Francis Carsac - Los habitantes de la nada

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Los habitantes de la nada: краткое содержание, описание и аннотация

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F. Borie es trasnportado en un platillo volante por los humanoides de piel verde, los Hiis, a los mundos extra-galácticos, para que les ayude en su lucha contra las criaturas metálicas devoradoras de soles: los Misliks.

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— ¿No nos esperan? — pregunté ingenuamente a Souilik.

— ¿Por qué nos iban a esperar? ¿Cómo pueden saber cuándo va a llegar el ksill? Los hay a centenares explorando el espacio. He avisado a los Sabios de nuestra llegada. Mañana comparecerás ante ellos. Ven conmigo.

Salimos. La oscuridad era absoluta. Souilik encendió una lámpara, fijada de algún modo a su frente, y nos pusimos en marcha. Caminaban sobre una especie de césped. Unos cien pasos más allá, la lámpara iluminó una construcción baja, blanca, sin apertura aparente. Dimos un rodeo. Sin que Souilik hiciera gesto alguno, se abrió una puerta ante nosotros, penetré en un corto pasillo de blancas e inmaculadas baldosas. En el fondo, a ambos lados, se abrían dos grandes puertas. Souilik me indicó la de la izquierda:

— Dormirás aquí.

La habitación estaba débilmente iluminada por una suave luz azul. Sus muebles eran una cama muy baja, de forma cóncava, sin sábanas, con una sencilla colcha blanca. A su lado, sobre una mesita, brillaban algunos complicados aparatos. Souilik me enseñó uno de ellos.

— “El-que-proporciona-el-sueño» —, dijo. Si no puedes dormir, aprieta este botón. Por la misma razón que te han sentado bien nuestros alimentos, es de suponer que este aparato también actuará sobre ti.

Me dejó solo. Permanecí un momento sentado en la cama. Tenía la impresión de hallarme en Tierra, en algún país supercivilizado, tal vez los Estados Unidos o Suecia, pero ni por un momento en un planeta desconocido, Dios sabe a cuántos millones de kilómetros de casa. Bajo la colcha liviana y suave al tacto, encontré una especie de pijama de una sola pieza, confeccionado con una tela más ligera aún. Me lo puse y me eché. La cama, sin ser excesivamente blanda, tenía una elasticidad graduable y se adaptaba perfectamente al cuerpo que la ocupaba. La delgada colcha resultó ser cálida, tan cálida, que tuve que retirarla ya que la temperatura era muy agradable. Estuve un buen rato dando vueltas, sin poder dormir. Recordé entonces las palabras de Souilik y apreté el botón que me había indicado. Tuve el tiempo justo de percibir un débil zumbido.

Desperté lentamente saliendo de un sueño extraño en el que me había visto conversando con hombre de cara verde. ¿Dónde estaba? De momento volví a creer que me hallaba en Escandinavia, donde realmente había hecho un viaje. Sin embargo, recordaba muy bien haber regresado de allí. En cualquier caso no estaba en casa, ya que mi cama, que siempre quiero cambiar sin encontrar nunca el momento, es terriblemente dura. ¡Ahora caigo! ¡Ela!

Salté de la cama, di la vuelta al interruptor de la luz. La pared que tenía enfrente desapareció, se volvió transparente: Una pradera amarilla se extendía hasta el infinito marcado por unas lejanas montañas azuladas. A la izquierda, estaba el ksill, mancha oscura en la hierba amarilla. El cielo era de un curioso azul pálido, había algunas nubes muy altas. Debía ser temprano.

Haciendo un ligero ruido, entró en la habitación una mesa baja montada sobre ruedas. Se desplazaba con lentitud y fue a pararse al lado de la cama. De su interior surgieron, en una especie de ascensor, una taza llena de un líquido dorado y un plato con jalea rosa. ¡Por lo visto los Hiss tenían la costumbre de desayunar en la cama! Comí y bebí de buena gana los alimentos que se me ofrecían, a los que encontré un gusto agradable, pero completamente indefinible. Tan pronto terminé, la mesa automática se marchó.

Me vestí y también yo salí. La puerta que daba al interior estaba abierta, como las demás de la casa. De momento creí que ésta era pequeña ya que sólo tenía las tres habitaciones que daban al pasillo. Más tarde me enteré de que todas las casas de los Hiss tienen dos o tres pisos subterráneos.

