Salí de allí tambaleándome y entré directamente en el cuarto de baño. Me agarré con firmeza al borde frío del lavabo y me acerqué al espejo para estudiar mi encendido y turbado rostro. Me veía ofuscado y aturdido, tenía las facciones rígidas como si hubiera sufrido un ataque de apoplejía. Sé que anoche te acostaste con alguien. ¿Por qué le había dicho eso? ¿Un accidente? ¿Las palabras fluyeron de mi boca porque me había aguijoneado más allá del límite de la prudencia? Lo sorprendente es que jamás antes nadie me había empujado a revelar algo como eso. No hay accidentes, dijo Freud. A uno jamás se le escapa algo sin querer. En uno y otro nivel todo es deliberado. Debo de haberle dicho lo que le dije a Judith porque quería que por fin supiera la verdad sobre mí. Pero ¿por qué ella? ¿Por qué ella? Es cierto que a Nyquist se lo había dicho, no podía haber ningún riesgo; pero nunca se lo había admitido a nadie más. Siempre me esforcé tanto por ocultarlo, ¿eh, señorita Mueller? Y ahora Judith lo sabía. Le había proporcionado un arma con la que me podía destruir.
Le había proporcionado un arma. ¡Qué extraño que ella nunca decidiera usarla!
Nyquist dijo:
—El verdadero problema que tienes, Selig, es que eres un hombre profundamente religioso que no cree en Dios.
Nyquist siempre decía cosas como ésa y, a ciencia cierta, Selig nunca sabía si las decía en serio o si sólo estaba haciendo juegos de palabras. No importa cuán hondo penetrara Selig en el alma del otro hombre, nunca pudo estar seguro de nada. Nyquist era demasiado astuto, demasiado evasivo.
Selig decidió ser prudente y no decir nada. Estaba de pie, de espaldas a Nyquist, mirando por la ventana. Nevaba. Abajo, las estrechas calles estaban atascadas por la nieve; ni siquiera podían pasar las máquinas municipales de quitar la nieve. Reinaba una extraña tranquilidad. La nieve se despegaba del suelo debido a los fuertes vientos. Un manto blanco iba cubriendo los coches aparcados. Algunos de los conserjes de los edificios de apartamentos de la manzana habían salido a la calle a cavar. Desde hacía tres días había estado nevando a intervalos. Nevaba en todo el Nordeste del país. Caía nieve en cada ciudad mugrienta, en los suburbios áridos, caía con suavidad sobre los Montes Apalaches y, más hacia el este, caía suavemente sobre las oscuras olas turbulentas del Atlántico. En la ciudad de Nueva York no se movía nada. Todo permanecía cerrado: los edificios de oficinas, las escuelas, las salas de conciertos, los teatros. Los ferrocarriles estaban fuera de servicio y las carreteras bloqueadas. No había ningún movimiento en los aeropuertos. Los partidos de baloncesto a disputar en el Madison Square Garden se habían suspendido. Dado que le era del todo imposible llegar hasta el trabajo, Selig se había quedado en el apartamento de Nyquist esperando el fin de la tormenta. Tras pasar tanto tiempo con él, su compañía le estaba empezando a resultar sofocante y opresiva. Lo que antes le había parecido divertido y agradable en Nyquist, ahora le resultaba corrosivo y engañoso. La plácida confianza en sí mismo de Nyquist, ahora parecía más bien presunción; sus ocasionales incursiones dentro de la mente de Selig ya no eran afectuosos gestos de intimidad, sino conscientes actos de agresión. Su costumbre de repetir en voz alta lo que Selig estaba pensando, resultaba cada vez más irritante, y parecía no haber forma de disuadirlo al respecto. Ya estaba haciéndolo de nuevo, extrayendo una cita de la cabeza de Selig y recitándola en tono burlón:
—¡Ah, qué hermoso! “Mientras oía caer la nieve con suavidad sobre el universo, su alma desfallecía lentamente. Caía suavemente, como si se tratara del advenimiento de la hora final sobre todos los vivos y los muertos.” Me gusta eso. ¿Qué es David?
—James Joyce —dijo Selig con acritud—. “Los muertos”, de Dublineses . Ayer te pedí que no hicieras eso.
—Envidio la extensión y la profundidad de tu cultura. Me gusta tomar prestadas tus rebuscadas citas.
—¡Magnífico! ¿Es necesario que me las repitas?
