—Por favor —pidió Egeanin con voz enronquecida—. Suplico permiso para retirarme.
—Márchate, Leilwin —dijo Selucia, fría como una reina hablando con un ladrón de gallinas—, y no quiero ver tu rostro de nuevo a menos que esté cubierto por un velo de danzarina shea.
Egeanin reculó hacia la puerta apoyada sobre las manos y las rodillas, tan deprisa que Mat se quedó boquiabierto, y por poco no cayó rodando por la escalerilla.
Mat consiguió sonreír de nuevo haciendo un esfuerzo. No tenía mucho sentido quedarse más, pero intentaría hacer una salida digna.
—Bien, supongo…
Tuon movió los dedos, todavía sin mirarlo, y Selucia lo interrumpió bruscamente.
—La Augusta Señora está cansada, Juguete. Tienes su permiso para marcharte.
—Mirad, me llamo Mat —contestó—. Un nombre sencillo. Un nombre simple. Mat.
Por la nula reacción de Tuon, la muchacha podría haber sido una muñeca de porcelana. Sin embargo, Setalle soltó el bordado y se puso de pie con una mano apoyada ligeramente en la empuñadura de la daga curvada que llevaba metida en el cinturón.
—Joven, si piensas que vas a seguir holgazaneando por aquí hasta que nos veas preparadas para acostarnos, estás muy equivocado. —Habló sonriendo, pero tenía la mano en el cuchillo y era lo bastante ebudariana para apuñalar a un hombre si se le antojaba. Tuon seguía inmóvil como una muñeca, una reina en su trono vestida por algún error con ropas que no le correspondían. Mat se marchó.
Egeanin estaba apoyada con una mano en el costado del carromato, la cabeza colgando. La otra mano asía el collar prendido al cuello. Harnan se movió, a poca distancia en la oscuridad, sólo lo suficiente para que se viera que seguía allí. Un hombre listo, al mantenerse alejado de Egeanin en ese momento. Mat se sentía demasiado irritado para actuar con inteligencia.
—¿A qué ha venido todo esto? —demandó—. Ya no tenéis que poneros de rodillas ante Tuon. ¿Y Selucia? ¡Es una maldita doncella! Nunca he visto a nadie actuar con tanta sumisión ante su reina como vos habéis hecho ante ella.
El severo semblante de Egeanin se hallaba envuelto en sombras, pero su voz sonó exhausta.
—La Augusta Señora es… quien es. Selucia es su so’jhin . Nadie de la Sangre baja osaría mirar a la cara a su so’jhin , y puede que tampoco de la Alta Sangre. —El broche se rompió con un chasquido cuando la mujer se lo arrancó de un tirón—. Claro que ahora ya no pertenezco a ninguna clase de la Sangre. —Se echó hacia atrás y lanzó la joya con todas sus fuerzas a la oscuridad de la noche, lo más lejos posible.
Mat abrió la boca. Podría haber comprado una docena de excelentes caballos con lo que había pagado por esa cosa y aún le habría sobrado dinero. Volvió a cerrarla sin decir nada. Puede que no fuera listo siempre, pero sí lo bastante para saber cuándo corría el riesgo de que una mujer intentara acuchillarlo realmente. Y también sabía algo más. Si Egeanin se comportaba de ese modo ante Tuon y Selucia, entonces más le valía asegurarse de que las sul’dam no se acercaran nunca a ellas. Sólo la Luz sabía qué harían ésas si Tuon empezaba a mover los dedos.
Lo que lo dejaba con una difícil tarea por delante. Bueno, detestaba trabajar, pero esos viejos recuerdos le tenían la cabeza llena de batallas. También odiaba luchar —¡uno podía acabar muerto!—, pero era mejor que trabajar. Estrategia y tácticas. Estudiar el terreno, estudiar al enemigo, y si no se podía ganar de un modo, se buscaba otro.
