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Chistopher Priest: El mundo invertido

Здесь есть возможность читать онлайн «Chistopher Priest: El mundo invertido» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Buenos Aires, год выпуска: 1976, ISBN: 84-7386-077-2, издательство: Emecé, категория: Фантастика и фэнтези / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Chistopher Priest El mundo invertido

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Cuando Helward Mann abandona la ciudad, no tiene motivos para pensar que el mundo que se extiende más allá no sea sino el de su propio planeta de origen. De hecho, y a pesar de las semejanzas, hay pruebas —que él no puede ignorar— que lentamente contradicen todas sus convicciones. A medida que crece su experiencia en el trabajo fuera de la ciudad, se ve forzado a aceptar la razón fundamental y descarnada de esa lucha por la supervivencia. El planeta no es la Tierra. De alguna manera, el mundo en que vive —y por cierto el universo mismo en el cual existe el planeta— es intrínsecamente diferente. El mundo está invertido: un planeta de dimensiones infinitas existe y palpita en un universo de tamaño limitado. Esta novela, de brillante originalidad, ha sido distinguida con el premio a la mejor novela de ciencia-ficción publicada en Inglaterra, y está destinada a convertirse en un clásico de la literatura imaginativa.

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—Has estado escuchando a los Terminadores.

—Tal vez. Lo que ellos dicen es razonable. No del todo, pero tampoco son tan malos como afirman los Navegantes.

—Has perdido el juicio.

—De acuerdo. ¿Quién no lo perdería con este calor?

—Te conviene no hablar así en la ciudad.

—¿Por qué no? Hay mucha gente que ya lo está comentando.

—Pero no los gremialistas. Tú has ido al pasado, por lo tanto sabes discernir.

—Trato de ser realista. Tienes que escuchar las opiniones de la gente. Hay más personas que quieren que la ciudad se detenga, que gremialistas. Eso es todo.

—Cállate, Norris —dijo el hombre que hasta ahora no había abierto la boca, el que había hablado a la gente del pueblo.

Siguieron su camino.

La ciudad había aparecido a la vista mucho tiempo antes de que Elizabeth reconociese lo que era. A medida que se acercaban la observaba con gran interés y sin entender ese sistema de vías y cables que partía de la misma. Lo primero que supuso fue que se trataba de un depósito de ferrocarriles pero no veía ningún vehículo rodante, y el tramo de vías era demasiado corto como para prestar alguna utilidad.

Luego advirtió la presencia de varios hombres custodiando los rieles, cada uno de los cuales llevaba un rifle o algo que se asemejaba a una ballesta. No captó, nada más, dado que casi toda su atención se centraba en la edificación misma.

Había oído que los hombres la llamaban la «ciudad» —y Helward también—, pero a ella le parecía una enorme y deformada mole de edificios de oficinas. Tampoco daba la impresión de ser muy segura, construida, como estaba, principalmente de madera. Tenía lo feo de lo funcional, si bien el diseño era de una sencillez no del todo desagradable. Recordó las fotos que había visto de los edificios del período anterior a la Destrucción, y aunque éstos habían sido de acero y hormigón, tenían la misma cuadratura, la simpleza y la falta de adornos exteriores. Esos antiguos edificios habían sido altos, sin embargo, y esta extraña estructura no tenía más de siete pisos. La madera dejaba ver las diferentes etapas de la acción del tiempo.

Casi todo lo que se divisaba había sido descolorido por los elementos de la naturaleza, pero también se notaban partes más nuevas.

Los hombres las condujeron hasta la base de la edificación. Luego se internaron en un pasaje. Allí desmontaron, y se acercaron unos muchachos a llevarse los caballos.

Entraron a otro pasaje, subieron una escalera y atravesaron otra puerta. Salieron a un pasillo muy iluminado, al final del cual había una puerta. Allí se despidieron de los hombres. En la puerta había un cartel que rezaba:

SALA DE TRANSFERENCIA

Una vez adoptada la pose, Elizabeth no podía abandonarla.

En el transcurso de los días siguientes se vio sometida a una serie de investigaciones y tratamientos que, de no sospechar el motivo, le habrían parecido humillantes. La bañaron y le lavaron el pelo. Le hicieron un examen médico, le revisaron los ojos y los dientes. Le inspeccionaron el cuero cabelludo y le hicieron una prueba que —se imaginó—, sólo podía servir para comprobar si tenía enfermedades venéreas.