Di una vuelta. El aire estaba fresco sin ser frío, y el sol — no puedo acostumbrarme a llamarle lalthar —, aún estaba bajo. No se veía un ser viviente. A alguna distancia vi otras tres construcciones, tan simples como la casa de Souilik. Más lejos se veían más, diseminadas. Del lado de las montañas, la llanura estaba desierta. En cambio, en la parte Este, Norte y Sur había unos pequeños bosques de árboles. Fui paseando hasta el más próximo. Los árboles eran raros, de tronco recto y liso, parecían de mármol veteado de rosa y verde. Las hojas eran del mismo amarillo intenso que el césped.

El conjunto era de una quietud casi milagrosa. Lo que estropea nuestra civilización, los ruidos, los hedores nauseabundos, los embotellamientos caóticos de las ciudades, parecía prohibido en este mundo. Reinaba una dulce e inmensa paz. Pensé en la Utopía que describe Wells en Men Like Gods.

Lentamente, volví a la casa. Parecía desierta. La habitación situada enfrente de la mía me proporcionó una butaca baja, muy ligera, que llevé ante la puerta y me senté a esperar. Al cabo de unos diez minutos vi llegar a alguien a través del bosquecillo. Era una joven de este nuevo mundo. Pasó cerca de mí, con el caminar ondulante de los Hiss, me miró con curiosidad pero sin sorprenderse. Su piel, siendo verde, parecía más pálida que la de sus compañeros de viaje. Le sonreí. Me respondió con un gesto y siguió su camino.

Al fin llegó Souilik. Surgió por detrás, esbozó una sonrisa hiss y dijo:

— Luego comparecerás ante los Sabios. Mientras tanto, podemos visitar mi casa.

Además de la habitación en la que había dormido, cuyo muro podía convertirse de opaco en transparente, y de la habitación de la cual había cogido la butaca, la planta baja contenía una tercera habitación, formando vestíbulo, donde desembocaban ascensores que conducían a la parte subterránea. Souilik se disculpó de lo reducido de su hogar, que dijo ser el que correspondía a un joven oficial soltero. No había más que dos plantas. En la primera había dos habitaciones y un despacho, éste era redondo con los muros cubiertos por estanterías de libros, y con una mesa central llena de delicados aparatos. La segunda planta comprendía un almacén de víveres, una «cocina» y un magnífico cuarto de baño con lo que podríamos llamar «los sanitarios». Este es el único lugar en casa de un Hiss, donde se puede hallar un espejo. Me vi en él y tuve un movimiento de sorpresa: llevaba una magnífica barba de ocho días. Pregunté a Souilik si podía encontrar en Ela algo que se pareciese a una navaja de afeitar.

— No. Ningún Hiss tiene pelo en la cara. Tal vez encontraríamos en Kesan, donde residen los representantes de las humanidades extranjeras, algunos de los cuales tiene vello. De todas maneras, explícame lo que es una navaja de afeitar y te haré fabricar una. Aunque debes saber que los Sabios quieren verte tal como estás.

Yo protesté:

— ¡De ninguna manera, no quiero parecer un salvaje! Ten en cuenta que represento a mi planeta.

Souilik sonrió:

— Eres el representante del 862 planeta humano que conocemos. Los Sabios han visto a gentes de aspecto más espantoso que tú.

A pesar de esta afirmación, aproveché el cuarto de baño para adecentarme un poco. La instalación, ultraperfeccionada, no difería fundamentalmente de las instalaciones terrestres similares.

Cuando subí a la planta bajo, Souilik estaba listo salir. Ya en el exterior tome la dirección del ksill. Entonces, Souilik, persona normalmente alegre, estalló en franca carcajada.

— ¡No, no vamos a tomar el ksill! No somos personajes lo suficientemente importantes para consumir carburante Skese-ita por unos pocos brunas. Ven por aquí.

Detrás de la casa, se inclinó y dio un fuerte tirón a una palanca que parecía clavada en el suelo. La tierra se abrió y por una especie de rampa subió un avión miniatura sin hélices ni orificios de reactores visibles. Sus delgadas alas medían aproximadamente unos cuatro metros de envergadura, el fuselaje corto y rechoncho, no sobrepasaba los dos metros cincuenta. No tenía ruedas sino dos patines curvados en la parte anterior.

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