Robert Jordan - Encrucijada en el crepúsculo

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Encrucijada en el crepúsculo: краткое содержание, описание и аннотация

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Mat Cauthon huye con la hija de las Nueve Lunas mientras la Sombra y el imperio seanchan emprenden una persecución implacable. Por su parte, las Aes Sedai sienten un inmenso flujo de Poder en un lejano paraje del oeste y temen que sea obra de los Renegados o incluso de la propia Sombra.
La heredera del Trono de Andor, rodeada de enemigos y de amigos siniestros que planean su destrucción, puede caer en manos de la Sombra y arrastrar consigo al Dragón Renacido, y Egwene al’Vere pone sitio al centro de poder Aes Sedai, pero ha de vencer con rapidez para evitar que los Asha’man sean los únicos capaces de defender el mundo del Oscuro.
Tras limpiar la mitad masculina de la Fuente Verdadera, Rand al’Thor se ve obligado a correr grandes riesgos sin saber con certeza quiénes son sus aliados y quiénes son sus enemigos.

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—Cuando vas a comprar un saco de harina, lleva ropa de paño sencillo para que el vendedor piense que no puedes pagar más de lo debido —dijo Berelain, que parecía haberle leído los pensamientos—. Cuando lo que buscas es cargar carretas enteras de harina, luce joyas para que crea que puedes permitirte regresar en busca de toda la que pueda conseguir.

Perrin soltó una corta risa a despecho de sí mismo. Aquello sonaba muy parecido a algo que maese Luhhan le había dicho una vez al tiempo que le daba un codazo en las costillas comentando que era una broma y una expresión en los ojos que denotaba que era algo más que eso: «Vístete con ropas pobres cuando quieras un pequeño favor, y con ropas buenas cuando quieras uno importante». Se alegraba mucho de que Berelain no oliera ya como un lobo a la caza. Al menos eso le quitaba una preocupación de encima.

Pronto alcanzaron el final de la hilera de carros, que ya estaban parados para cuando llegaron a la zona de Viaje. Las hachas y el sudor habían quitado árboles partidos por los accesos, dejando un pequeño claro que ya estaba abarrotado antes de que Gallenne desplegara su anillo de lanceros por el perímetro, mirando hacia el exterior. Fager Neald, un petimetre murandiano con las puntas de los bigotes engomadas, se encontraba allí, montado en un castrado rodado. Su chaqueta no habría llamado la atención a quien no hubiese visto nunca a un Asha’man ; la otra que tenía era negra también, y al menos no llevaba los alfileres en el cuello que lo señalaran como tal. La capa de nieve no era profunda, pero los veinte hombres de Dos Ríos, al mando de Wil al’Seen, también estaban subidos a sus caballos en lugar de desmontados para que no se les congelaran los pies. Su aspecto era mucho más duro que cuando habían salido de Dos Ríos con él, con los arcos largos sujetos a la espalda en bandolera, las aljabas repletas de flechas y espadas de distintos tipos colgadas al cinto. Perrin esperaba poder mandarlos a casa pronto o, mejor aún, conducirlos él a casa.

La mayoría llevaba apoyada en la silla una vara de combate, pero Tod al’Caar y Flinn Barstere portaban estandartes, el Lobo Rojo de Perrin y el Águila Roja de Manetheren. La fuerte mandíbula de Tod denotaba un gesto obstinado, en tanto que Flinn, un tipo alto y flaco de Colina del Vigía, tenía una expresión huraña. Seguramente no le hacía gracia su tarea, y quizá tampoco a Tod. Wil dirigió a Perrin una de aquellas miradas francas e inocentes que engañaban a tantas chicas allá, en casa —a Wil le gustaban demasiado los bordados en la chaqueta de los días festivos, y le encantaba cabalgar delante de esas banderas, seguramente con la esperanza de que alguna mujer pensara que eran suyas—, pero Perrin lo dejó pasar.

Ciñéndose la capa como si la suave brisa fuera una galerna, Balwer taconeó torpemente su ruano para acercarse a Perrin. Dos de los aláteres de Faile lo siguieron con expresión desafiante. Los azules ojos de Medore resultaban chocantes en su rostro teariano; claro que también su chaqueta, con las mangas abullonadas de franjas verdes, le quedaba rara con ese enorme busto. Hija de un Gran Señor, era una noble de los pies a la cabeza, y la ropa de hombre no le iba. Latian, cairhienino y pálido, con una chaqueta casi tan oscura como la de Neald aunque adornada con cuatro franjas rojas y azules en la pechera, no era mucho más alto que ella, y el hecho de sorber por la afilada nariz a causa del frío y frotársela le daba un aspecto mucho menos competente. Otra sorpresa era que ninguno de los dos llevaba espada.