Cuando salió se apartó de la ventana. Nyquist hizo un exagerado ademán levantando la palma de las manos con humildad.
—Lo siento. Olvidé que no te gustaba.
—Tú nunca olvidas nada, Tom. Nunca haces nada por accidente. —Sintiéndose culpable por su irritabilidad, agregó—: ¡Dios, me estoy cansando de ver tanta nieve!
—Está nevando por todas partes —dijo Nyquist—. No va a parar nunca. ¿Qué vamos a hacer hoy?
—Supongo que lo mismo que ayer y que anteayer: sentarnos mirar cómo caen los copos de nieve, escuchar música y emborracharnos.
—¿Qué te parece hacer el amor?
—No creo que seas mi tipo —dijo Selig.
Nyquist le lanzó una sonrisa sin sentido.
—Muy gracioso. Quiero decir que busquemos por el edificio a un par de damas desamparadas y las invitemos a una fiestecita. ¿Acaso dudas de que haya dos damas disponibles en este edificio?
—Imagino que podríamos intentarlo —dijo Selig, encogiéndose de hombros—. ¿Queda algo de whisky?
—Voy a buscarlo —dijo Nyquist.
Trajo la botella. Nyquist se movía con una extraña lentitud, como un hombre que avanzaba a través de una densa atmósfera renuente de mercurio o algún otro fluido viscoso. Selig nunca había visto que fuese con prisas. Sin llegar a ser gordo, era pesado, de cuello y espaldas anchas, cabeza cuadrada, pelo rubio muy corto, nariz chata con aletas anchas y sonrisa fácil e inocente. Muy, muy ario: era escandinavo, tal vez sueco, criado en Finlandia y trasladado a los diez años a los Estados Unidos. Aunque apenas perceptible, tenía cierto deje de acento extranjero. A pesar de afirmar que tenía veintiocho años, a Selig, que acababa de cumplir veintitrés, le parecía algo mayor.
Era febrero de 1958, una época en la que Selig aún tenía la ilusión de que algún día llegaría a triunfar en el mundo de los adultos. Eisenhower era presidente, la bolsa de valores se había ido al diablo. Aunque se acababan de poner en órbita los primeros satélites espaciales norteamericanos, la depresión emocional post-Sputnik estaba afectando a todos. Las camisas de yute eran el último grito en moda femenina. Selig estaba viviendo en Brooklyn Heights, en la calle Pierrepont, y varias veces por semana iba a una oficina de la Quinta Avenida que era propiedad de una editorial para la que realizaba correcciones a 3 dólares la hora. Nyquist vivía en el mismo edificio, cuatro pisos más arriba.
Nyquist era la única persona que Selig conocía que tuviera el poder. Y no solamente eso, el hecho de tenerlo no le había trastornado en absoluto. Nyquist usaba su poder de un modo tan simple y natural como lo hacía con sus ojos o sus piernas, para su propio provecho, sin excusas y sin culpas. Posiblemente se trataba de la persona menos neurótica que jamás había conocido Selig. Su trabajo consistía en explotar a la gente, obtenía sus ingresos invadiendo la mente de otros; pero, al igual que un tigre, se abalanzaba sobre sus víctimas sólo cuando estaba hambriento, nunca atacaba por atacar. Sólo cogía lo que necesitaba, y jamás cuestionaba a la providencia que lo había hecho tan espléndidamente apto para tomar. Sin embargo, jamás tomaba más de lo que necesitaba, y sus necesidades eran moderadas. No tenía ningún trabajo y, aparentemente, jamás lo había tenido. Cuando necesitaba dinero, cogía el metro y, en sólo diez minutos, estaba en Wall Street. Allí deambulaba por los lóbregos desfiladeros del distrito financiero, y revolvía con toda libertad dentro de la mente de los accionistas recluidos dentro de las salas de la Bolsa. Siempre había algún importante y oculto suceso que conmovería el mercado de valores —una incorporación, una división de acciones, un descubrimiento mineral, un informe de ingresos favorable—. Nyquist se enteraba fácilmente de los detalles esenciales. Rápidamente vendía esta información a un precio que, aunque elevado, era razonable, a unos doce o quince inversionistas privados que se habían enterado del modo más feliz posible de que Nyquist era una fuente de información digna de confianza. Intervino en muchas de las innumerables filtraciones con las que se hicieron rápidas fortunas jugando al alza en el mercado de valores de los años cincuenta. De este modo ganaba bastante dinero, el suficiente para disfrutar de una buena vida.
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