Robert Jordan - Encrucijada en el crepúsculo

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Encrucijada en el crepúsculo: краткое содержание, описание и аннотация

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Mat Cauthon huye con la hija de las Nueve Lunas mientras la Sombra y el imperio seanchan emprenden una persecución implacable. Por su parte, las Aes Sedai sienten un inmenso flujo de Poder en un lejano paraje del oeste y temen que sea obra de los Renegados o incluso de la propia Sombra.
La heredera del Trono de Andor, rodeada de enemigos y de amigos siniestros que planean su destrucción, puede caer en manos de la Sombra y arrastrar consigo al Dragón Renacido, y Egwene al’Vere pone sitio al centro de poder Aes Sedai, pero ha de vencer con rapidez para evitar que los Asha’man sean los únicos capaces de defender el mundo del Oscuro.
Tras limpiar la mitad masculina de la Fuente Verdadera, Rand al’Thor se ve obligado a correr grandes riesgos sin saber con certeza quiénes son sus aliados y quiénes son sus enemigos.

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Las bajas y suaves colinas no permitían ver muy lejos, pero era una zona rural, con casas y establos de piedra techados con bálago repartidos por los campos, sin que hubiera nada de terreno agreste por ningún lado. Hasta la mayoría de los pequeños sotos que crecían en las colinas estaban talados para leña. De repente Perrin advirtió que, aunque la nieve de la calzada no era reciente, las únicas huellas eran las de los jinetes de Gallenne que iban delante. Nadie se movía en ninguna de las oscuras casas ni en los establos; no salía humo de las anchas chimeneas. El campo parecía absolutamente silencioso y desierto. El vello de la nuca se le erizó.

Una exclamación de una de las Aes Sedai lo hizo mirar hacia atrás y siguió la dirección que señalaba el dedo de Masuri, al norte, hacia una forma que surcaba el aire. A primera vista se la habría podido tomar por un gran murciélago que planeara hacia el este sustentado en sus alas nervadas; un extraño murciélago de largo cuello y una larga y fina cola ondeando tras él. Gallenne barbotó una maldición y se llevó el visor de lentes al ojo. Perrin veía bien a la criatura sin necesidad de ayuda, e incluso distinguió la figura de un humano asido a su espalda, montándola como a un caballo.

—Seanchan —dijo Berelain, cuya voz, al igual que su olor, denotaba preocupación.

Perrin se giró en la silla para seguir el vuelo del animal hasta que el resplandor del sol naciente lo obligó a apartar la vista.

—Nada que nos concierna —dijo. Si Neald se había equivocado, lo estrangularía.

26

En So Habor

Resultó que Neald, que se había tenido que quedar para mantener el acceso abierto hasta que Kireyin y los ghealdanos hubieran pasado, había situado el agujero en el aire muy próximo al punto previsto. Kireyin y él los alcanzaron a galope justo cuando Perrin coronaba una cima y frenaba al caballo, con la ciudad de So Habor al frente, al otro lado de un pequeño río que salvaba un par de puentes en arco, de madera. Perrin no era militar, pero supo de inmediato la razón de que Masema hubiese dejado en paz ese lugar. Pegada al río, la ciudad contaba con dos macizas murallas de piedra jalonadas de torres, la interior más alta que la exterior. Había un par de barcazas atadas a un largo muelle que se extendía al costado de la muralla pegada al río, de puente a puente, pero las anchas puertas de éstos, reforzadas con hierro y cerradas a cal y canto, parecían ser los únicos accesos en aquel basto muro de piedra gris, rematado en toda su extensión con almenas. Construida para rechazar a codiciosos nobles vecinos, So Habor no habría tenido nada que temer de la chusma del Profeta aunque fueran miles. Cualquiera que quisiera entrar a la fuerza en esa ciudad habría necesitado máquinas de asedio y paciencia, y Masema se sentía más cómodo aterrorizando pueblos y villas que no tuvieran murallas ni defensas.

—Bien, qué alegría ver gente en lo alto de esas murallas —dijo Neald—. Empezaba a pensar que todo el mundo en esta zona estaba muerto y enterrado. —Su tono sólo era jocoso a medias, y su sonrisa parecía forzada.

—Mientras estén vivos para vendernos grano… —murmuró Kireyin con su voz nasal y llena de aburrimiento. Se desabrochó el yelmo plateado con penacho blanco y lo colocó sobre la perilla alta de la silla. Sus ojos pasaron sobre Perrin y se detuvieron brevemente en Berelain antes de girarse hacia las Aes Sedai para dirigirse a ellas en el mismo tono preñado de tedio—. ¿Vamos a quedarnos aquí plantados o seguimos?

