Robert Jordan - Encrucijada en el crepúsculo

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Encrucijada en el crepúsculo: краткое содержание, описание и аннотация

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Mat Cauthon huye con la hija de las Nueve Lunas mientras la Sombra y el imperio seanchan emprenden una persecución implacable. Por su parte, las Aes Sedai sienten un inmenso flujo de Poder en un lejano paraje del oeste y temen que sea obra de los Renegados o incluso de la propia Sombra.
La heredera del Trono de Andor, rodeada de enemigos y de amigos siniestros que planean su destrucción, puede caer en manos de la Sombra y arrastrar consigo al Dragón Renacido, y Egwene al’Vere pone sitio al centro de poder Aes Sedai, pero ha de vencer con rapidez para evitar que los Asha’man sean los únicos capaces de defender el mundo del Oscuro.
Tras limpiar la mitad masculina de la Fuente Verdadera, Rand al’Thor se ve obligado a correr grandes riesgos sin saber con certeza quiénes son sus aliados y quiénes son sus enemigos.

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—Hay que cuidar a los caballos —explicó Luca, que miraba el tiro desatado de su carromato de color chillón y que los mozos se llevaban bajo la ligera llovizna hacia las hileras de animales estacados. El sol había descendido poco más de la mitad del arco hacia poniente, pero en las tiendas ya salían zarcillos grises por los agujeros de humo y por las chimeneas metálicas de las casas carromato—. Nadie nos sigue, y hay un largo camino hasta Lugard. Es difícil conseguir buenos caballos, y caro. —Luca frunció el ceño y sacudió la cabeza. Hablar de gastos le avinagraba el gesto siempre. Escatimaba hasta el último céntimo salvo en lo concerniente a su esposa—. No hay muchos sitios entre aquí y allí en los que merezca la pena pararse más de un día. La mayoría de los pueblos no aportarían una entrada pasable ni aunque acudiera la población en pleno, y nunca se sabe cómo responderá la gente de una ciudad hasta que el espectáculo está montado. Sin embargo, no me pagas lo suficiente para que renuncie a lo que puedo ganar. —Se ciñó más la capa carmesí bordada para protegerse de la humedad y echó una ojeada a su carreta por encima del hombro. El aire traía un olor a algo agrio a través de la llovizna. Mat dudaba que le apeteciera comer nada de lo que preparaba la mujer de Luca—. Estás seguro de que nadie nos sigue, ¿verdad, Cauthon?

Mat se caló más el gorro de lana con gesto irritado y se alejó entre las tiendas y los carromatos multicolores rechinando los dientes. ¿Que no le pagaba suficiente? Por la cantidad ofrecida, Luca tendría que haber estado dispuesto a llevar a galope a sus animales todo el camino hasta Lugard. Bueno, no exactamente a galope —tampoco quería reventar a los caballos—, pero ese vanidoso pisaverde sí habría tenido que marcar un ritmo rápido.

A poca distancia del carromato de Luca, Chel Vanin estaba sentado en una banqueta de tres patas que su cuerpo desbordaba y removía una especie de oscuro guiso en un cazo colgado sobre una lumbre pequeña. La lluvia resbalaba de la ancha ala de su sombrero y goteaba dentro del cazo, pero el grueso hombre no parecía darse cuenta o es que no le importaba, Gorderan y Fergin, dos de los Brazos Rojos, mascullaban maldiciones mientras clavaban estacas en el suelo embarrado para tensar los vientos de la tienda de sucia lona que compartían con Harnan y Metwyn. Y también con Vanin, pero éste poseía habilidades que a su modo de entender lo situaban por encima de tareas como montar tiendas y los Brazos Rojos estuvieron de acuerdo sin apenas reticencia. Vanin era un gran entendido en el cuidado de los caballos, el mejor rastreador y el mejor cuatrero del lugar por inverosímil que pudiera parecer al verlo, y eso valía para cualquier país que se le viniera a uno a la cabeza.

Fergin vio a Mat y se tragó un juramento cuando el martillo se descargó en su dedo gordo, en lugar de dar en la estaca de la tienda. Soltó el martillo, se metió el dedo en la boca y se quedó en cuclillas emitiendo protestas sin dejar de chupárselo.

—Vamos a tener que estar al raso toda la noche con esta lluvia para vigilar a esas mujeres, milord. ¿No podríais contratar a alguno de esos mozos para que hicieran este trabajo y así al menos no nos mojaríamos hasta que no hubiera más remedio?

Gorderan golpeó a Fergin en el hombro con un grueso dedo. Era tan ancho como delgado Fergin, y teariano a pesar de sus ojos grises.

—Los mozos montarán la tienda y robarán todo lo que haya en ella que no esté clavado. —Otro golpe del dedo—. ¿Es que quieres que uno de esos amigos de lo ajeno se lleve mi ballesta o mi silla de montar? Es una buena silla.

Fergin se puso ceñudo y rezongó, pero recogió el martillo y limpió el barro en su chaqueta. Era un buen soldado, pero no muy listo.

Vanin escupió por el hueco que tenía en la dentadura y faltó poco para que acertara a dar en el cazo. El guiso olía estupendamente después de lo que quiera que Latelle estuviera cocinando, pero Mat decidió que tampoco comería allí. Dando golpecitos con la cuchara en el borde del cazo para limpiarla, el hombre grueso alzó su cara redonda y miró a Mat entre los hinchados párpados, que a menudo le hacían parecer medio dormido, pero sólo un necio se dejaría engañar por eso.

