Robert Jordan - Encrucijada en el crepúsculo

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Encrucijada en el crepúsculo: краткое содержание, описание и аннотация

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Mat Cauthon huye con la hija de las Nueve Lunas mientras la Sombra y el imperio seanchan emprenden una persecución implacable. Por su parte, las Aes Sedai sienten un inmenso flujo de Poder en un lejano paraje del oeste y temen que sea obra de los Renegados o incluso de la propia Sombra.
La heredera del Trono de Andor, rodeada de enemigos y de amigos siniestros que planean su destrucción, puede caer en manos de la Sombra y arrastrar consigo al Dragón Renacido, y Egwene al’Vere pone sitio al centro de poder Aes Sedai, pero ha de vencer con rapidez para evitar que los Asha’man sean los únicos capaces de defender el mundo del Oscuro.
Tras limpiar la mitad masculina de la Fuente Verdadera, Rand al’Thor se ve obligado a correr grandes riesgos sin saber con certeza quiénes son sus aliados y quiénes son sus enemigos.

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Jondyn, Get y Hu habían alcanzado a los habitantes de Malden que huían, pero lo único útil que habían sacado en claro era ese mapa, y conseguir que alguien se parara el tiempo suficiente para obtenerlo había sido una ardua tarea. Los que eran bastante fuertes para luchar habían muerto o llevaban las ropas de gai’shain para los Shaido; los únicos que huyeron eran los ancianos, los muy jóvenes, los enfermos y los tullidos. Según Jondyn, la idea de que alguien pudiera obligarlos a regresar y luchar contra los Shaido había hecho que apresuraran la marcha hacia el norte, en dirección a Andor y a la seguridad. El mapa era un rompecabezas con su laberinto de calles y la fortaleza de la señora y la gran cisterna en el extremo nordeste. Sus posibilidades lo atraían. Pero eran posibilidades sólo si encontraba una solución al rompecabezas mayor que no se mostraba en el mapa y que era el gigantesco campamento Shaido que rodeaba la ciudad amurallada, por no mencionar las cuatrocientas o quinientas Sabias Shaido que podían encauzar. De modo que el mapa volvió a la manga y él siguió paseando.

La propia tienda de rayas rojas lo irritaba tanto como el mapa, y también el mobiliario, con las sillas de bordes dorados que se plegaban para almacenarlas y la mesa con la parte superior de mosaico, que no se doblaba, el espejo de cuerpo entero y el lavabo e incluso los baúles reforzados con metal colocados en fila a lo largo de la pared exterior. Fuera apenas había luz y las doce lámparas estaban encendidas, con los espejos centelleando. Los braseros que habían combatido el frío nocturno aún conservaban algunas brasas. Incluso había hecho que sacaran las dos colgaduras de seda de Faile, bordadas con hileras de pájaros y flores, y que las colgaran de los postes del techo. Había dejado que Lamgwin le recortara la barba y le afeitara las mejillas y el cuello; se había lavado y se había puesto ropa limpia. La tienda estaba dispuesta como si Faile fuera a regresar en cualquier momento de un paseo a caballo. Y todo para que los demás lo miraran y vieran a un maldito lord, para que se sintieran seguros. Y hasta el último detalle le recordaba que Faile no había salido a cabalgar. Se quitó uno de los guantes, tanteó el bolsillo de la chaqueta y pasó los dedos a lo largo del cordón de cuero que llevaba dentro. Ahora había treinta y dos nudos. No necesitaba nada para recordarlo, pero a veces yacía despierto toda la noche en la cama en la que no descansaba Faile, contando esos nudos. De algún modo se habían convertido en una conexión con ella. En cualquier caso, la vigilia era mejor que las pesadillas.

—Si no te sientas vas a estar demasiado cansado para cabalgar hasta So Habor incluso con la ayuda de Neald —dijo Berelain en un tono que sonaba ligeramente divertido—. Sólo de verte me agoto.

Se las arregló para no fulminarla con la mirada. Vestida con un traje de montar de seda azul oscuro, una ancha gargantilla de oro con gotas de fuego incrustadas ceñida a la garganta y la estrecha corona de Mayene que sostenía un halcón dorado en vuelo sobre su frente, la Principal de Mayene estaba sentada encima de su capa carmesí en una de las sillas plegables, con las manos enlazadas sobre el regazo y sujetando los guantes. Tenía un aire tan sereno y compuesto como una Aes Sedai y olía a… paciencia. Perrin no entendía por qué había dejado de oler como si él fuera un gordo cordero atrapado en las zarzas, listo para que se lo comiera, pero casi se sentía agradecido por ello. Era bueno tener alguien con quien hablar de Faile. Ella escuchaba y olía a compasión.

—Quiero estar aquí si… cuando Gaul y las Doncellas traigan algunos prisioneros. —El lapsus le hizo torcer el gesto tanto como la pausa. Era como si hubiese dudado. Antes o después capturarían a algún Shaido, pero al parecer eso no era una tarea fácil. Tomar prisioneros no servía de nada a menos que se los pudiera trasladar, y a los Shaido sólo se los podía tachar de descuidados comparados con los demás Aiel. Sulin también había sido paciente explicándoselo. Sin embargo, cada vez le resultaba más difícil tener paciencia—. ¿Por qué se retrasa Arganda? —gruñó.