Sin manifestar sorpresa, la mujer que dirigía la revisión le otorgó un certificado de salud —fue la única de las diez que pasó—, y luego la dejaron en manos de otras dos mujeres que comenzaron a enseñarle los rudimentos del inglés. Esto la divertía mucho, y no obstante sus esfuerzos por demorar el proceso de aprendizaje, pronto la consideraron lo suficientemente instruida como para acabar este periodo inicial de habilitación.

Las primeras noches durmió en un dormitorio común, pero después le asignaron un cuartito para ella sola. La habitación era inmaculada, amoblada con lo mínimo indispensable. Había en ella una cama angosta, un lugar donde colgar la ropa —le habían dado dos conjuntos idénticos para usar—, una silla y aproximadamente un metro de espacio libre.

Ocho días hablan transcurrido desde su llegada a. la ciudad y Elizabeth comenzaba a cuestionarse qué era lo que había esperado conseguir. Ahora que le habían dado el pase de la sección de transferencia, la ubicaron en las cocinas, donde el trabajo que le asignaron era muy ingrato. Tenía las noches libres, pero le advirtieron que debía pasar una o dos horas en un salón de recepciones donde, le informaron, debía alternar con la gente que allí hubiese.

Este salón quedaba junto a la sección de transferencia. Tenía un pequeño bar en una esquina en el cual, Elizabeth notó, había muy poco que elegir. Y al lado, había un antiquísimo aparato de vídeo. Cuando ella lo prendió vio un programa de comedia que, francamente, no alcanzó a comprender, si bien una audiencia invisible reía todo el tiempo. Las alusiones cómicas eran, evidentemente, de otra época y por tanto, carecían de sentido para ella. Vio el programa entero y, por una leyenda de derecho de autor que aparecía al final, se enteró de que había sido grabado en 1985. ¡Tenía doscientos años de antigüedad!

Por lo general había muy pocas personas en este salón cuando ella asistía. Una mujer de la sección transferencia trabajaba detrás del mostrador, siempre con una sonrisa pegada a los labios, pero Elizabeth no llegaba a interesarse por los otros concurrentes. De vez en cuando venían algunos hombres —vestidos, al igual que Helward, con su uniforme oscuro—, y dos o tres chicas.

Un día, mientras trabajaba en la cocina, resolvió uno de los enigmas que le intrigaban.

Se hallaba guardando la vajilla limpia en un armario de metal destinado al efecto, cuando algo le llamó la atención. El mueble habida sido modificado hasta el punto de quedar irreconocible —se le habían quitado los componentes y se le habían agregado estantes de madera—, pero el emblema de DBM alcanzaba a distinguirse debajo de la capa de pintura.

Siempre que podía, Elizabeth se iba a recorrer la ciudad. Todo le resultaba motivo de curiosidad. Antes de venir pensaba que iba a sentirse prisionera, pero aparte de las tareas que debía desempeñar, tenía libertad de ir adonde le gustara y de hacer lo que quisiese. Hablaba con la gente, anotaba mentalmente sus impresiones, pensaba.

Un día halló un cuarto pequeño usado por la gente de la ciudad para pasar sus horas libres. Sobre una mesa había varias hojas de papel impreso, prolijamente abrochadas. Les echó un vistazo sin mucho interés y leyó el título de la primera página: «Directivas de Destaine».

Más tarde, mientras caminaba por la ciudad, vio más hojitas de estas y, picada por la curiosidad, leyó un juego de ellas. Luego se guardó una copia entre las sábanas de su cama, con la intención de llevársela cuando regresara a su país.

Comenzaba a entender. Volvió a leer el texto de Destaine tantas veces que llegó casi a memorizarlo. Pensó en Helward, en su comportamiento aparentemente insólito, y trató de recordar qué era lo que había dicho.

Creía hallar una suerte de esquema lógico, aunque había una inextirpable falla en todo.

La hipótesis que regia la vida de la ciudad y sus habitantes era que, el mundo en que vivían, estaba de algún modo invertido. No sólo el mundo sino también todos los objetos del universo donde se suponga que existía ese mundo. La figura que dibujara Destaine —un mundo macizo, con curvaturas en el Norte y en el Sur en forma de hipérbola —era la aproximación que utilizaban, y tenía una evidente correlación con ese raro sol que había dibujado Helward.

Un día Elizabeth vio el error mientras recorría una de las zonas de la ciudad que en la actualidad se estaban reconstruyendo.

Miró el sol, protegiéndose los ojos con una mano, y lo vio como siempre lo que había conocido: un globo de luz intensa, bien alto en el firmamento.

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