—No hablamos con nadie, milord, nos limitamos a vigilar a las chicas —abundó Bethamin, arrastrando las palabras más que nunca, y los seanchan generalmente hablaban como miel vertiéndose en una tormenta de nieve. Saltaba a la vista que llevaba la voz cantante entre las tres sul’dam , pero miró a las otras antes de proseguir—. En las dependencias de las sul’dam en Ebou Dar sólo se hablaba de Illian. Una nación rica y una ciudad rica donde muchos ganarían nuevos nombres. Y fortuna. —Lo último lo dijo como si el dinero no tuviera importancia comparado con obtener un nuevo nombre—. Tendríamos que haber caído en la cuenta de que querríais saber sobre esas cosas. —Otro profundo suspiro casi hizo que se saliera por el escote—. Si tenéis alguna pregunta, milord, os diremos lo que sepamos.
Renna le hizo otra reverencia con expresión anhelante.
—También podríamos escuchar en las ciudades y los pueblos donde paramos, milord —saltó Seta—. Puede que las chicas no, pero nosotras somos de fiar.
Vaya, cuando una mujer se ofrecía a ayudarte, ¿empezaba siempre por meterte en una olla de agua caliente y echar bien de leña al fuego? El rostro de Joline se volvió una desdeñosa máscara de hielo. Las seanchan no merecían su atención; eso lo dejó claro con una simple ojeada. Y fue el tonto de Mat Cauthon el que recibió una mirada heladora. Edesina apretó los labios y sus ojos se clavaron como taladros en él y en las sul’dam . Hasta Teslyn se las arregló para denotar indignación. También estaba agradecida por el rescate, pero era Aes Sedai. Y su gesto ceñudo se lo dirigió a él. Mat sospechaba que la mujer se pondría a saltar como una rana asustada si una de las sul’dam diera una palmada.
—Lo que quiero —explicó con paciencia— es que todas os quedéis en la carreta. —Con las mujeres había que ser paciente, incluidas las Aes Sedai. Eso lo estaba aprendiendo condenadamente bien—. Al menor rumor de que en este espectáculo hay una Aes Sedai, estaremos hasta el cuello de seanchan buscándola. Y que haya mujeres seanchan tampoco nos hará ningún bien. En uno u otro caso, alguien vendrá a husmear qué hay detrás de ello antes o después, y todos nos encontraremos metidos en un berenjenal. No os exhibáis. Debéis ser discretas hasta estar más cerca de Lugard. No es mucho pedir, ¿verdad? —Un rayo alumbró el habitáculo y el trueno retumbó en lo alto, tan cerca que el carromato tembló.
Por lo visto, a medida que pasaban los días comprobó que era mucho pedir. Oh, sí, las Aes Sedai mantenían bien caladas las capuchas cuando salían —la lluvia les daba una buena excusa para hacerlo; la lluvia y el frío—, pero una u otra viajaban en el asiento del carromato las más de las veces y no hacían ningún esfuerzo para hacerse pasar por criadas ante la gente del espectáculo. No es que dijeran quiénes eran, claro, ni daban órdenes a nadie ni hablaban con nadie aparte de entre ellas, pero ¿qué criada esperaba que la gente se apartara para dejarle paso? También iban a los pueblos y a veces a las ciudades si estaban seguras de que no había seanchan. Cuando una Aes Sedai estaba segura de algo, no había vuelta de hoja. En dos ocasiones regresaron a toda prisa cuando se encontraron con una ciudad medio llena de colonos seanchan en su camino hacia el norte. Le contaban lo que descubrían en sus visitas. Eso pensaba él. Teslyn parecía realmente agradecida; al estilo Aes Sedai, se entiende. Y Edesina. A su manera.
A pesar de sus diferencias, Joline, Teslyn y Edesina formaban una piña como ocas en bandada. Si uno veía a una, veía a las tres. Seguramente era porque uno se las encontraba cuando daban un paseo, todas perfectamente embozadas en sus capas, y al cabo de un minuto aparecían Bethamin, Renna y Seta pisándoles los talones. Oh, sí, como si la cosa no fuera con ellas, por supuesto, pero sin perder de vista a «las chicas». Bandadas de ocas. Hasta un ciego vería que había tensión entre los dos grupos de mujeres. Y también vería que ninguna de ellas era una criada. Las sul’dam habían tenido posiciones respetadas, de autoridad, y actuaban casi con tanta arrogancia como las Aes Sedai. Sin embargo, él se mantenía fiel a la historia contada.
