Así pues, regocijaos en este día del Señor, amados míos, y no tendáis redes en las que podáis quedar atrapados, ni os permitáis cometer el pecado de sentiros desgraciados, y no hagáis falsas distinciones entre fines y principios. Seguid adelante, buscando siempre nuevos éxtasis, nuevas comuniones, nuevos mundos, y no dejéis lugar en vuestras almas para el temor; entregaos a la Paz de Cristo y aguardad aquello que debe llegar. En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.
Ahora, en su momento adecuado, llega un oscuro equinoccio. La pálida luna brilla con luz tenue cual vieja y funesta calavera. Al marchitarse las hojas caen. Los fuegos se apagan. La paloma, cansada, revolotea hasta la tierra. La oscuridad se extiende. El viento se lo lleva todo. La sangre purpúrea mengua en las venas que se estrechan; el frío azota el corazón fatigado; el alma se consume; incluso los pies se vuelven inseguros. Faltan la palabras. Nuestros guías admiten que están perdidos. Lo que era sólido se hace transparente. Las cosas llegan a su fin. Los colores palidecen. Éste es un tiempo gris y temo que, uno de estos días, será aún más gris. Moradores de la casa, pensamientos de un cerebro seco en una estación seca.
Cuando Toni decidió mudarse de mi apartamento en la calle Ciento Catorce esperé dos días antes de hacer algo. Supuse que, cuando se hubiera calmado, regresaría; imaginé que llamaría, contrita, desde la casa de alguna amiga, lamentándose por haberse dejado dominar por el pánico y me pediría que fuera a buscarla en taxi. Además, durante esos dos días no estaba en condiciones de tomar ninguna decisión, continuaba sufriendo los efectos secundarios de mi indirecto viaje; me sentía como si alguien me hubiera cogido por la cabeza y tirado fuertemente de ella, estirándome el cuello como un elástico, dejando que por fin volviera a su lugar con un fuerte ¡zap! que me dejó el cerebro confuso. Pasé esos dos días en la cama, la mayor parte del tiempo dormitando, de vez en cuando leyendo y corriendo como un loco cada vez que sonaba el teléfono.
Pero Toni ni regresó ni llamó, así que comencé la búsqueda el martes siguiente al viaje con ácido. Primero llamé a su oficina. Teddy, su jefe, un hombre culto, dulce, agradable, muy amable, muy marica, no sabía nada, no había ido a trabajar esa semana. No, no se había puesto en contacto con él para nada. ¿Era urgente? ¿Quería anotar el número de su casa?
—Estoy llamando desde el número de su casa —le dije—. No está aquí y no sé dónde se ha ido. Habla David Selig, Teddy.
—Oh —dijo. Muy débilmente, con gran compasión—. Oh.
Y yo le dije:
—Si llama, ¿querrás decirle que se ponga en contacto conmigo?
Después comencé a llamar a sus amigas de las que pude conseguir los números de teléfono: Alice, Doris, Helen, Pam, Grace. Sabía que a la mayoría de ellas yo no les gustaba. No necesitaba valerme de la telepatía para darme cuenta de eso. Todas creían que Toni estaba malgastando su tiempo conmigo, que desperdiciaba su vida con un hombre sin carrera, perspectivas, dinero, ambición, talento ni buena presencia. Las cinco me dijeron que no sabían nada de ella. Doris, Helen y Pam parecieron sinceras, las otras dos me dio la impresión de que me estaban mintiendo. Tomé un taxi hasta el apartamento de Alice en el Village y proyecté mi mente hacia arriba, ¡zam! nueve pisos hasta su cabeza, y me enteré de muchas cosas acerca de Alice que en realidad no quería saber, pero no pude averiguar dónde estaba Toni. Me sentí sucio por haberla espiado y no hice lo mismo con Grace. Opté por llamar a mi jefe, el escritor a quien Toni le estaba corrigiendo un libro, y le pregunté si la había visto. Con un tono de voz muy frío me dijo que no desde hacía semanas. Estaba en un callejón sin salida, no tenía ninguna pista.