—A este paso, llegaremos a Lugard casi a finales de verano. Si es que llegamos.

—Llegaremos, Vanin —dijo Mat con más seguridad de la que sentía en ese momento. La tosca chaqueta de paño que se había puesto seca hacía unas pocas horas estaba calada en algunos sitios y el agua le resbalaba por la espalda. Resultaba difícil sentirse seguro cuando la lluvia helada le resbalaba a uno por la columna vertebral—. El invierno casi ha terminado. Avanzaremos más deprisa cuando llegue la primavera. Ya verás. Estaremos en Lugard a mediados de primavera.

Tampoco estaba muy seguro de eso. El primer día sólo recorrieron dos leguas y después de eso, si hacían dos y media, era todo un logro. No había muchas poblaciones que pudieran llamarse ciudades a lo largo de la Gran Calzada del Norte, la cual empezó a cambiar de nombre con rapidez a medida que el espectáculo avanzaba en esa dirección. La gente la llamaba «la calzada de Ebou Dar» o «la calzada del Transbordador» o a veces simplemente «la calzada», como si sólo existiera una. Pero Luca se paraba en todas las ciudades —lo fueran realmente o sólo tuvieran de ello el nombre—, poblaciones amuralladas o puebluchos con ínfulas de seis calles y una pobre imitación de plaza toscamente pavimentada. Se tardaba casi medio día en montar el espectáculo y levantar el muro de lona que lo rodeaba, con aquella enorme banderola de grandes letras rojas y azules colgada sobre la entrada: el Gran Espectáculo Ambulante de Valan Luca. Luca era incapaz de pasar por alto la oportunidad de conseguir un auditorio numeroso. O el dinero de sus bolsillos. O la ocasión de lucir ante aquél una de sus capas de color rojo intenso y deleitarse con la adulación. Le gustaba eso casi tanto como el dinero. Casi.

La rareza de los artistas y de los animales enjaulados procedentes de tierras lejanas bastaba para atraer a la gente. En realidad, con los animales de tierras no tan lejanas era suficiente; pocos se habían alejado de sus campos tanto como para ver a un oso, cuanto menos a un león. Sólo los aguaceros hacían menguar al público y cuando llovía fuerte los malabaristas y los acróbatas se negaban a actuar sin tener algún tipo de protección sobre sus cabezas. Lo cual hacía que Luca fuera de aquí para allí, a ratos sumido en un silencio sombrío y a ratos hablando como un loco sobre encontrar suficientes lonas impermeabilizadas para proteger cada número o sobre conseguir una tienda confeccionada lo bastante grande para que cupiera todo el espectáculo. ¡Una tienda! Sus pretensiones eran, cuando menos, grandiosas. ¿Y por qué no un palacio sobre ruedas, ya puestos?

Sin embargo, si Luca y la lentitud con que avanzaba el espectáculo hubiese sido todo lo que le causaba preocupaciones, Mat habría sido un hombre feliz. A veces, dos o tres lentas caravanas de colonos seanchan que se habían puesto en marcha más pronto pasaban con sus extrañas carretas picudas y su ganado, o sus ovejas o sus cabras de extraño aspecto antes de que el primer carromato del espectáculo se hubiera puesto en marcha. A veces columnas de soldados seanchan los pasaban marchando al paso, filas de hombres con yelmos semejantes a cabezas de insectos y de jinetes con sus armaduras de placas imbricadas pintadas a rayas. En una ocasión, los jinetes montaban torm, unas criaturas con escamas broncíneas semejantes a felinos del tamaño de un caballo. Salvo porque tenían tres ojos, claro. Unos veinte, más o menos, de esos animales avanzando en un trote sinuoso más rápido que el de un caballo. Ni jinetes ni monturas mostraron interés por el espectáculo, pero los caballos del espectáculo se pusieron como locos cuando los torm pasaron, relinchando y encabritándose entre los arneses. Los leones, leopardos y osos rugieron en sus jaulas y los peculiares venados se lanzaron contra las barras en un fútil intento de escapar. Costó horas tranquilizarlos a todos lo suficiente para que los carromatos se pusieran de nuevo en movimiento, y Luca insistió en que antes se atendieran los rasponazos de los animales enjaulados. Los animales eran una gran inversión. En dos ocasiones, oficiales con yelmos de largas y finas plumas decidieron comprobar la cédula de exención de los caballos de Luca; a Mat le entró un sudor frío, y transpiró gotas grandes como uvas hasta que se marcharon satisfechos. Conforme el espectáculo avanzaba hacia el norte, el número de seanchan en la calzada menguaba, pero Mat todavía sudaba cuando veía otro grupo, ya fuera de soldados o de colonos. Puede que fuera verdad que Suroth guardaba en secreto la desaparición de Tuon, pero los seanchan la estarían buscando. El desastre podía llegar sólo con que a un oficial entrometido le diera por cotejar el número reflejado en la cédula con el número de caballos. Tras eso, peinaría los carromatos, sin lugar a dudas. O que una oficiosa sul’dam pensara que podría haber una mujer encauzadora entre los juglares, los volatineros y los contorsionistas. ¡Entonces sudaba gotas como ciruelas! Por desgracia, no todo el mundo tenía el aprecio debido a su propio pellejo.

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