Berelain enarcó una ceja en una mirada peligrosa, como habría notado cualquier hombre con dos dedos de frente. Kireyin no lo advirtió.

Perrin sentía el vello de la nuca empezando a ponerse de punta cada dos por tres, tanto más desde que tuvieron la ciudad a la vista. Quizá sólo era por la parte que tenía de lobo y a la que le desagradaban los muros, pero lo dudaba. La gente en lo alto de la muralla los señalaba con el dedo y algunos los observaban a través de visores de lentes. Al menos ésos distinguirían los estandartes con claridad, pero todos verían sin problemas a los soldados, con las cintas de las lanzas ondeando al impulso de la brisa matinal. Y los primeros carros de la hilera que se extendía por la calzada, fuera de su vista. Quizá todos los granjeros se encontraban apiñados en la ciudad.

—No hemos venido aquí para quedarnos plantados —repuso.

Berelain y Annoura habían planeado cómo acercarse a So Habor. El lord o lady local habría oído hablar de los expolios de los Shaido a pocos kilómetros al norte de su posición, y puede que también hubiese sabido de la presencia del Profeta en Altara. Una cosa u otra sería suficiente para que cualquiera actuara con precaución; las dos juntas bastarían para que la gente disparase flechas antes de preguntar a quién. En cualquier caso, era muy improbable que recibieran bien a soldados forasteros y los dejaran cruzar las puertas en esos momentos. Los lanceros permanecieron repartidos a lo largo de la elevación, una demostración de que los visitantes tenían una tropa armada aunque no quisieran utilizarla. No es que So Habor fuera a impresionarse por un centenar de hombres, pero las bruñidas armaduras de los ghealdanos y las rojas de la Guardia Alada señalaban que los visitantes no eran unos vagabundos embaucadores. Los hombres de Dos Ríos no impresionarían a nadie hasta que utilizaran sus arcos, de forma que se habían quedado atrás, con los carros, para mantener alto el ánimo de los conductores. Todo era una compleja estupidez, ostentación y fingimiento, pero Perrin era un herrero de campo por mucho que lo llamaran milord. La Principal de Mayene y una Aes Sedai eran las que debían saber cómo actuar en una situación así.

Gallenne encabezó la marcha cuesta abajo hacia el río a paso lento, con el brillante yelmo carmesí descansando en la silla y la espalda muy recta. Perrin y Berelain lo siguieron un poco retrasados, con Seonid entre ellos y Masuri y Annoura a ambos lados, las Aes Sedai con las capuchas retiradas para que cualquiera que estuviera en las murallas y supiera reconocer los rostros intemporales Aes Sedai pudiera verlas a las tres. Las Aes Sedai eran bien recibidas en casi todos los lados, incluso donde la gente preferiría lo contrario. Tras ellas marchaban los cuatro portaestandartes, con los Guardianes distribuidos entre medias luciendo sus capas que confundían la vista. Y Kireyin con su brillante yelmo apoyado en un muslo y un gesto amargado en la boca por haber sido relegado a cabalgar con los Guardianes y echando miradas fulminantes y altaneras a Balwer, que venía detrás con sus dos compañeros. Nadie le había dicho que podía ir, pero tampoco nadie le había dicho que no podía. Hacía una inclinación de cabeza cada vez que el noble lo miraba y después seguía estudiando las murallas de la ciudad que se alzaban al frente.

Perrin no consiguió librarse de la sensación de inquietud mientras se acercaban a la ciudad. Los cascos de los caballos resonaron con un ruido a hueco al entrar por el puente situado más al sur, una ancha estructura que se alzaba a considerable altura sobre la rápida corriente del río a fin de que una barcaza como las que estaban atadas en el muelle pasara cómodamente. Ninguna de las dos embarcaciones anchas y achatadas estaba preparada para montar un mástil. Una de ellas se hallaba algo hundida en el agua y ladeada contra las tensas maromas de amarre, y la otra también tenía aspecto de estar abandonada. Un olor penetrante y fétido que flotaba en el aire le hizo frotarse la nariz. Nadie más pareció notarlo.

Cerca del final del puente, Gallenne se detuvo. Las puertas cerradas, reforzadas con bandas de hierro negro de más de un palmo de ancho, lo habrían obligado a parar de todos modos.

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