Robert Jordan - Encrucijada en el crepúsculo

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Encrucijada en el crepúsculo: краткое содержание, описание и аннотация

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Mat Cauthon huye con la hija de las Nueve Lunas mientras la Sombra y el imperio seanchan emprenden una persecución implacable. Por su parte, las Aes Sedai sienten un inmenso flujo de Poder en un lejano paraje del oeste y temen que sea obra de los Renegados o incluso de la propia Sombra.
La heredera del Trono de Andor, rodeada de enemigos y de amigos siniestros que planean su destrucción, puede caer en manos de la Sombra y arrastrar consigo al Dragón Renacido, y Egwene al’Vere pone sitio al centro de poder Aes Sedai, pero ha de vencer con rapidez para evitar que los Asha’man sean los únicos capaces de defender el mundo del Oscuro.
Tras limpiar la mitad masculina de la Fuente Verdadera, Rand al’Thor se ve obligado a correr grandes riesgos sin saber con certeza quiénes son sus aliados y quiénes son sus enemigos.

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Para ser gente que promocionaba su mercancía como la mejor, no parecía que pusieran mucho empeño en negociar y regatear. Perrin había visto a hombres y mujeres en Dos Ríos vendiendo balas de lana y tabaco a mercaderes procedentes de Baerlon, y siempre desdeñaban las ofertas de los compradores; a veces protestaban que los mercaderes trataban de arruinarlos aunque el precio era el doble que el del año anterior, o incluso llegaban a sugerir que podrían esperar al año próximo para venderlo todo. Era una danza tan compleja como cualquiera en un día de fiesta.

—Supongo que podemos bajar más el precio para una cantidad tan importante —le dijo un hombre calvo a Berelain mientras se rascaba la barba canosa. La llevaba corta, y lo bastante grasienta para que se le pegara a la piel. Perrin sintió deseo de rascarse la suya con sólo vérselo hacer al tipo.

—Ha sido un invierno duro —murmuró la mujer de cara redonda. Sólo dos de los otros mercaderes se molestaron en mirarla ceñudos.

Perrin soltó su copa en una mesa cercana y se acercó al grupo reunido en el centro de la sala. Annoura le dirigió una mirada intensa, admonitoria, pero varios mercaderes lo observaron con curiosidad. Y con recelo. Gallenne había vuelto a hacer las presentaciones, pero esas gentes no tenían muy claro dónde estaba Mayene exactamente ni lo poderosa que era, y para ellos Dos Ríos sólo significaba buen tabaco. El tabaco de Dos Ríos era famoso en todas partes. De no ser por la presencia de una Aes Sedai, era posible que sus ojos los hubieran espantado. Todos se quedaron callados cuando Perrin cogió un puñado de mijo, las minúsculas esferas suaves y de un intenso color amarillo en su palma. Ese grano era la primera cosa limpia que había visto en la ciudad. Soltando de nuevo el puñado de mijo en la mesa, cogió la tapa de uno de los recipientes. La rosca cortada en la madera no estaba desgastada. La tapadera encajaba muy justa. La señora Arnon apartó los ojos de los de él y se lamió los labios.

—Quiero ver el grano en los almacenes —dijo Perrin. La mitad de la gente sentada a la mesa se sacudió. La señora Arnon se incorporó con aire ofendido.

—No vendemos lo que no tenemos. Podéis mirar a nuestros trabajadores cargando cada saco en vuestros carros, si queréis pasar horas al frío.

—Estaba a punto de sugerir una visita a un almacén —intervino Berelain, que se levantó, sacó los guantes sujetos en el cinturón y empezó a ponérselos—. Nunca compraría grano sin ver el almacén.

La señora Arnon flaqueó. El hombre calvo apoyó la cabeza en la mesa. Pero nadie habló.

Los desanimados mercaderes no se molestaron en recoger sus capas antes de conducirlos a la calle. El aire soplaba con más fuerza, frío como sólo podía ser un viento de finales de invierno, cuando la gente ya pensaba en la primavera, pero ellos no parecieron notarlo. Su forma de encorvar los hombros no tenía nada que ver con el frío.

—¿Nos vamos ya, lord Perrin? —preguntó ansiosamente Flinn al ver aparecer a Perrin y a los demás—. Este sitio me hace desear darme un baño. —Annoura le asestó tal mirada al pasar a su lado que lo hizo encogerse como cualquiera de los mercaderes y Flinn ensayó una sonrisa apaciguadora, pero fue un gesto forzado y en exceso tardío ya que la mujer lo había dejado atrás.

—Tan pronto como sea posible —respondió Perrin.

