Ahora me siento
bastante tranquilo
con respecto a eso.
Éste es el tercer año desde que comencé a retirarme de mí mismo. Creo que comenzó en la primavera de 1974. Hasta ese momento, el poder funcionó perfectamente, cuando tenía la ocasión de llamarlo, siempre estaba allí, siempre podía confiar en él, realizando sus acostumbrados trucos, sirviéndome en todas mis sucias necesidades. Luego, sin previo aviso, sin motivo alguno, comenzó a morir. Pequeños fallos en la recepción. Breves episodios de impotencia psíquica.
Estos acontecimientos los asocio con el comienzo de la primavera, cuando los vestigios ennegrecidos de la última nevada siguen adheridos a las calles. No pudo haber sido ni en el 75 ni en el 73, lo que me lleva a localizar el inicio de la declinación en el año intermedio. Me sentía cómodo y satisfecho dentro de la cabeza de alguien, escudriñando escándalos que se consideraban auténticos secretos y, de repente, todo comenzó a hacerse borroso e incierto. Era como estar leyendo el Times y que el texto, sin más ni más, se convirtiera en un parloteo joyceano de sueños de una línea a la otra, de modo que un informe aburrido y directo sobre la última investigación de hechos insignificantes de la comisión investigadora presidencial se convirtiera en un relato confuso e impenetrable acerca de los borborigmos del viejo Earwicker. En esos momentos vacilaba y me invadía un horrible temor. ¿Qué harían si creyeran que están en la cama con la persona que más desean y al despertar se encontraran haciendo el amor con una estrella de mar? Pero lo peor no eran estas nebulosidades y distorsiones: creo que lo peor eran las inversiones, la reversión completa de la señal. Como por ejemplo recibir un destello de amor cuando lo que en realidad se está emitiendo es un odio gélido. O viceversa. Cuando me ocurre, tengo deseos de golpear las paredes para saber qué es lo que es real.
En una ocasión recibí fuertes ondas de deseo sexual, un incestuoso e irresistible anhelo de Judith, lo que provocó levantarme corriendo de la silla y salir asqueado, haciendo arcadas hacia el inodoro. Pero todo fue un error, un engaño; lo que me estaba lanzando eran dardos venenosos, y yo, como un verdadero tonto, los confundí con flechas de Cupido. Bueno, después de eso hubo momentos en blanco, pequeñas muertes de percepción en pleno contacto; luego hicieron su aparición las recepciones mezcladas, los cables cruzados, dos mentes que entraban a la vez sin que yo pudiera discernir la una de la otra. La percepción de colores desapareció durante algún tiempo, aunque ha regresado, siendo una de las muchas restituciones falsas. Aunque apenas discernibles, pero de efecto acumulativo, hubo otras pérdidas.
Ahora me dedico a hacer listas de las cosas que una vez podía hacer y ya no puedo, inventarios de la pérdida. Como un moribundo confinado en su cama, paralizado pero atento, que observa cómo sus parientes le roban sus bienes. Hoy ha desaparecido el televisor, y hoy las primeras ediciones de Thackeray, y hoy las cucharas, y ahora se han llevado mi Piranesis, y mañana serán las ollas y sartenes, las persianas venecianas, mis corbatas, y mis pantalones, y la próxima semana se estarán llevando dedos, intestinos, córneas, testículos, pulmones y ventanas de la nariz. ¿Para qué utilizarán las ventanas de mi nariz?
Solía luchar para retenerlo dando largas caminatas, con duchas frías, partidos de tenis, dosis masivas de vitamina A, y otros remedios improbables que me infundían esperanzas. Más recientemente experimenté con ayuno y meditación, pero ahora esta lucha me parece impropia e incluso blasfema; últimamente me esfuerzo por aceptar la pérdida con alegría, con el éxito que ya habrán podido percibir. Esquilo me advierte que no debo protestar contra las punzadas, también Eurípides, creo que Píndaro también, y si buscara en el Nuevo Testamento creo que allí también encontraría el precepto. Así que obedezco, no protesto, ni siquiera cuando las punzadas son más agudas. Acepto, acepto. ¿No ven cómo crece en mí esa capacidad de aceptación? No se equivoquen, soy sincero.
