Chistopher Priest - El mundo invertido

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El mundo invertido: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando Helward Mann abandona la ciudad, no tiene motivos para pensar que el mundo que se extiende más allá no sea sino el de su propio planeta de origen. De hecho, y a pesar de las semejanzas, hay pruebas —que él no puede ignorar— que lentamente contradicen todas sus convicciones. A medida que crece su experiencia en el trabajo fuera de la ciudad, se ve forzado a aceptar la razón fundamental y descarnada de esa lucha por la supervivencia. El planeta no es la Tierra. De alguna manera, el mundo en que vive —y por cierto el universo mismo en el cual existe el planeta— es intrínsecamente diferente.
El mundo está invertido: un planeta de dimensiones infinitas existe y palpita en un universo de tamaño limitado. Esta novela, de brillante originalidad, ha sido distinguida con el premio a la mejor novela de ciencia-ficción publicada en Inglaterra, y está destinada a convertirse en un clásico de la literatura imaginativa.

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Por la mañana Elizabeth pidió una vez más por teletipo que mandaran un médico. Luego partió hacia el pueblo.

El calor del día inundaba la aldea cuando ella llegó, y ya se había adueñado de sus habitantes ese letargo que tanto le había irritado en un principio. Buscó a Luiz, que estaba sentado a la sombra de la iglesia con otros dos hombres.

—¿Y? ¿Volvieron?

—Todavía no, Menina Khan.

—¿Cuándo dijeron que iban a regresar?

El se encogió de hombros, indolente.

—No sé. Hoy. Mañana.

—¿Probaste ese...?

Se detuvo, furiosa consigo misma. Había pensado llevar el supuesto fertilizante a la oficina para analizarlo, pero se había olvidado.

—Avísame si vienen.

Fue a visitar a María y su bebé, pero no se concentraba profundamente en su trabajo. Más tarde supervisó una comida que se sirvió a todo el que fue a pedirla, y habló luego con el padre dos Santos en el taller. Se daba cuenta de que todo el tiempo tenía una oreja parada por si oía ruido de caballos.

Sin tratar de justificarse más ante sí misma, fue hasta el establo y ensilló el caballo. Se alejó del pueblo cabalgando, en dirección al río.

No quería cavilar, no quería reflexionar sobre las motivaciones que la impulsaban, pero era inevitable. Las últimas veinticuatro horas habían sido en cierto modo trascendentales. Ella había venido a trabajar a este lugar porque sentía que estaba desperdiciando su vida, y se había encontrado con un nuevo tipo de frustración. A pesar de los intentos y de las apariencias, lo único que los trabajadores voluntarios podían ofrecer a los lugareños era una ínfima recuperación. Era demasiado poco y demasiado tarde. Algunas donaciones de cereales por parte del gobierno, algunas inyecciones o la restauración de una iglesia eran mejor que nada. Pero el problema fundamental seguía sin resolverse en la práctica: había fallado la economía central. En esta tierra no había nada, salvo lo que la gente podía obtener por sí misma.

La intromisión de Helward a su vida fue el primer acontecimiento de importancia desde que había llegado. Mientras conducía su caballo en medio de los matorrales, hacia el bosquecillo, pensaba que sus motivaciones eran complejas. Tal vez fuese una simple curiosidad, pero había también algo más profundo.

Los hombres del destacamento estaban obsesionados consigo mismos y con lo que creían era su función. Hablaban en términos abstractos de sicología de grupo, reajuste social, esquemas de comportamiento. Cuando Elizabeth se sentía más cínica pensaba que todo ello era simplemente patético. Aparte del infortunado Tony Chappel, no había llegado a interesarse por ninguno de sus compañeros, lo cual difería mucho de lo que se había imaginado antes de venir.

Helward era distinto. Elizabeth se abstuvo de formular mentalmente la idea, pero sabía por qué iba cabalgando a su encuentro.

Llegó al sitio, a la orilla del río, y puso su caballo a beber. Luego lo ató en la sombra y se sentó junto al agua a esperar. Nuevamente intentó acallar el tumulto de sus pensamientos, deseos, interrogantes. Se concentró en el paisaje que la rodeaba; se tendió al sol y cerró los ojos. Escuchaba el ruido del agua correr entre las piedras, el sonido del viento suave en medio de los árboles, el zumbido de los insectos, el olor de las malezas secas, de la tierra caliente.

Pasó un largo rato. Detrás de ella, a cada instante el caballo agitaba la cola para espantarse las moscas.

Abrió los ojos cuando oyó otro caballo, y se incorporó.

