Robert Jordan - Encrucijada en el crepúsculo

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Encrucijada en el crepúsculo: краткое содержание, описание и аннотация

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Mat Cauthon huye con la hija de las Nueve Lunas mientras la Sombra y el imperio seanchan emprenden una persecución implacable. Por su parte, las Aes Sedai sienten un inmenso flujo de Poder en un lejano paraje del oeste y temen que sea obra de los Renegados o incluso de la propia Sombra.
La heredera del Trono de Andor, rodeada de enemigos y de amigos siniestros que planean su destrucción, puede caer en manos de la Sombra y arrastrar consigo al Dragón Renacido, y Egwene al’Vere pone sitio al centro de poder Aes Sedai, pero ha de vencer con rapidez para evitar que los Asha’man sean los únicos capaces de defender el mundo del Oscuro.
Tras limpiar la mitad masculina de la Fuente Verdadera, Rand al’Thor se ve obligado a correr grandes riesgos sin saber con certeza quiénes son sus aliados y quiénes son sus enemigos.

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Perrin no tenía hambre, ni aunque dispusiera del pan más blanco, pero estaba bebiendo algo que parecía té en una taza de latón abollada cuando Latian lo encontró. El cairhienino no se dirigió directamente a él. Por el contrario, el hombre bajo con chaqueta oscura de rayas pasó de largo con su caballo ante la lumbre donde Perrin se encontraba y después frenó un poco más arriba en la cuesta. Desmontó y levantó la pata delantera de su castrado, que examinó con el ceño fruncido. Por supuesto, no levantó la vista para comprobar si Perrin se aproximaba.

Con un suspiro, Perrin devolvió la abollada taza a la rechoncha mujer que se la había prestado, una canosa conductora que extendió la falda haciendo una reverencia, y sonrió y sacudió la cabeza a Latian. Seguramente sabía moverse a hurtadillas diez veces mejor que él. Neald, en cuclillas junto al fuego y con las manos cerradas sobre otra taza de latón, se echó a reír con tantas ganas que tuvo que limpiarse las lágrimas. A lo mejor era que empezaba a volverse loco. Luz, cómo podía nadie tener una idea divertida en aquel sitio. Latian se irguió justo lo suficiente para hacer una inclinación a Perrin.

—Os veo, milord —dijo, tras lo cual volvió a agacharse para levantar otra vez la misma pata del caballo, como un idiota.

A los caballos no se les levantaban las patas así a menos que uno buscara que le dieran una coz. Claro que, a fuer de ser sincero, Perrin sólo esperaba tonterías. Primero, estaba el juego de Latian a ser Aiel, con el largo cabello atado en la nuca en una mala imitación del corte de pelo al estilo de los Aiel, y ahora jugaba a ser espía. Perrin posó la mano en el cuello del castrado y tranquilizó al animal, adoptando un aire de interés mientras miraba el casco al que no le pasaba absolutamente nada. Salvo una hendidura en la herradura por la que podría romperse al cabo de unos días si no se cambiaba. Sus manos anhelaron asir las herramientas de un herrero. Parecían haber pasado años desde la última vez que había cambiado las herraduras a un caballo o trabajado en una forja.

—Maese Balwer os envía un recado, milord —dijo quedamente Latian, gacha la cabeza—. Su amigo está de viaje vendiendo sus mercancías, pero se lo espera de vuelta mañana o pasado. Dice que os pregunte si os parece bien que os alcancemos entonces. —Escudriñando por debajo del vientre del caballo a la gente que aventaba el grano junto al río, añadió—: Aunque no parece probable que podáis emprender la marcha antes.

Perrin miró ceñudo a los que trabajaban, y a la hilera de carros que esperaban su turno para que los cargaran, a la media docena, más o menos, que ya tenían las cubiertas de lona atadas. Uno de esos carros llevaba cuero para remendar botas, velas y cosas por el estilo. Pero no aceite. ¿Y si Gaul y las Doncellas traían noticias de Faile? ¿Que la habían visto, por ejemplo? Daría cualquier cosa por hablar con alguien que la hubiese visto, que pudiera decirle que no había sufrido daño alguno. ¿Y si los Shaido se ponían en marcha de repente?

—Dile a Balwer que no se entretenga demasiado —gruñó—. En lo que a mí respecta, saldré dentro de una hora.

