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Chistopher Priest: El mundo invertido

Здесь есть возможность читать онлайн «Chistopher Priest: El mundo invertido» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Buenos Aires, год выпуска: 1976, ISBN: 84-7386-077-2, издательство: Emecé, категория: Фантастика и фэнтези / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Chistopher Priest El mundo invertido

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Cuando Helward Mann abandona la ciudad, no tiene motivos para pensar que el mundo que se extiende más allá no sea sino el de su propio planeta de origen. De hecho, y a pesar de las semejanzas, hay pruebas —que él no puede ignorar— que lentamente contradicen todas sus convicciones. A medida que crece su experiencia en el trabajo fuera de la ciudad, se ve forzado a aceptar la razón fundamental y descarnada de esa lucha por la supervivencia. El planeta no es la Tierra. De alguna manera, el mundo en que vive —y por cierto el universo mismo en el cual existe el planeta— es intrínsecamente diferente. El mundo está invertido: un planeta de dimensiones infinitas existe y palpita en un universo de tamaño limitado. Esta novela, de brillante originalidad, ha sido distinguida con el premio a la mejor novela de ciencia-ficción publicada en Inglaterra, y está destinada a convertirse en un clásico de la literatura imaginativa.

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—Si, lo es. Si dejáramos de creerlo, moriríamos todos.

CAPÍTULO OCHO

A Elizabeth no le resultó difícil salir de la ciudad. Bajó a los establos con Helward y otro hombre —a quien él lo presentó como Futuro Blayne—, buscaron tres caballos y partieron con un rumbo que Helward afirmó era el Norte. Nuevamente ella cuestionó su sentido de la dirección ya que, según sus propios cálculos sobre la posición del sol, iban realmente hacia el Sudoeste, pero no lo contradijo. A esta altura ya se había acostumbrado a ver ultrajados los conceptos que ella creía lógicos, aunque no vela sentido en hacérselo notar. Se contentaba con aceptar las peculiaridades de la ciudad, por más que no las entendiera.

Al salir, Helward le señaló las grandes ruedas sobre las que iba montada la ciudad, y le explicó que ésta avanzaba a una velocidad tan lenta que era casi imperceptible. No obstante —le aseguró—, avanzaba aproximadamente una milla cada diez días. Hacia el Norte o el Sudoeste, como prefiriese ella considerarlo.

El viaje duró dos días. Los hombres hablaban mucho entre ellos y con ella, aunque Elizabeth no comprendía muchas de las cosas que decían.

Tenía la sensación de estar saturada de nuevas informaciones, incapaz de absorber más.

Al caer la noche del primer día pasaron muy cerca del pueblo de Elizabeth, y ésta le dijo a Helward que se iba allí.

—No... venga con nosotros. Después podrá regresar.

—Yo quiero volver a Inglaterra. Creo que puedo ayudarlos.

—Tiene que ver esto.

—¿Qué?

—No estamos seguros —dijo Blayne—. Helward piensa que quizás usted nos lo pueda decir.

Elizabeth se resistió unos minutos, pero al final accedió a acompañarlas.

Era extraña la facilidad con que aceptaba las situaciones que esta gente le presentaba. Tal vez fuese porque se identificaba con algunas de ellas, o porque los habitantes de la ciudad llevaban una vida curiosamente civilizada —con todas sus extrañas particularidades— en medio de una zona desvastada por la anarquía durante muchas generaciones. Incluso, en las pocas semanas que estuvo en la aldea, la manera de ser de los campesinos, ese letargo que los dominaba, la incapacidad de resolver el más mínimo problema, le había minado su propia fuerza de voluntad para aceptar el desafío de su trabajo. Pero la gente de la ciudad de Helward era distinta. Evidentemente constituían una comunidad que se las había ingeniado para subsistir durante la Destrucción, y que ahora vivían en el pasado. Aún así, conservaban la estructura de una sociedad bien gobernada: la disciplina notable, la gran determinación y una vital comprensión de su propia identidad, por más dicotomía que existiese entre las similaridades internas y las diferencias extremas.

De modo que, cuando Helward le pidió que fuese con ellos, y Blayne lo apoyó, Elizabeth no pudo resistirse. Por su propia cuenta ella se había inmiscuido en los asuntos de la ciudad. Después tendría que enfrentar las consecuencias de haber abandonado la aldea —podría justificar su ausencia diciendo que quería saber a donde llevaban a las mujeres—, pero ahora sentía que debía seguir hasta el final. Posteriormente, algún organismo oficial tendría que rehabilitar a la gente de la ciudad, pero hasta ese momento, la responsabilidad era suya.

Llevaban sólo dos carpas. Esa noche los hombres le ofrecieron una. Antes de irse a dormir, sin embargo, conversaron largo rato.