Bethamin y las otras dos se mostraban tan recelosas de otros seanchan como las propias Aes Sedai, pero también las seguían a éstas cuando iban a un pueblo o a una ciudad, y Bethamin siempre informaba de los fragmentos de conversaciones que pillaba, mientras Renna exhibía una obsequiosa sonrisa y Seta intervenía para indicar que a «las chicas» se les había pasado por alto esto o aquello, o que afirmaban que no lo habían oído; nunca se podía estar segura con alguien que tenía la audacia de llamarse a sí misma Aes Sedai; quizá Mat debería reconsiderar lo de atarlas a la correa, sólo hasta que no hubiera peligro.
Sus historias no diferían apenas de las que le contaban las hermanas. Chismes de lugareños sobre lo que habían escuchado por casualidad a los seanchan que iban de paso. Muchos de los colonos estaban nerviosos, con la cabeza llena de historias sobre salvajes Aiel que saqueaban y arrasaban Altara de parte a parte, aunque todos los lugareños decían que era en algún lugar más al norte. Sin embargo, al parecer alguien de rango más alto pensaba igual, porque a muchos colonos se los había desviado hacia el este, en dirección a Illian. Se había pactado una alianza con alguien poderoso que, al parecer, daría acceso a la Augusta Señora Suroth a muchos países. Las mujeres se negaban a dejarse convencer de que no era necesario que se enteraran de los rumores que corrían. Tampoco llegaron a entregar los a’dam . A decir verdad, esas cadenas plateadas y las tres sul’dam eran la única palanca que tenía Mat para presionar a las Aes Sedai. Gratitud. ¡De una Aes Sedai! ¡Ja! Tampoco había pensado realmente volver a poner esos collares a las hermanas. Bueno, no muy a menudo. Estaba bien pillado. Vaya que sí.
Era verdad que no necesitaba la información que le pasaban las sul’dam y las Aes Sedai. Tenía mejores fuentes, gente en la que confiaba. Bueno, confiaba en Thom, cuando conseguía apartar al juglar de cabello blanco de jugar a Serpientes y Zorros con Olver o de estar ensimismado en una carta muy arrugada que llevaba metida en la pechera de la chaqueta. Thom podía entrar en una sala común, contar una historia, quizás hacer unos malabarismos, y salir del lugar sabiendo lo que guardaba la cabeza de cada hombre que había allí. Mat confiaba también en Juilin —lo hacía casi tan bien como Thom, sin malabarismos ni relatos—, pero Juilin insistía siempre en llevarse a Thera, recatadamente asida a su brazo, cuando entraban en la ciudad. Según él, era para que Thera se acostumbrara a la libertad. Ella le sonreía, con aquellos enormes ojos relucientes y esa boquita carnosa que parecía pedir ser besada. Tal vez fuera cierto que había sido la Panarch de Tarabon, como afirmaban Juilin y Thom, pero Mat empezaba a dudarlo. Había oído a algunos de los contorsionistas bromear sobre cómo la criada tarabonesa estaba dejando agotado al husmeador teariano hasta el punto de que casi no tenía fuerzas para caminar. No obstante, Panarch o criada, Thera todavía hacía ademán de arrodillarse en cuanto escuchaba un acento que arrastraba las palabras. Mat suponía que cualquier seanchan que le preguntara le sacaría todo lo que sabía, empezando por Juilin Sandar y acabando con cuál era el carromato donde se hallaban las Aes Sedai, y todas respuestas ofrecidas mientras estaba postrada de rodillas. En este juego, Thera era un peligro mayor que las Aes Sedai y las sul’dam juntas. Pero Juilin se encrespaba ante la menor insinuación de que su pareja no era muy de fiar y agitaba la vara de bambú como si se estuviera planteando rompérsela a Mat en la cabeza. No tenía solución, pero Mat encontró un recurso provisional, un modo de tener una pequeña advertencia si ocurría lo peor.
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