Y así lo hizo, tal como había prometido. La mayoría de los carros y los conductores tendrían que quedarse y hacer el viaje de un día de marcha hasta el campamento, y también Kireyin y sus soldados de yelmos verdes para protegerlos, con orden de que nadie cruzara los puentes. Fría la mirada, al parecer completamente recuperado de su desmoronamiento, el ghealdano le aseguró que estaba a punto y dispuesto. Seguramente, ni que hubiese dado esa orden ni que no, regresaría a So Habor sólo para convencerse de que no tenía miedo. Perrin no perdió tiempo en intentar convencerlo de que no lo hiciera. Para empezar, había que encontrar a Seonid. No es que se estuviera escondiendo, pero la Aes Sedai se había enterado de su marcha y, tras dejar a sus Guardianes cuidando de su caballo bien a la vista, echó a andar tratando de poner entre Perrin y ella los carros. No obstante, la pálida Aes Sedai no podía ocultar su olor y, aunque hubiese podido, ignoraba que fuera necesario. Se sorprendió cuando Perrin la encontró enseguida y se indignó cuando la condujo hasta su caballo, delante de Recio . Aun así, antes de que hubiese pasado una hora Perrin se alejaba a caballo de So Habor, con la Guardia Alada formando su círculo de rojas armaduras alrededor de Berelain, los hombres de Dos Ríos flanqueando los ocho carros cargados que traqueteaban detrás de los tres estandartes restantes y Neald sonriendo de oreja a oreja, nada menos; por no mencionar sus intentos de charlar con las Aes Sedai. Perrin no sabía qué hacer si el tipo se estaba volviendo loco realmente. Tan pronto como el cerro ocultó So Habor a su espalda, percibió que se aflojaba el nudo de tensión entre los hombros que le había agarrotado la espalda sin que él se hubiese percatado. Así sólo le quedaban otros diez, además del nudo de impaciencia en su estómago. La evidente compasión de Berelain no podía aflojarlos.

El acceso de Neald los llevó del campo nevado al pequeño claro de la zona de Viaje, en medio de los imponentes árboles, cuatro leguas de un paso, pero Perrin no esperó a que el puñado de carros cruzara el acceso. Creyó oír a Berelain articular un sonido irritado cuando taconeó a Recio para salir a un trote ligero, de vuelta al campamento. O quizás había sido una de las Aes Sedai. Sí, eso era más probable.

Una atmósfera de quietud envolvía el campamento cuando entró a caballo entre las tiendas y los chozos de los hombres de Dos Ríos. El sol no había recorrido mucho trecho en su curva descendente en el cielo gris, pero no se veían ollas ni lumbres, y a muy pocos hombres reunidos alrededor de las hogueras, arrebujados en sus capas y contemplando fijamente las llamas.

Un puñado de hombres estaba sentado en las toscas banquetas que Ban Crawe sabía construir; el resto se encontraba en cuclillas o de pie. Ninguno alzó la vista; y por supuesto tampoco ninguno salió a su encuentro para ocuparse del caballo. No era quietud, comprendió. Era tensión. El olor le recordaba de algún modo un arco doblado hasta casi partirse. Casi podía oír el crujido.

Cuando desmontaba frente a la tienda de rayas rojas, Dannil apareció procedente de la dirección de las tiendas Aiel, a paso rápido. Sulin y Edarra, una de las Sabias, lo seguían y mantenían bien el paso aunque daban la sensación de no apresurarse. El rostro de Sulin era una máscara de cuero curtida al sol. El de Edarra, apenas visible bajo el oscuro chal que le envolvía la cabeza, era la viva imagen de la calma. A despecho de las amplias faldas, caminaba tan silenciosa como la Doncella de cabello blanco; ni siquiera se oía un tintineo de los brazaletes de marfil y oro ni de los collares. Dannil se mordisqueaba el borde del espeso bigote, sacando un par de dedos la espada y volviendo a meterla con fuerza en la tosca vaina con aire ausente. Tirando y empujando. Respiró hondo antes de hablar.

—Las Doncellas trajeron a cinco Shaido, lord Perrin. Arganda se los llevó a las tiendas de los ghealdanos para interrogarlos. Masema está con ellos.

Perrin apartó a un lado la presencia de Masema en el campamento.

—¿Por qué permitisteis que Arganda los cogiera? —le preguntó a Edarra. Dannil no habría podido impedírselo, pero las Sabias eran otro cantar.

Edarra no parecía ser mucho mayor que Perrin, pero aun así sus fríos ojos azules daban la impresión de haber visto mucho más de lo que él vería jamás. Se cruzó de brazos en medio de un tintineo de brazaletes. Y con cierto aire de impaciencia.

—Hasta los Shaido saben cómo abrazar el dolor, Perrin. Llevará días conseguir que hablen, y no parecía que hubiese motivo para esperar.

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