—Eso es evidente.
—¿Qué quiere decir?
—Si han desconectado el generador, no hay más problemas. No tengo más que mirar el sol y decirme a mi mismo que es redondo, por más que a mi me parezca distinto.
—Pero es sólo su percepción.
—Y yo percibo que usted está equivocada. Yo sé lo que veo.
—No lo sabe.
Minutos más tarde un gran gentío pasó a nuestro lado, en dirección al Sur de la ciudad. Casi todos llevaban sus pertenencias, que antes habían trasladado al obrador del puente. Nadie reparó en nosotros.
Caminé más rápido, tratando de dejarla atrás. Ella me siguió, tirando su caballo de las riendas.
El obrador estaba desierto. Caminé por la costa del río hasta encontrar esa tierra suave, amarilla, y llegué al puente. Debajo, el agua era clara y calma, aunque algunas olas seguían rompiendo en la ribera.
Me di vuelta y miré atrás. Elizabeth estaba parada en la orilla con su caballo, observándome. La estudié unos segundos con la mirada. Luego me agaché y me quité las botas. Me acerqué hasta el borde mismo del puente.
Miré el sol. Se estaba posando sobre el horizonte, en el Noreste. Era hermoso, a su modo. Una forma enigmática, estéticamente mucho más bella que una simple esfera. Lo único que lamentaba era no haber podido nunca dibujarlo bien.
Me zambullí de cabeza. El agua estaba fría, pero no desagradable. Cuando salí a la superficie, una ola me empujó hasta un pilote del puente. Me alejé nadando con fuertes brazadas.
Sentía curiosidad por saber si Elizabeth aún me observaba, de modo que me puse a hacer la plancha. Ella había montado a caballo y se acercaba lentamente por el puente. Llegó al borde y se detuvo.
Permaneció sentada en la montura, mirándome.
Seguí pataleando. Quería ver si me hacía alguna seña. El sol derramaba sobre ella una abundante luz amarilla, recortando su figura contra el azul intenso del firmamento.
Me di vuelta y miré hacia el Norte. El sol se estaba poniendo, y ya había desaparecido casi todo su ancho disco. Esperé hasta que se internara en el horizonte la espiral Norte de luz.
Al caer la oscuridad, nadé hasta la orilla.
FIN
AGRADECIMIENTOS DEL AUTOR
La idea que constituye la base de esta novela me vino por primera vez en 1965. La he desarrollado durante ocho años, tiempo en el cual también la comenté con muchos amigos. A ellos, por último, les doy las gracias por haberme escuchado, en la esperanza de que este libro merezca la pena. Son demasiadas las personas que debería mencionar individualmente, pero debo especial gratitud a los siguientes amigos:
Graham Charnock, que sugirió los gremios.
Christine Priest, que persuadió a una computadora para que me dibujara un planeta con forma de hipérbola.
Fried. Krupp, de Essen, quien, sin saberlo, suministró la computadora.
Kenneth Bulmer, que escuchó más tiempo y con más paciencia que la mayoría, y que me alentó a escribir primero el cuento y luego el libro.
Brian Aldiss, que quería que la ciudad marchase en sentido contrario.
Virginia Kidd, que finalmente me convenció de que podría dar en la tecla cuando me informó que hay un hueco tan grande en la física que por él podía pasar toda una ciudad.
Título original: Inverted World
Traducción: María Raquel Albornoz
©1974, Christopher Priest
©1976, EMECE editores
Edición digital: Walter López
Corregido: Slicon 07/2007