Los mercaderes caminaban a buen paso calle abajo, gachas las cabezas y sin mirar a nadie. Berelain y Annoura se las arreglaron para seguirlos sin dar la impresión de apresurarse, como si se deslizaran, la una tan segura de sí misma como la otra, dos grandes damas que salían a pasear sin preocuparse de la porquería que había en el suelo, ni la peste en el aire, ni la gente sucia que las miraba de hito en hito y a veces salía corriendo tan deprisa como podía. Gallenne había acabado poniéndose el yelmo y sujetaba de manera ostensible la empuñadura de la espada con las dos manos, listo para desenvainarla. Kireyin llevaba su yelmo apoyado en la cadera y la otra mano ocupada con la copa de vino. Echaba miradas de desprecio a la gente que pasaba presurosa y olisqueaba el vino como si fuera una poma para combatir la pestilencia de la ciudad.

Los almacenes estaban situados en una calle pavimentada, poco más ancha que una carreta, entre las dos murallas de la ciudad. El olor no era tan malo allí, más cerca del río, pero la calle barrida por el viento se encontraba desierta a excepción de Perrin y los demás. Ni siquiera había un perro callejero a la vista. Los perros desaparecían cuando una ciudad pasaba hambre, mas ¿por qué iba a tener hambre una ciudad con grano para vender? Perrin señaló un almacén de dos pisos elegido al azar, igual a cualquier otro, un edificio de piedra y sin ventanas, con un par de anchas puertas de madera que mantenía cerradas una tranca, tan gruesa y sólida como las vigas de La Gabarra Dorada.

De pronto los mercaderes recordaron que habían olvidado llevar hombres para levantar las trancas y se ofrecieron para ir a buscarlos. Lady Berelain y Annoura Sedai podían descansar frente a la chimenea de La Gabarra Dorada mientras se reunía a los trabajadores. Estaban seguros de que la señora Vadere encendería un fuego. Todos enmudecieron cuando Perrin puso la mano debajo del grueso madero y lo levantó de los soportes de madera. La tranca pesaba, pero reculó cargado con ella para tener hueco, girarla y dejarla caer en la calle con estruendo. Los mercaderes lo miraban de hito en hito. Seguramente era la primera vez que veían a un hombre con ropas de seda hacer algo que pudiera llamarse trabajo. Kireyin puso los ojos en blanco y volvió a olisquear el vino.

—Unas linternas —dijo débilmente la señora Arnon—. Necesitaremos linternas o antorchas. Si…

Una bola de fuego apareció flotando sobre la mano de Annoura; emitía suficiente luz en la plomiza mañana para que las personas arrojaran una leve sombra sobre el pavimento y las paredes de piedra. Algunos mercaderes se resguardaron los ojos con las manos. Al cabo de un momento, maese Crossin tiró de una anilla de hierro y abrió las puertas.

El olor en el interior era el familiar y penetrante aroma a cebada, casi lo bastante fuerte para tapar el hedor de la ciudad; y a algo más. Unas formas pequeñas y oscuras se escabulleron en las sombras más allá de la luz arrojada por la esfera de Annoura. Perrin habría visto mejor sin ella, o habría llegado a distinguir algo en la oscuridad. La esfera brillante irradiaba un gran foco de luz y aislaba lo que había más allá. Perrin olió gatos, más asilvestrados que domesticados. Y también ratas. Un repentino chillido en la oscuridad del fondo del almacén, que se cortó bruscamente, indicó el encuentro de gato y rata. Siempre había ratas en los graneros y gatos que las cazaban; era algo normal y, por ende, reconfortante. Casi lo bastante para calmar su inquietud. Casi. Olía a algo más y era un olor que debería reconocer. Un feroz bufido al fondo del almacén se convirtió en crecientes maullidos de dolor que cesaron de forma repentina. Al parecer, a veces las ratas de So Habor invertían los papeles de presa y cazador. A Perrin se le volvió a poner de punta el vello de la nuca, pero a buen seguro que allí no había nada que el Oscuro quisiera que se espiara. La mayoría de las ratas eran simplemente eso, ratas.

No hizo falta penetrar mucho en el almacén. Toscos sacos llenaban el oscuro espacio, apilados en altos montones sobre plataformas de madera a fin de aislarlos del suelo de piedra. Hileras e hileras de montones apilados casi hasta el techo, y probablemente ocurría igual en el nivel superior. Aunque no fuera así, aquel edificio almacenaba grano suficiente para alimentar a los suyos durante semanas. Se acercó al montón más próximo, hundió el cuchillo en uno de los sacos y cortó las toscas fibras de yute. Un torrente de granos de cebada se derramó por la hendidura. Y, claramente visibles a la luz de la esfera radiante de Annoura, motas negras que rebullían. Gorgojos. Casi tantos como granos de cebada. Su olor era más intenso que el del cereal. Gorgojos. Ojalá el vello de la nuca dejara de erizársele cada dos por tres. El frío tendría que haber bastado para matar a los gorgojos.

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