregnarle la barba. Se sentía vacío. No habría podido alzar el hacha de nuevo aunque en ello le fuera la vida.
—¿Estáis loco? —exclamó Masuri, furiosa—. ¡No podemos devolverle la mano!
—¡He dicho que lo curéis! —bramó.
Seonid ya se había puesto en movimiento, recogiéndose la falda para caminar deprisa, y se arrodilló junto a la cabeza del hombre. Éste se estaba mordiendo el muñón de la muñeca en un fútil intento de frenar la hemorragia con la presión de los dientes. Pero no había miedo en sus ojos. Ni en su olor. Ni asomo.
Seonid tomó la cabeza del Shaido entre sus manos y de repente el hombre sufrió una sacudida y sus brazos se agitaron violentamente. La hemorragia menguó al tiempo que seguía sacudiéndose y el flujo de sangre se cortó completamente antes de que se desplomara en el suelo, con el semblante ceniciento. Vacilante, levantó el brazo izquierdo para mirar la suave piel que ahora cubría el muñón. Si había cicatriz, Perrin no la vio. El hombre le enseñó los dientes. Seguía sin oler a miedo. Seonid también se tambaleó como si estuviera agotada al límite. Alharra e Ivierno dieron un paso hacia ella, pero la mujer los hizo detenerse con un ademán y se levantó por sí misma al tiempo que suspiraba profundamente.
—Me han contado que podéis aguantar días sin conseguir que digáis poco más que nada —empezó Perrin. La voz le sonaba demasiado fuerte en los oídos—. No tengo tiempo para que demostréis lo duros o lo valientes que sois. Sé que sois valientes y duros. Pero mi esposa lleva demasiado tiempo prisionera. Se os separará y se os preguntará sobre algunas mujeres. Si las habéis visto y dónde. Eso es lo único que quiero saber. No habrá ascuas ardientes ni ninguna otra cosa; sólo preguntas. Pero si alguno se niega a contestar o si vuestras respuestas difieren mucho, entonces todos perderéis algo. —Le sorprendió descubrir que, después de todo, sí podía enarbolar el hacha. La hoja del arma estaba teñida de rojo.
»Dos manos y dos pies —continuó fríamente. Luz, su voz sonaba como el hielo. Él era hielo hasta la médula—. Eso significa que tendréis cuatro oportunidades de responder a lo mismo. Y si aun así todos seguís guardando silencio, no os mataré. Encontraré un pueblo donde dejaros, algún lugar donde os permitan mendigar, donde los niños echarán una moneda a los feroces Aiel sin manos ni pies. Pensad en ello y decidid si merece la pena mantener a mi esposa alejada de mí.
Hasta Masema lo miraba de hito en hito, como si nunca hubiera visto al hombre que tenía enfrente empuñando un hacha. Cuando Perrin se volvió para marcharse, los hombres de Masema y los ghealdanos por igual se apartaron a su paso como si dejaran espacio libre a un puñado de trollocs.
En su camino se encontró con la estacada y el bosque cien pasos más allá, pero no cambió de dirección. Con el hacha en la mano siguió caminando hasta que estuvo rodeado de árboles y el olor del campamento quedó atrás. El olor a sangre lo llevaba consigo, penetrante y metálico. De eso no podía huir.
No habría sabido decir cuánto tiempo caminó a través de la nieve. Apenas si notó los haces oblicuos de luz que hendían las sombras bajo el dosel del bosque. Notaba la sangre pringosa en la cara y en la barba. Empezaba a secarse. ¿Cuántas veces había dicho que haría cualquier cosa para recuperar a Faile? Uno hacía lo que tenía que hacer. Por Faile, lo que fuera.
De pronto, enarboló el hacha por encima de la cabeza con las dos manos y la lanzó con todas sus fuerzas. El arma fue dando vueltas en el aire hasta que se clavó en el grueso tronco de un roble con un golpe contundente.
Perrin exhaló el aire que parecía haberse quedado atascado en sus pulmones, se sentó pesadamente en una afloración rocosa ancha y alta como un banco y apoyó los codos en las rodillas.
—Puedes salir ya, Elyas —dijo, cansino—. Puedo olerte.
El otro hombre salió de entre las sombras, los ojos amarillos brillando débilmente bajo el ala ancha de su sombrero. Comparados con él, los Aiel era ruidosos. Ajustándose el largo cuchillo del cinturón, se sentó en la piedra, al lado de Perrin, pero durante un rato se limitó a pasarse los dedos por la barba canosa que se extendía sobre su pecho. Señaló con la cabeza el hacha hincada en el roble.
—Una vez te dije que la conservaras hasta que empezara a gustarte demasiado utilizarla. ¿Has empezado ya? ¿En el campamento?
—¡No! —Perrin sacudió la cabeza—. ¡Eso no! Pero…
—Pero ¿qué, muchacho? Creo que casi has asustado a Masema. Sólo que tú también hueles a asustado.
—Ya iba siendo hora de que ese hombre se asustara de algo —rezongó Perrin mientras se encogía de hombros, incómodo. Era muy difícil decir algunas cosas en voz alta. Quizá también iba siendo hora de hablar de ello—. El hacha. No lo sentí la primera vez; sólo al rememorarlo. Eso fue cuando conocí a Gaul y los Capas Blancas intentaron matarnos. Después, luchando con los trollocs en Dos Ríos, no estuve seguro. Pero luego, en los pozos de Dumai, sí. Tengo miedo en la batalla, Elyas, siento miedo y tristeza porque quizá no vuelva a ver a Faile. —El corazón se le encogió en el pecho hasta dolerle. Faile—. Sólo que… He oído a Grady y a Neald comentar lo que les pasa a ellos cuando asen el Poder. Dicen que se sienten más vivos. Yo tengo la boca seca de miedo en una batalla, pero me siento más vivo que nunca salvo cuanto tengo a Faile en mis brazos. No creo que pudiera soportarlo si llegara a sentirme de ese modo con lo que acabo de hacer allí. No creo que Faile me aceptara si llegara a eso.
Читать дальше