A la noche siguiente regresó al carromato púrpura solo y, cuando Olver acabó su lección de las guijas con Tuon, Mat se las ingenió con buena maña para inducirla a jugar. Al principio, sentado en el suelo enfrente de la menuda mujer, separados por el tablero, dudó si ganar o perder. A algunas mujeres les gustaba ganar siempre, pero el hombre tenía que ponérselo difícil. A otras les gustaba que el hombre ganara, o al menos que ganara más veces que las que perdía. No entendía ni lo uno ni lo otro —a él le gustaba ganar y cuanto más fácilmente, mejor—, pero así eran las cosas. Cuando aún no se había decidido por lo uno o por lo otro, Tuon lo dejó sin opción a decidir en el asunto. A mitad del juego, Mat se dio cuenta de que lo había conducido a una trampa de la que no podía salir. Sus guijas blancas tenían inmovilizadas a sus negras por todas partes. Era una victoria limpia y rotunda para la joven.
—No juegas muy bien, Juguete —le dijo con sorna. A despecho de su tono, sus enormes y límpidos ojos lo estudiaron fríamente, sopesando y valorando. Un hombre podía perderse en unos ojos así.
Mat sonrió y se despidió antes de que a alguna se le ocurriera echarlo a patadas. Estrategia. Pensar por anticipado. Hacer lo imprevisto. A la noche siguiente, llevó una pequeña flor de papel rojo que había hecho una de las costureras del espectáculo. Y se la ofreció a la estupefacta Selucia. Setalle enarcó las cejas, e incluso Tuon pareció sorprendida. Tácticas. Desconcertar al enemigo. Pensándolo bien, las mujeres y las batallas no eran tan distintas. Ambas envolvían a un hombre en la niebla y podían matarlo sin querer. Si uno era descuidado.
Visitó el carromato púrpura todas las noches para echar una partida de guijas bajo la vigilante mirada de Setalle y de Selucia, y se concentró en el tablero dividido en casillas. Tuon era muy buena y, sin darse cuenta, Mat se sorprendía observando el modo en el que la joven movía las guijas, con los dedos doblados hacia atrás de una forma curiosamente grácil. Estaba acostumbrada a llevar las uñas largas y a tener cuidado para no rompérselas. Sus ojos también eran un peligro. Se necesitaba tener la cabeza despejada para jugar a las guijas o para la batalla, y aquella mirada parecía penetrarle en el cerebro. Sin embargo, se metía de lleno en el juego y consiguió ganar cuatro partidas de siete, además de llegar a un empate. Tuon se mostraba satisfecha cuando ganaba y resuelta cuando perdía, sin estallar en una pataleta como Mat había temido, sin hacer comentarios mordaces aparte de seguir llamándolo Juguete, sin apenas rastro de esa gélida y regia altivez, al menos mientras jugaban. Sencillamente disfrutaba con el juego y reía alegremente cuando él lograba una colocación ingeniosa para escapar. Parecía otra mujer cuando se ensimismaba en el tablero de juego.
Una flor hecha con tela azul siguió a la de papel rojo y, dos días después, otra de seda rosa con los pétalos extendidos, del tamaño de la palma de una mujer. Las dos entregadas a Selucia, cuyos azules ojos fueron adquiriendo una expresión cada vez más desconfiada cuando se posaban en él, pero Tuon le dijo que podía quedarse con las flores y ella las guardó con cuidado, envueltas en un paño de lino. Mat dejó pasar tres días sin hacer un regalo y entonces llevó un pequeño ramillete de capullos de rosa hechos con seda roja, con tallos y hojas que parecían naturales, sólo que más perfectos. Le había pedido a la costurera que lo hiciera el mismo día que llevó la primera flor de papel.
Selucia adelantó un paso y tendió la mano para aceptar los capullos de rosa con un atisbo de sonrisa, pero Mat se sentó y colocó el ramillete junto al tablero, ligeramente más cerca de Tuon. Mat no dijo nada y Tuon ni siquiera lo miró. Mat metió la mano en las pequeñas bolsas de cuero donde estaban las guijas y sacó una de cada, las removió entre las manos hasta que ni él supo cuál era cuál y después presentó los puños cerrados. Tuon dudó un momento, observando su cara con gesto inexpresivo, y luego tocó su mano izquierda. Mat la abrió y dejó a la vista la reluciente guija blanca.
—He cambiado de opinión, Juguete —murmuró ella mientras colocaba la guija blanca con cuidado en la intersección de dos líneas, próxima al centro del tablero—. Juegas muy bien.
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