—Milord, milady Principal —saludó Balwer con aquella voz seca al tiempo que se inclinaba en la silla, semejando un gorrión cabeceando en una rama. Sus ojos dirigieron una fugaz mirada a las Aes Sedai que los seguían, pero ésa fue la única señal de haber reparado en la presencia de las hermanas—. Milord, recordé que tengo un conocido en So Habor, un cuchillero que viaja con sus mercancías, pero es posible que esté en casa y no lo he visto desde hace varios años. —Era la primera vez que mencionaba tener un amigo en alguna parte, y una ciudad perdida en el norte de Altara parecía un sitio peculiar para tenerlo, pero Perrin asintió. Sospechaba que ese supuesto amigo era algo más de lo que Balwer decía. Estaba empezando a sospechar que el propio Balwer era algo más de lo que el hombrecillo dejaba ver.

—¿Y vuestros compañeros, maese Balwer? —El semblante de Berelain mantenía un gesto sereno bajo la capucha forrada de piel, pero olía a divertida. Sabía de sobra que Faile había utilizado a sus jóvenes seguidores como espías y estaba convencida de que Perrin hacía otro tanto.

—Querían salir un rato, milady Principal —contestó el huesudo hombrecillo con voz inexpresiva—. Respondo de ellos, milord. Han prometido no causar problemas y es posible que esta excursión sea instructiva para ellos.

También su efluvio era divertido —un olor rancio tratándose de él—, aunque con un toque de irritación. Balwer sabía que Berelain lo sabía, cosa que no le complacía, pero ella nunca hacía un comentario claro al respecto. Definitivamente había algo más en Balwer de lo que dejaba ver.

El hombre debía de tener sus razones para llevarlos consigo. Se las había ingeniado para hacerse con todos los jóvenes seguidores de Faile de un modo u otro, y los tenía escuchando conversaciones y observando entre los ghealdanos, los mayenienses e incluso los Aiel. Según él, lo que hacían o decían los amigos podía resultar tan interesante como lo que planeaban los enemigos, y eso cuando uno estaba seguro de que eran amigos. Por supuesto, Berelain sabía que también espiaban a su gente. Y Balwer también sabía que ella lo sabía. Y ella sabía que él… Era demasiado sofisticado para un herrero del campo.

—Estamos perdiendo tiempo —dijo Perrin—. Abre el acceso, Neald.

El Asha’man le sonrió y se atusó el bigote engomado —Neald sonreía demasiado desde que habían encontrado a los Shaido; quizás estaba ansioso por medir sus fuerzas con ellos—, sonrió y gesticuló de forma exagerada con una mano.

—Como ordenéis —contestó con voz alegre, y la familiar línea luminosa apareció y fue ensanchándose hasta formar un agujero en el aire.

Sin esperar a nadie, Perrin cruzó a un campo cubierto de nieve, rodeado por un muro de piedra bajo, en un paisaje de colinas suaves que parecía casi despoblado de árboles comparado con el bosque que había dejado atrás, a unos cuantos kilómetros de So Habor, a menos que Neald hubiese cometido un error sustancial. De ser así, Perrin pensó que podría arrancarle ese ridículo bigote. ¿Cómo podía sentirse alegre?

Empero, a no tardar marchaba hacia el oeste por una calzada bajo un cielo gris plomizo, con los carros de ruedas altas traqueteando en fila detrás de él y las alargadas sombras de primera hora del día extendiéndose delante. Recio tiró de las riendas, deseoso de galopar, pero Perrin lo mantuvo a un trote regular, a un paso que pudieran seguir los carros. Los mayenienses de Gallenne marchaban a través de los campos que flanqueaban la calzada a fin de mantener la formación de anillo en torno a Berelain y a él, y ello significaba tener que salvar los muros bajos de piedra que separaban unos campos de otros. Algunos tenían portones que comunicaban la propiedad de un granjero con la siguiente, probablemente para compartir los caballos de tiro, y pasaban por ellos, y en otros los saltaban aparatosamente con las cintas de las lanzas ondeando al viento, poniendo en peligro las patas de sus monturas y sus propios cuellos. A decir verdad, a Perrin le importaba menos la suerte que corrieran sus cuellos.

Wil y los dos jóvenes necios que portaban el Lobo Rojo y el Águila Roja se unieron al abanderado mayeniense, detrás de las Aes Sedai y de los Guardianes, pero los otros hombres de Dos Ríos se repartieron a los lados, flanqueando la fila de carros. Había demasiados para contar con menos de veinte hombres protegiéndolos, pero los conductores se sentirían más tranquilos al verlos. Tampoco es que se esperara un ataque de bandidos ni de Shaido, pero nadie se sentía cómodo fuera de la protección del campamento. En cualquier caso, allí podrían ver cualquier amenaza mucho antes de que se les echara encima.

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