Helward estaba en la ribera opuesta, saludándola con la mano. Ella le respondió del mismo modo.

Desmontó inmediatamente y caminó por la costa hasta pararse justo frente a Elizabeth. Ella sonreía para sí misma. Era evidente que Helward estaba de muy buen humor porque hacía el mono, tratando de causarle gracia. Se inclinó hacia adelante y quiso pararse sobre las manos. Al cabo de dos intentos lo logró, pero luego se desplomó, dio un grito y cayó al agua.

Elizabeth pegó un salto y corrió por las aguas poco profundas hacia él.

—¿Se siente bien? Él le sonrió.

—Cuando era chico podía hacerlo.

—Yo también.

Se paró y miró desolado sus ropas empapadas.

—Secarán pronto —dijo Elizabeth.

—Voy a traer mi caballo.

Juntos atravesaron el río y Helward ató su caballo con el de Elizabeth. Ella volvió a sentarse en la orilla. Él se ubicó a su lado, estirando las piernas al sol para que pudiera secarse su ropa.

Detrás de ellos, los caballos estaban nariz en cola uno del otro, espantándose mutuamente las moscas.

Preguntas, preguntas... Las acalló todas. Disfrutaba con la intriga, y no quería destruirla comprendiendo. Creía que él era un trabajador de un destacamento similar al suyo y que se estaba divirtiendo, quizás de una manera anodina, a expensas de ella. De todos modos, no le importaba. Le bastaba con su presencia, y ella misma estaba tan reprimida emocionalmente que disfrutaba de ese paréntesis en la rutina que él le proporcionaba.

El único lazo en común eran los croquis. Elizabeth le pidió volver a verlos. Durante un rato charlaron sobre los dibujos, y él le contaba cuáles eran las cosas que le entusiasmaban. A ella le resultó interesante comprobar que todos los bocetos estaban dibujados en el reverso del viejo papel de impresión de computadoras.

Eventualmente, dijo él:

—Pensé que usted sería una tuk.

—¿Y qué son los tuks?

—Los habitantes de esta región. Pero ellos no hablan inglés.

—Muy pocos lo hablan, solamente cuando nosotros se lo enseñamos.

—¿Quiénes son «nosotros»?

—La gente con quien trabajo.

—¿Usted no es de la ciudad? —preguntó él de repente. Luego miró a otro lado.

Elizabeth experimentó una leve sensación de alarma. Helward se había comportado de este modo el día anterior y de pronto había partido. No quería que volviera a ocurrir.

—¿Se refiere a su ciudad?

—No... claro, no puede ser de allí. ¿Quién es usted?

—Ya le dije mi nombre —respondió ella.

—Sí, pero ¿de dónde es?

—De Inglaterra, y vine aquí hace aproximadamente dos meses.

—Inglaterra... Eso queda en la Tierra, ¿no? La miraba fijo. Los dibujos habían quedado olvidados.

Elizabeth se rió, pero fue una reacción nerviosa por lo extraño de la pregunta.

—Al menos quedaba la última vez que estuve allí —respondió, tratando de tomar el asunto a la ligera.

—¡Dios mío! Entonces...

—¿Qué?

Helward se levantó bruscamente y le dio la espalda. Caminó unos pasos y volvió a darse vuelta, mirándola desde arriba.

—¿Usted viene de la Tierra?

—¿Qué quiere decir?

—Si usted es del planeta Tierra.

—Por supuesto... No comprendo.

—Ustedes nos están buscando.

—¡No! Es decir... no estoy segura.

—¡Nos han encontrado!

Se puso de pie y se alejó de él.

Elizabeth esperó junto a los caballos. El hálito de rareza se había convertido en hálito de locura, y sabía que debía partir. El próximo paso debía darlo él.

—Elizabeth... no se vaya.

—Liz.

—Liz, ¿sabe quién soy? Yo soy de la ciudad de Tierra. ¡Usted debe saber lo que ello significa!

—No, no lo sé.

—¿No oyó hablar de nosotros?

—No.

—Hemos estado aquí durante miles de millas... durante muchos años. Casi doscientos.

—¿Dónde queda la ciudad?

Helward señaló con la mano en dirección al Noreste.

—Para allá. Unos cuarenta kilómetros hacia el Sur. Ella no reaccionó al ver que equivocaba la dirección. Supuso que había sido un error.

—¿Puedo verla?

—¡Desde luego! —Emocionado, le tomó la mano y la apoyó en la rienda del caballo de ella—. ¡Vamos ahora mismo!

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