Al menos esta mañana mientras el dorado sol de otoño inunda mi habitación y agranda mi destrozada alma, estoy llegando a la aceptación. Estoy aquí tendido, practicando las técnicas que me harán invulnerable al conocimiento de que todo se está escapando de mí. Busco el regocijo que sé que yace enterrado en el conocimiento de la declinación. ¡Envejeced conmigo! Aún falta lo mejor, el final de la vida, el motivo del principio. ¿Creen eso? Yo sí. Cada vez me resulta más fácil creer todo tipo de cosas. A veces, antes del desayuno, he creído seis cosas improbables. ¡El viejo y querido Browning! Qué gran consuelo es.
Entonces, bienvenidas sean las contrariedades
que hacen más áspera la suavidad de la tierra;
el aguijón que no obliga a sentarse o a levantarse
sino a seguir adelante.
Que nuestras alegrías tengan tres partes de dolor.
¡Apresuraos, y despreciad el esfuerzo!
Sí, por supuesto, podría haber agregado que nuestro dolor tenga tres partes de alegría. Tanta alegría esta mañana. Y todo se está escapando de mí, todo va declinando. Saliendo de mí por cada poro.
El silencio está cayendo sobre mí. Una vez se haya ido, no le hablaré a nadie. Y nadie me hablará a mí.
Aquí estoy, de pie, junto al inodoro, orinando pacientemente mi poder fuera de mí. No puedo negar que siento algún pesar por lo que está pasando, siento pena, siento —¿para qué engañarnos?— siento ira, frustración y desesperación, pero también, por extraño que pueda parecer, siento vergüenza. Mis mejillas arden, mis ojos no quieren encontrarse con otros ojos, me resulta muy difícil mirar cara a cara a mis semejantes, por la vergüenza, como si me hubieran confiado algo precioso y yo hubiera traicionado esa confianza. Es preciso que le diga al mundo que he malgastado mis bienes, he despilfarrado mi patrimonio, he dejado que se escurriera, que se fuera, que se fuera. Ahora estoy quebrado, quebrado. Esta vergüenza cuando sobreviene al desastre quizá sea una herencia familiar. A los Selig nos gusta decirle al mundo que somos gente ordenada, capitanes de nuestras almas, y cuando algún factor externo nos derriba sentimos vergüenza. Recuerdo cuando mis padres tuvieron durante un tiempo muy breve un coche, un Chevrolet 1948 verde oscuro comprado a un precio ridículamente bajo en 1950. En una ocasión, cuando íbamos por Queens, quizá en la peregrinación anual a la tumba de mi abuelo, un coche salió a toda velocidad de un callejón sin salida y chocamos. El coche lo conducía un negro, borracho y aturdido. No hubo heridos, pero nuestro guardabarros quedó muy abollado, nuestra rejilla se rompió y la característica barra T que identificaba al modelo 1948 quedó colgando. Aunque mi padre no tuvo ninguna culpa del accidente, su rostro iba enrojeciendo cada vez más, transmitiendo una vergüenza febril, como si estuviera disculpándose ante el universo entero por haber hecho algo tan imprudente como permitir que un coche chocara con el suyo. ¡Cómo se disculpó también ante el otro conductor, mi ceñudo y amargado padre! ¡Está bien, está bien, son cosas que suceden, no tiene que alterarse, ve, afortunadamente todos estamos bien! Mire mi coche, hombre, mire mi coche, decía el otro conductor una y otra vez, consciente sin duda de que el tipo que tenía era blando; llegué a temer que mi padre fuera a darle dinero para la reparación, pero mi madre, temiendo lo mismo, lo contuvo. Había pasado ya una semana y aún seguía avergonzado; entré en su mente mientras hablaba con un amigo y le oí tratando de decirle que era mi madre la que conducía, lo cual era totalmente absurdo puesto que nunca tuvo permiso de conducir, y entonces sentí vergüenza de él. También Judith cuando se divorció, cuando puso fin a una insoportable situación, sintió un gran pesar por el vergonzoso hecho de que alguien tan resuelta y eficiente en la vida como Judith Hannah Selig hubiese tenido un matrimonio tan desastroso y devastador, con el que tuvo que terminar vulgarmente en un juicio de divorcio. Yo, yo, yo. Yo, el milagroso adivinador de pensamientos, entrando en una declinación misteriosa, disculpándome por mi negligencia. He extraviado mi don en algún lugar. ¿Podrán perdonarme?
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