Como si al pronunciar el nombre del ghealdano lo hubiese hecho aparecer, Arganda pasó a través de las solapas de entrada; su semblante semejaba una talla de piedra y sus ojos estaban hundidos. Al parecer dormía tan poco como Perrin. El hombre más bajo llevaba el peto plateado, pero no el yelmo. Todavía no se había afeitado esa mañana y el vello grisáceo le ensombrecía las mejillas. Colgada de una de sus manos enguantadas, una hinchada bolsa de cuero tintineó cuando la soltó en la mesa junto a otras dos que ya había.

—De la caja de caudales de la reina —dijo con acritud. En los últimos diez días había dicho pocas cosas que no sonaran agrias—. Suficiente para cubrir nuestra parte y más. Tuve que romper la cerradura y poner a tres hombres para guardar el cofre. Es una tentación hasta para el mejor de ellos, con la cerradura rota.

—Bien, bien —comentó Perrin, que procuró que su voz no sonara demasiado impaciente. Le importaba un bledo si Arganda tenía que poner cien hombres de guardia para proteger la caja de caudales de su reina. Su bolsa era la más pequeña de las tres y había tenido que recoger hasta la última pieza de oro y de plata que pudo encontrar para llenarla. Se echó la capa sobre los hombros, cogió las tres bolsas y pasó junto al hombre para salir a la plomiza luz matinal.

Para su desagrado, el campamento había adquirido una apariencia más permanente, aunque no había sido a propósito, y no podía hacer nada al respecto. Muchos de los hombres de Dos Ríos dormían en tiendas ahora, hechas de lona parda, con parches, en lugar de rayas como la suya, pero lo bastante amplias para que cupieran ocho o diez hombres en cada una, con los desiguales postes clavados en la parte delantera, y los demás habían cambiado sus refugios temporales en los arbustos por pequeños chozos hechos con ramas entretejidas. Las tiendas y los chozos formaban hileras sinuosas en el mejor de los casos, en nada parecidas a las rectas filas que se veían entre los ghealdanos y los mayenienses, pero aun así tenía un aire de aldea, con caminos y senderos entre la nieve pisoteada hasta dejar al descubierto la tierra helada. Un cerco de piedras rodeaba todas las lumbres, donde grupos de hombres se agrupaban abrigados con capas y capuchas para protegerse del frío, esperando el desayuno.

Era lo que había en esas ollas negras lo que había hecho moverse a Perrin esa mañana. Con tantos hombres cazando, las presas empezaban a escasear en el entorno, y se estaba acabando todo lo demás. Ahora salían a buscar bellotas almacenadas por las ardillas, para después molerlas y que así cundiera la avena, pero había que estar hambriento para tragarse esas gachas. La mayoría de las caras que Perrin alcanzaba a ver observaban las ollas con ansiedad. Los últimos carros pasaban traqueteando entre una brecha abierta en el anillo de estacas que rodeaba el campamento, los conductores cairhieninos abrigados hasta las orejas y encorvados en los asientos como oscuros sacos de lana. Todo lo que había estado cargado en los carros se amontonaba en el centro del campamento. Vacíos, se zarandeaban y brincaban en las rodadas dejadas por los carros precedentes, avanzando en fila hasta desaparecer en el bosque circundante.

La aparición de Perrin con Berelain y Arganda detrás de él causó cierto revuelo, aunque no entre los hambrientos hombres de Dos Ríos. Algunos lo saludaron con un cauto gesto de la cabeza —¡uno o dos necios hicieron torpes reverencias!—, pero la mayoría seguía evitando mirarlo cuando Berelain se encontraba presente. Idiotas. ¡Tontos de capirote! Sin embargo había muchas otras personas reunidas a cierta distancia de la tienda de rayas rojas, amontonadas en los caminos abiertos entre las tiendas. Un soldado mayeniense sin armadura, con una chaqueta gris, acudió corriendo con la yegua blanca de Berelain y se inclinó para sujetar el estribo. Annoura ya estaba montada en una esbelta yegua de pelo muy oscuro. Unas finas trenzas con cuentas asomaban por la parte delantera de la capucha y le caían sobre el pecho; la Aes Sedai dio la impresión de no reparar en la mujer que se suponía debía aconsejar. Con la espalda muy tiesa, miraba fijamente hacia las bajas tiendas Aiel, donde no se movía nada salvo los finos hilillos de humo que salían por los agujeros de ventilación. Gallenne, con su yelmo y su peto rojos y su parche del ojo, compensó de sobra la falta de atención de la hermana tarabonesa. Tan pronto como Berelain apareció, bramó una orden que puso firmes como estatuas a cincuenta soldados de la Guardia Alada, rectas las largas lanzas adornadas con cintas rojas, y cuando la mujer montó Gallenne bramó otra orden, en respuesta a la cual los hombres subieron a sus caballos a una.

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