Robert Jordan - Encrucijada en el crepúsculo

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Encrucijada en el crepúsculo: краткое содержание, описание и аннотация

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Mat Cauthon huye con la hija de las Nueve Lunas mientras la Sombra y el imperio seanchan emprenden una persecución implacable. Por su parte, las Aes Sedai sienten un inmenso flujo de Poder en un lejano paraje del oeste y temen que sea obra de los Renegados o incluso de la propia Sombra.
La heredera del Trono de Andor, rodeada de enemigos y de amigos siniestros que planean su destrucción, puede caer en manos de la Sombra y arrastrar consigo al Dragón Renacido, y Egwene al’Vere pone sitio al centro de poder Aes Sedai, pero ha de vencer con rapidez para evitar que los Asha’man sean los únicos capaces de defender el mundo del Oscuro.
Tras limpiar la mitad masculina de la Fuente Verdadera, Rand al’Thor se ve obligado a correr grandes riesgos sin saber con certeza quiénes son sus aliados y quiénes son sus enemigos.

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Aventar era un arduo proceso. Hasta el último saco tenía que abrirse y vaciarse en grandes cestos planos de mimbre, y hacían falta dos personas para manejar uno y lanzar al aire el grano o las judías. El viento frío arrastraba los gorgojos en rociadas de motas negras, y hombres y mujeres contribuían dando aire con una especie de abanicos tejidos que se manejaban con las dos manos. La fuerte corriente arrastraba todo lo que caía al río; pero, a no tardar, la nieve pisoteada de la orilla era una masa fangosa y gris cubierta de insectos muertos o medio muertos por el frío, así como una generosa capa de granos de avena y de cebada salpicados de judías rojas. Nunca faltaba una nueva capa para reemplazar la que aplastaban los pies en la nieve. Sin embargo, lo que quedaba en los cestos estaba totalmente limpio cuando volvía a echarse en los toscos sacos de yute, a los que los niños habían dado la vuelta y habían sacudido con palos para librarlos de gorgojos. Una vez llenos de nuevo, los sacos iban a los carros cairhieninos tan pronto como se habían cerrado, pero los montones de sacos vacíos crecían a una velocidad prodigiosa.

Perrin estaba apoyado en la perilla de la silla de Recio , intentando calcular si haría falta la carga de dos carretas de los almacenes para llenar uno de sus carros con grano, cuando Berelain condujo a su yegua blanca hasta él, manteniendo cerrada la capa escarlata con una mano. Sereno e inescrutable su semblante intemporal, Annoura frenó su montura a unos cuantos pasos como si quisiera dejarlos solos y que su conversación fuera en privado, pero se mantuvo lo bastante cerca para escuchar cualquier cosa que hablaran que no fuera en susurros sin necesidad de usar trucos con el Poder. Por muy serena que fuera su expresión, su nariz aguileña le otorgaba una apariencia rapaz ese día. Sus trenzas con cuentas semejaban la cresta gacha de una extraña águila.

—No puedes salvar a todo el mundo —empezó tranquilamente Berelain. Lejos del hedor de la ciudad, Perrin percibió su olor, teñido de urgencia y de una ira cortante—. A veces uno tiene que elegir. So Habor es deber de lord Cowlin. No tenía derecho a abandonar a su gente.

Entonces, no estaba furiosa con él. Perrin frunció el entrecejo. ¿Acaso pensaba que se sentía culpable? Con la vida de Faile en un lado de la balanza, los problemas de So Habor no movían los platillos lo más mínimo. No obstante, hizo que su zaino se volviera para mirar las grises murallas de la ciudad, al otro lado del río, no a los niños de ojos hundidos que amontonaban sacos vacíos. Uno hacía lo que podía. Lo que tenía que hacer.

—¿Tiene Annoura alguna idea de lo que está ocurriendo aquí? —gruñó. En voz baja, pero de algún modo no le cupo duda de que la Aes Sedai lo había oído.

—No sé mucho sobre lo que piensa Annoura —respondió Berelain, sin hacer el menor esfuerzo por bajar la voz. No era sólo que no le importara quién podía escucharla, sino que quería que se la escuchara—. Ya no es tan comunicativa como lo era antes. O como yo creía que era. Depende de ella arreglar lo que ha roto. —Sin mirar a la Aes Sedai, se dio media vuelta y se alejó en su yegua.

Annoura siguió en el mismo sitio, los ojos fijos en el rostro de Perrin, sin parpadear.

—Eres ta’veren , sí, pero aun así sólo eres un hilo en el Entramado, como yo. Al fin y a la postre, hasta el Dragón Renacido no es más que un hilo que ha de tejerse en el Entramado. Ni siquiera un hilo ta’veren decide cómo ha de tejerse.