Durante todo el miércoles me sentí muy agitado, preguntándome qué hacer, y por fin, melodramáticamente, llamé a la policía. Le di su descripción a un sargento aburrido: alta, delgada, pelo largo y oscuro, ojos castaños. ¿no habían encontrado ningún cuerpo en Central Park últimamente? ¿En los basureros del subterráneo? ¿En los sótanos de los apartamentos de la avenida Amsterdam? No. No. No. Mire, amigo, si nos enteramos de algo se lo comunicaremos, pero a mí no me parece algo serio, fue todo cuanto me dijo la policía. Inquieto, increíblemente nervioso, caminé hasta el Great Shanghai para cenar, pero no pude ni hacerlo, una buena comida desperdiciada. (Los chicos se están muriendo en Europa, Duv. Come. Come.) Después, sentado frente a los restos desparramados de mis langostinos con arroz caliente, terriblemente acongojado, hice una conquista fácil de un modo que siempre he despreciado: escruté a las diversas chicas que se encontraban solas en aquel gran restaurante (y había muchas), buscando una que se sintiera sola, frustrada, vulnerable, que estuviera dispuesta a acostarse con alguien y que tuviera una necesidad imperiosa de que le alimentaran el ego. No resulta excesivamente difícil hacer el amor si se tiene un modo seguro de averiguar quién está dispuesto a ello, pero la cacería no es muy divertida. En este caso, la presa era una mujer casada, medianamente atractiva, de unos veintitantos años, sin hijos, cuyo marido, un profesor de Columbia, evidentemente estaba más interesado en su tesis doctoral que en ella. Pasaba todas las noches sepultado entre las estanterías de la Biblioteca Butler haciendo trabajos de investigación, y se arrastraba hasta su casa tarde, exhausto, irritable y, por lo general, impotente. La llevé a mi habitación, no pude tener una erección (eso le molestó; supuso que era un signo de rechazo) y durante dos tensas horas escuché la historia de su vida. Por fin, pude hacerle el amor, y acabé casi inmediatamente. No fue mi mejor momento. La acompañé hasta su casa (calle Ciento Diez y Riverside Drive); cuando entré en el apartamento el teléfono estaba sonando. Pam.
—He tenido noticias de Toni —dijo, y de repente me sentí lleno de culpa por mi vil infidelidad consoladora—. Está viviendo en casa de Bob Larkin, en la calle Ochenta y Tres Este.
Celos, desesperación, humillación, agonía.
—¿Bob qué?
—Larkin. Ese famoso decorador de interiores del que siempre habla.
—No conmigo.
—Es uno de los más antiguos amigos de Toni, verdaderamente son muy amigos. Cuando ella estaba en la escuela secundaria, él solía invitarla a salir.—Una larga pausa. Luego Pam soltó una risita cordial ante mi silencio aturdido—. ¡Ah, tranquilízate, tranquilízate, David! ¡Es marica! Es sólo una especie de padre-confesor para ella. Lo busca cuando hay problemas.
—Ya veo.
—Vosotros dos habéis terminado, ¿verdad?
—No estoy seguro. Supongo que sí. No lo sé.
—¿Puedo ayudar en algo?
Esta pregunta de Pam me había sorprendido, siempre había pensado que me consideraba una influencia destructiva de la que era aconsejable que Toni se alejara.
—Sólo dame su número de teléfono —dije.
Llamé. Sonó y sonó y sonó. Por fin Bob Larkin descolgó el aparato. Marica, sin duda, con una dulce voz de tenor coronada con un ceceo, no muy distinta a la voz de Teddy, el del trabajo. ¿Quién les enseña a hablar con el acento de homosexual?
—¿Está Toni? —pregunté.
Una respuesta cautelosa:
—¿Quién la llama, por favor?
Se lo dije. Me pidió que esperara, y pasó más o menos un minuto mientras consultaba con ella, con la mano sobre el micrófono. Por fin contestó y dijo que sí, que Toni estaba allí, pero que estaba muy cansada, que estaba descansando y no quería hablar conmigo en ese momento.
—Es urgente —le dije—. Por favor, dile que es urgente.
Otra consulta con el micro tapado. La misma respuesta. Sugirió vagamente que volviera a llamar dentro de dos o tres días. Comencé a tratar de persuadirle, a gimotear, a rogar. En medio de esa representación poco heroica el teléfono cambió repentinamente de mano y Toni me dijo:
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