Era obvio que Helward le había hablado a Blayne de ella, de lo distinta que era, según él, tanto de la gente de la ciudad como de los lugareños.

Blayne charló directamente con ella, y Helward se mantuvo en un segundo plano. Rara vez abría la boca, y cuando lo hacía, era para confirmar algo que decía su compañero. A Elizabeth le gustaba Blayne, sobre todo por ese modo directo de responder sus preguntas sin tratar de evadirse.

En conjunto, Blayne dijo lo mismo que ella ya sabía. Habló de Destaine y sus Directivas, de la necesidad de hacer avanzar la ciudad, de la forma del mundo. Elizabeth había aprendido a no discutir las opiniones de esta gente, así que se limitó a escuchar.

Llegado el momento de meterse en su bolsa de dormir, se sentía exhausta por la larga cabalgata, pero el sueño no le vino de inmediato.

Si bien no había disminuido la confianza que tenía en su propia lógica, había profundizado el conocimiento de los habitantes de la ciudad. Ellos decían vivir en un mundo donde las leyes de la naturaleza no eran las mismas, cosa que ella estaba dispuesta a creer... o mejor dicho, estaba dispuesta a creer que esta gente era sincera, aunque se hallaba en un error.

Lo distinto no era el mundo exterior sino su percepción del mismo. ¿De qué manera podía ella modificar este hecho?

Al salir del bosque se encontraron con una zona de grandes malezas. Aquí no había huellas que seguir y avanzaban muy lentamente. Soplaba un viento fresco que les aguzaba los sentidos.

Poco a poco la vegetación se transformó en un pasto duro, que crecía en un terreno arenoso. Ninguno de los hombres dijo nada. Helward, en particular, avanzaba con la vista clavada adelante, dejando que su caballo buscara el camino.

Elizabeth notó que, más allá, terminaba toda vegetación, y que llegaban a una loma de arena suelta. Unos pocos metros de dunas los separaban de la playa. Su caballo, que ya había percibido la sal en el aire, respondió fácilmente cuando ella le clavó los tacos, adoptando un medio galope. Durante unos minutos le dio rienda suelta. Gozaba de la libertad y del placer de galopar por la playa, por su superficie lisa, limpia, jamás tocada por otra cosa que por las olas.

Helward y Blayne venían detrás de ella. Se detuvieron juntos, a mirar el agua.

Elizabeth se les acercó y desmontó.

—¿Esto se extiende de Este a Oeste? —preguntó Blayne.

—Todo lo que alcancé a explorar, sí. No hay manera de rodearlo.

Blayne extrajo una videocámara de su alforja, la conectó al estuche y filmó lentamente el paisaje.

—Tendremos que inspeccionar el Este y el Oeste —dijo—. Sería imposible cruzarlo.

—No se ve la orilla de enfrente.

Blayne frunció el ceño, contemplando la arena.

—No me gusta el terreno. Tendremos que traer a un Constructor de Puentes aquí. Se me ocurre que esto no va a soportar el peso de la ciudad.

—Tiene que haber un modo.

Ambos ignoraban a Elizabeth por completo. Helward instaló un aparato en un trípode, y leyó lo que éste marcaba.

—Estamos muy lejos del óptimo —dijo, eventualmente—. Tenemos mucho tiempo. Treinta millas... casi un año de tiempo en la ciudad. ¿Crees que se podría hacer?

—¿Un puente? Va a llevar su tiempo. Necesitaríamos más hombres que los que tenemos en la actualidad. ¿Qué dijeron los Navegantes?

—Que controlaras lo que yo había informado.

—No creo que yo pueda agregar nada.

Helward permaneció unos instantes más contemplando la gran masa de agua. Luego pareció recordar a Elizabeth, y se dirigió a ella.

—¿Qué le parece?

—¿Esto? ¿Qué quiere que me parezca?

—Díganos algo sobre nuestras percepciones. Díganos que aquí no hay un río.

—No es un río.

Helward echó una mirada a Blayne.

—Tú lo has oído —dijo—. Esto simplemente, lo estamos imaginando.

Elizabeth cerró los ojos y les dio la espalda.

La brisa le daba frío, de modo que sacó una manta de su caballo y regresó a la loma arenosa. Cuando volvió a mirarlos, ellos ya no le prestaban atención. Helward había instalado otro instrumento y leía lo que éste le indicaba. Luego se lo gritaba a Blayne.

Trabajaban lenta, concienzudamente, y a cada paso, uno controlaba las mediciones del otro. Al cabo de una hora, Blayne guardó algo de su instrumental en su alforja, montó y se alejó por la costa en dirección al Norte. Helward se quedó parado mirándolo. Su pose dejaba traslucir una desesperación abrumadora.

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