—Esos hilos son personas —repuso, cauteloso, Perrin—. En ocasiones quizá la gente no quiere que se la teja en el Entramado sin contar con ella.

—¿Y piensas que eso cambia algo? —Sin esperar respuesta, cogió las riendas y taconeó a su yegua marrón de finos tobillos para partir a galope en pos de Berelain, con la capa ondeando tras ella.

Ella no era la única Aes Sedai que quería hablar con Perrin.

—No —le contestó firmemente a Seonid después de escucharla, palmeando el cuello de Recio . Esta vez, sin embargo, quien necesitaba tranquilizarse era el jinete. Perrin quería marcharse de So Habor—. Ya dije que no, y lo dije en serio.

La pálida y menuda mujer semejaba una talla de hielo de tan rígida que era su postura sobre la silla. Sólo que sus ojos eran oscuras brasas ardientes y ella apestaba a ofendida cólera contenida a duras penas. Seonid era apocada con las Sabias, pero él no era una Sabia. Detrás de ella, el oscuro rostro de Alharra parecía de piedra; las canas teñían de gris su rizado cabello negro como si fuese escarcha. El semblante de Ivierno estaba rojo por encima del bigote de puntas retorcidas. Tenían que aguantar lo que pasaba entre su Aes Sedai y las Sabias, pero él no era… El viento zarandeó sus capas cambiantes, dejando sus manos libres para llevarlas a la espada si era menester. Ondeando al viento, las capas cambiaban en tonalidades grises y marrones, azules y blancas. Era menos inquietante que verlas hacer desaparecer partes de un hombre. Algo menos inquietante.

—Si es preciso, enviaré a Edarra para traeros de vuelta —le advirtió Perrin.

El semblante de la mujer permaneció impasible y sus ojos ardientes, pero un escalofrío la sacudió haciendo que la pequeña gema blanca que colgaba sobre su frente se meciera. No por miedo a lo que las Sabias le hicieran si tenían que llevarla de vuelta, sino por la misma reacción de ofensa provocada por Perrin que dio a su olor la sensación punzante de un espino. Perrin empezaba a acostumbrarse a ofender a las Aes Sedai. No era una costumbre recomendable para un hombre sensato, pero no parecía haber modo de evitarlo.

—¿Y vos? —le preguntó a Masuri—. ¿También queréis quedaros en So Habor?

La delgada mujer tenía fama de hablar sin tapujos, tan directa como una Verde a pesar de ser Marrón.

—¿Y no ibais a enviar también a Edarra en mi busca? —contestó calmosamente, sin embargo—. Hay muchas formas de servir y no siempre podemos elegir la forma que querríamos. —Lo que, pensándolo bien, era un modo de ir al grano, en cierto sentido. Aún no tenía ni idea de por qué visitaba a Masema en secreto. ¿Sospecharía ella que lo sabía? El rostro de Masuri era una máscara inexpresiva. El de Kirklin denotaba aburrimiento, ahora que habían salido de So Habor. El tipo se las ingeniaba para dar la impresión de estar laxo cuando en realidad se sentaba erguido en la silla, y de no tener la menor preocupación o el cerebro completamente vacío de ideas. Quien creyera eso de Kirklin es que era de los que regresarían al día siguiente para que le dieran otra vez gato por liebre.

Los vecinos trabajaban de forma mecánica mientras el sol ascendía en el cielo como haría alguien que quisiera embeberse en la tarea para olvidar algo y temiera que los recuerdos volverían si se paraba. Perrin llegó a la conclusión de que So Habor lo estaba haciendo desvariar. Aun así, pensó que tenía razón. El aire al otro lado de las murallas todavía parecía sombrío, como si hubiese una nube colgada sobre la ciudad.

Al mediodía, los conductores limpiaron trozos de nieve en la cuesta de la ribera para preparar lumbres y hacer té con hojas que ya se habían cocido tres veces o quizá cuatro. En la ciudad no había té para comprar. Algunos de los conductores miraron hacia los puentes como si se plantearan entrar en So Habor para ver si encontraban algo de comer. Una ojeada a la gente cubierta de mugre y barro que trabajaba con los cestos de aventar les hizo volver a sacar sus pequeñas bolsas de harina de avena y bellotas molidas. Al menos sabían que esa mezcla estaba limpia. Unos cuantos miraron los sacos cargados ya en los carros, pero las judías había que ponerlas en remojo y el grano pasarlo por los grandes molinillos que se habían quedado en el campamento, y eso después de que los cocineros apartaran tantos gorgojos como creyeran que los hombres no serían capaces de engullir.

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